Jerusalén

DE primero había baba ghanoush hecho por Sarah, otro de los platos preferidos de Ben Roi. Apagaron las luces de la sala de estar y se sentaron a cenar a la luz de las velas. El cielo estaba estrellado; del jardín de abajo ascendía el olor a magnolia. Etti Ankri había tomado el relevo de Joni Mitchell.

Para Ben Roi habría sido perfecto de no haber estado tan terriblemente preocupado.

—Creo que el centro infantil va a cerrar —dijo Sarah mientras cogía una pita de la panera y la partía por la mitad.

Ben Roi tenía el móvil en la mano bajo la mesa y le echaba una ojeada de vez en cuando. Al oír lo que decía Sarah levantó la vista.

—¡No me digas!

Ella hizo girar el pan para mojarlo en el baba ganoush.

—Hace tiempo que se veía venir. Sin ir más lejos, hoy ha abandonado nuestro principal patrocinador.

—¿No encontrareis a otro?

—En el ambiente actual, no. La reconciliación ha quedado apartada de la agenda.

—¡Cuánto lo siento!

Ella se encogió de hombros y luego mordisqueó la costra de la pita.

—Es curioso, pero en parte me tranquiliza. Ha sido como ver morir lentamente a alguien a quien quieres mucho. Es mejor acabar con el sufrimiento. Yo creo que nos quedan unos meses y luego…

Sonó el «Hava Nagila» en las rodillas de Ben Roi. Cogió el móvil y fijó la mirada en la pantallita. Era su amigo Shmuel. Sarah lo miraba desde el otro lado de la mesa. No estaba enfadada. Ni tan solo molesta. Simplemente… decepcionada.

—Lo siento —dijo y dejó que el buzón de voz recogiera la llamada.

Sarah alargó el brazo y entrelazó los dedos con los de él.

—Por una noche pensaba que ibas a apagarlo, Arieh. Otras veces lo has hecho. Eres fuerte. Sé que puedes. Vamos, vence el impulso. ¡Resiste! ¡Resiste!

Intentaba tomárselo en broma. Aquello lo hizo sentir aún peor. Le estrechó la mano.

—Oye, Sarah. No quiero que esto parezca lo más importante, ni que se interponga entre nosotros esta noche, pero creo que mi amigo Jalifa está en un trance difícil. Voy a dejar el teléfono aquí…

Dejó aparatosamente el móvil en medio de la mesa.

—Y si llama otro que no sea él, quien sea, te juro por Dios que no voy a cogerlo. Y en cuanto llame él, lo apago y te doy permiso para hacer lo que te dé la gana con el puto chisme. Como si lo quieres tirar al váter.

Algo en los ojos de ella decía que todo aquello lo había oído ya antes, que no se lo creía. Parpadeó para no darle más vueltas y se esforzó por sonreír.

Él volvió a estrecharle la mano. Luego se medio incorporó y estiró el cuello para darle un beso en el pelo.

—Gracias por ser como eres —dijo.

—Gracias por ser como eres. Aunque a veces te conviertas en el hombre más exasperante que he conocido en mi vida.

Con una risita, él se sentó de nuevo, no sin antes desviar un instante la vista hacia el teléfono.

—Come —dijo ella—. O tendré que volver a calentar el cholent.