El Laberinto

JALIFA no tenía ni idea del tiempo que había permanecido sentado al final del túnel, con la cabeza sobre las rodillas, los brazos alrededor de las piernas, sumido en la desesperación como la mina en las tinieblas. Podían haber pasado unos minutos o unas horas. O bien unos días. Allí abajo parecía no haber constancia del tiempo.

Pero por fin soltó los brazos y se puso de pie. Se quedó un momento así mientras un fragmento de conversación resonaba en el fondo de su cabeza, algo que había dicho él en una situación tan deprimente como la que vivía: «Confíe en Dios, señorita Mullray. Confíe en lo que sea. Pero no desespere nunca».

Se volvió y reanudó la tarea de palpar la roca del extremo del túnel. Arriba, abajo, a un lado y a otro. La notó tan sólida como cuando la había recorrido a tientas, ya no recordaba cuánto tiempo hacía de eso. Ni una grieta, ni una rendija, ningún espacio abierto. Un callejón sin salida, literalmente.

Pegó un puñetazo a la roca. En una película, pensaba, en aquel instante habría aparecido alguna especie de puerta camuflada. Empezó a avanzar a tientas, pasando las manos metódicamente del suelo al techo, en busca de aquella posibilidad entre un millón de haber pasado por alto un pasillo lateral. Aunque sabía que era imposible. Incluso en la negrura total, las paredes estaban demasiado juntas para no haber notado una abertura, en caso de existir una. De todas formas, cualquier cosa era mejor que quedarse allí sentado contando los minutos, las horas y los días hasta que llegara por fin la muerte para acabar con su padecimiento. Tal como debía de haber contado el tiempo Samuel Pinsker. No quería morir como Samuel Pinsker. No quería morir y punto.

Empezó a moverse con un cierto ritmo: avanzaba unos centímetros, se arrodillaba, con las palmas contra la pared, la rozaba lentamente, se ponía de puntillas, tocaba el techo, avanzaba otros centímetros, se arrodillaba, con las palmas contra la pared, la rozaba lentamente…

No hacía falta tanta perfección, explorar hasta el último milímetro de roca, pero encontraba un cierto consuelo en la cadencia. Por otra parte, al actuar con tanta lentitud retrasaba el momento en que tendría que reconocer de una vez por todas que estaba perdido. Mientras le quedara pared por explorar, mantendría la esperanza. Una ínfima pizca de esperanza, pero esperanza al fin y al cabo. Cuando hubiera recorrido hasta el último milímetro del túnel sin encontrar una salida, se daría por vencido, se desesperaría.

Avanzaba unos centímetros, se arrodillaba, con las palmas contra la pared, la rozaba lentamente…

Llegó a los fragmentos desparramados de cerámica que había encontrado antes —unos fragmentos gruesos, considerables, procedentes probablemente de alguna especie de recipiente de almacenamiento— y luego, unos metros más adelante, al recorrer con las manos la pared, tropezó con una cavidad poco profunda en la piedra. Recordaba haber encontrado una similar al bajar por el túnel, aunque le parecía que aquella estaba a la altura del hombro, y esta le llegaba a la rodilla. Puede que fuera la misma cavidad y que la memoria le estuviera jugando una mala pasada. En aquella estigia negrura uno no podía fiarse de los sentidos. Se detuvo a explorar el agujero con las puntas de los dedos. Se metía tres o cuatro centímetros en la roca, era más una hendidura que un agujero y se notaba redondeada al tacto. Recordó con más claridad que el otro hueco era más profundo y más desigual, lo que le confirmó que no era el mismo. Fue ascendiendo con las manos en la pared y tocó otra hendidura, a la altura de la cintura, otra a la altura del pecho, y una cuarta más no menos al nivel del hombro. Aquella era la que había palpado antes, estaba convencido: la misma profundidad, el mismo tacto desigual en su parte inferior. Cuatro concavidades en una roca lisa, en una pared perfectamente cincelada, una encima de otra. Interesante.

Fue ascendiendo con las manos, tocó el techo, lo recorrió y encontró…

Un agujero.

De repente el corazón empezó a latirle con fuerza. Se puso de puntillas y con los dedos siguió el perfil del agujero. Era cuadrado, aproximadamente de medio metro por medio metro. Con unos bordes bien establecidos. Situado justo en el centro del techo. Como el final de un tiro. Habría pasado por debajo antes, al bajar por el túnel.

Pegó un salto y metió la mano en la abertura. No consiguió tocar roca. Siguió pasillo hacia abajo y volvió con un puñado de fragmentos de cerámica. Los fue lanzando hacia arriba de uno en uno. Le pareció que alcanzaban bastante distancia. ¿Otro callejón sin salida? ¿O bien una vía de escape? En un caso u otro era algo teórico, pues después de la emoción inicial se dio cuenta de que le iba a resultar imposible subir hasta allí.

A menos que…

Subió a la pared de enfrente y pasó la mano por la superficie, de abajo arriba. Con las puntas de los dedos distinguió cuatro cavidades más. Eran de la misma medida que las de la pared de delante y situadas a una distancia parecida.

Como una explosión de luz, en su mente surgió un recuerdo. Era algo que había visto seis o siete años antes. En el Valle de los Reyes. Su amigo Ginger, del departamento de antigüedades, lo había llevado en una ocasión a él y a Ali a visitar unas cuantas tumbas cerradas. De camino hacia el centro del valle, se había detenido para mostrarles el pozo vertical de la tumba KV56, en la que en los últimos tiempos había trabajado un equipo de arqueólogos británicos. Allí había visto a uno y otro lado del pozo unas oquedades excavadas en la roca.

«Apoyos para los pies —le había explicado Ginger cuando Jalifa se los había señalado—. Los trabajadores de la antigüedad los utilizaban para subir y bajar colocando un pie a cada lado. Como arañas en un conducto. Es algo práctico cuando se tienen las piernas largas».

Las de Jalifa eran cortas. Pero lo que le faltaba en cuanto al físico, lo compensaba con creces con el impulso de la desesperación pura y dura. Se hundió bien la Helwan en la cintura del pantalón y avanzó a horcajadas hasta tocar con los pies una y otra pared. Era un poco difícil, pero podía hacerlo; si el túnel hubiera medido unos centímetros más le habría resultado imposible. Colocó la punta del zapato izquierdo en el primer apoyo de la pared. Luego, agarrándose a la roca para coger impulso, murmuró una rápida oración y subió el pie derecho. No consiguió colocarlo en la cavidad correspondiente y cayó hacia delante. Lo volvió a probar una y otra vez y al cuarto intento lo consiguió. Se quedó un momento así, con las piernas como puente del túnel, mientras notaba la tirantez de los músculos de la ingle. Probó luego a meter el pie izquierdo en el hueco siguiente. Lo consiguió, hizo el intento con el derecho, perdió el equilibrio y cayó al suelo.

—¡Yalla! —murmuró, consciente de que en realidad era su única posibilidad de salir del túnel y de que si no la aprovechaba era hombre muerto—. ¡Yalla!

En el intento siguiente llegó un poco más arriba antes de caerse. Lo volvió a intentar y en esta ocasión consiguió meter los brazos y la cabeza en el agujero, pero las piernas cedieron y se escurrió para abajo irremediablemente. Negándose a aceptar la derrota, lo intentó de nuevo, sin ni siquiera pensar en el terrible dolor de los músculos, en aquel hedor a ajo que lo martirizaba, ni en el hilillo de sangre que le bajaba por la sien del corte que se había hecho en la última caída. Concentró todo su ser en la tarea de pasar por las cuatro ranuras y llegar al agujero.

Esta vez lo consiguió. Llegó al apoyo superior, de ahí pasó a una ranura del propio agujero, tomó impulso, ascendió hacia otra, luego hasta la otra y de pronto se encontró fuera del túnel, en el tiro.

—Hamdulillah, hamdulillah, hamdulillah.

Se detuvo un instante, apoyándose con los brazos en la pared del tiro. Empezó a ascender de nuevo. Habían tallado apoyos para manos y pies a unos intervalos regulares, que le permitían un ascenso relativamente cómodo, casi como si subiera por una escalera. No perdía de vista ni un instante que el pozo podía ser también un callejón sin salida. Pero no se paraba a pensarlo mucho, iba avanzando en la oscuridad, despacio, probando cada agarre antes de pasar el peso del cuerpo al siguiente, consciente de que una caída le causaría la rotura de las extremidades y probablemente la muerte. En una ocasión un murciélago pasó rozándole la cara. Luego notó en el ascenso algo suave y sutil, que pensó que podía ser una espesa telaraña. Aparte de esto, no encontró obstáculos y, tras un ascenso de unos veinte metros, las paredes desaparecieron y se encontró en una especie de espacio abierto. Se arrastró por él y finalmente se desplomó sobre un suelo llano, polvoriento, aliviado de haber huido del pasillo, aunque con la inquietud de que seguía siendo prisionero del Laberinto.