El Laberinto

—¡SALAAM!

La voz de Jalifa retumbó. Por el sonido se podía adivinar que se encontraba en una especie de gran cueva o cámara. Como algunas de las que había pasado al bajar hacia la galería principal de la mina. Agachó la cabeza e intentó recordar si había visto algo similar en los dibujos de Samuel Pinsker. Nada. Dio unos pasos, con los brazos extendidos hacia delante, como un ciego, y luego retrocedió. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo, que extendió en el suelo, junto al borde del pozo. En su ascenso había salido de cara a la galería, por lo que dejó el pañuelo señalando en esta dirección. En el túnel, con pared a un lado y a otro, no le había costado situarse en relación con el eje principal de la mina. En cambio allí, sin nada específico para orientarse, sería mucho más difícil. Y el pañuelo le proporcionaría, además, un punto de referencia.

Se esmeró en colocar la tela para determinar en qué lado del pozo se encontraba. Luego se levantó, siguió hacia delante, haciendo girar las manos en la oscuridad, y fue avanzando en la línea del pasillo inferior, de vuelta hacia la galería principal.

Había dado veinte pasos y tocó roca.

Palpó el material hacia arriba y hacia abajo y avanzó a la derecha. Era pared sólida. Fue andando, con pasos muy cortos, por la cámara, la cueva o lo que demonios fuera aquello. Lo veía todo de un negro tan intenso que al cabo de cuatro o cinco pasos ya había perdido la orientación respecto a la abertura del pozo. Topó con un montón de piedras, recogió una de las más pequeñas y la lanzó hacia arriba. Oyó el clac, amortiguado. Muy arriba, aunque no habría podido precisar a qué altura. Lanzó otra piedra. Otro clac. ¿Diez metros? ¿Veinte? No podía determinarlo. Arrojó cuatro piedras más para hacerse una cierta idea de las dimensiones de aquel espacio —todo lo que logró precisar era que se trataba de un lugar muy grande— y siguió avanzando junto a la pared. Tropezó con dos grandes recipientes de barro, anchos y altos, que le llegaban hasta la cintura. Un poco más adelante, bajo sus pies crujió algo que, al detenerse a palparlo, consideró que podían ser huesos de un animal pequeño.

No encontró puertas ni huecos de ningún tipo, aquel lugar no tenía salida y él empezaba a sentir pánico, a pensar que tal vez el túnel, el pozo y la cámara formaban parte del mismo callejón sin salida. De pronto tropezó con algo apoyado en la pared.

Una escalera.

La recorrió con las manos. Travesaños verticales, acabados de cuero. Sólida, o eso parecía al tacto. Hizo una prueba con el último travesaño. Le pareció firme. Empezó a subir, con cuidado, paso a paso. Después del sexto travesaño descubrió un orificio en la pared. Era parecido a los que había visto en la cámara de entrada de la mina.

—¡Salaam!

Se oyó el eco. Era otro túnel. Una salida. Pero ¿hacia dónde se encontraba la salida? ¿Era la única o había otras opciones?

Volvió a bajar la escalera. Siguió hacia la derecha, sin perder el contacto con la pared y encontró otro montón de piedras. Al nivel del suelo no había ningún agujero. Ni tampoco esquinas, lo que le indicaba que se encontraba en un espacio más o menos circular. A tientas volvió a la escalera. Se arrodilló y empezó a arrastrarse por el suelo, intentando seguir recto y buscando con las manos la parte superior del pozo. Unos minutos después, tocó roca. ¡Maldición! ¡Lo había perdido! Se levantó, se dirigió de nuevo hacia la escalera, se arrodilló y empezó a arrastrarse situándose un poco a la izquierda del recorrido anterior. En esta ocasión sí encontró la abertura. El pañuelo estaba en la parte más alejada, lo cual indicaba que el túnel se alejaba de la galería principal. Repitió el proceso para asegurarse de que se había orientado bien y volvió a la escalera. Se quitó el zapato y lo dejó contra la pared para indicar la posición de la escalera. Luego a la pata coja empezó a cambiar el apoyo de la escalera alrededor de la cámara; subía por ella y bajaba en busca de otros huecos. No existía ninguno. Como mínimo, él no encontró ninguno. Dio toda la vuelta y cuando encontró el zapato volvió a dejar la escalera en su sitio. Habían tomado la decisión por él. Subió por la escalera, se metió en el túnel, empezó a andar por él agitando las manos hacia delante y bajando un poco la cabeza para no golpearse con el techo.

Después de recorrer unos veinte metros —tal vez más, tal vez menos; estaba metido en un inframundo en el que todo era de lo más vago e indeterminado—, notó el techo más alto y pudo andar erguido. Después de cubrir una distancia parecida a la anterior, notó que el túnel se dividía. El ramal izquierdo bajaba, el derecho subía. Optó por el izquierdo, haciendo un esfuerzo por memorizar la bifurcación, por si tenía que volver sobre sus pasos. Descendió un poco, se encontró con unos escalones que lo obligaron a subir de nuevo y llegó a una especie de cruce en el que otros túneles iban a la izquierda y a la derecha. Escogió de nuevo el de la izquierda, pues calculó que tenía que estar avanzando más o menos en paralelo con la galería principal, aunque bastante más abajo. El nuevo túnel seguía recto hasta que de repente bajaba bruscamente y describía un círculo, de modo que, según sus cálculos —a cada paso que daba creía menos en sus propios cálculos—, se adentraba más en la mina en lugar de regresar a la entrada. A su derecha se abrió un pasillo. Siguió por él y llegó a un lugar que le pareció lleno de columnas. En cada pared encontró una puerta. Más pasillos, más decisiones, más complejidad, más confusión.

—Dios mío, ayúdame —exclamó, medio asfixiado—. Dios mío, ayúdame, por favor. Por favor. Por favor.

Y nunca le abandonaba la negrura ante los ojos, el silencio en torno a los oídos y el lento e inexorable abrazo del Laberinto que formaba una espiral a su alrededor.