JALIFA entró en la mina. Encendió la linterna y movió el haz de luz a su alrededor.
Era una cámara muy grande, enorme, profunda y parecida a una cueva, aunque las claras irregularidades que presentaban el techo y las paredes indicaban que no era natural sino artificial. El suelo estaba atestado de excrementos de murciélago; se notaba un fuerte olor a amoníaco. Sacó un pañuelo del bolsillo, se lo acercó a la nariz y avanzó unos pasos.
A derecha y a izquierda se abrían túneles, media docena en cada sentido: unos negros e intimidatorios tubos que se distribuían desde el centro de la cámara como gusanos gigantes que perforaran la roca en busca de alimento. Unos estaban a nivel del suelo, otros más arriba. Bajo uno de los elevados, Jalifa vio una escalera y enfocó sus travesaños de cuero. Se veían tan sólidos como el día en que había pasado por ellos el último pie, tres milenios atrás. Bajó la luz y enfocó el pasaje de abajo. Tenía muchas puertas, contó nueve antes de que la oscuridad se tragara la luz de la linterna. Según los esquemas de Pinsker llevaban a una maraña de estancias y celdas, la parte en que se habían alojado los esclavos de la mina. Hablaban de una existencia troglodítica de pesadilla en la que la esperanza de vida se contaba en meses, cuando no en semanas. Jalifa describió un círculo con la luz y con ello captó alguna inscripción de la pared, una serie de tarros de barro y un cesto de mimbre boca abajo. Luego enfocó hacia el agujero rectangular del extremo de aquella cámara.
La entrada a la galería principal de la mina.
Aparte de las puertas que daban al exterior, aún no había visto nada que pudiera hacer pensar en algo de actividad moderna en la mina. En la boca de la galería encontró la prueba clara, aunque no lo que él hubiera esperado. Sin apartar el pañuelo del rostro, cruzó la cámara con la linterna por delante, levantando excrementos a su paso.
Una amplia plataforma de acero ocupaba casi toda la abertura. Lo primero que se le ocurrió fue que se podría tratar de una especie de muelle de carga, pues tenía la altura del remolque de un camión y las señales de las ruedas atravesaban las puertas correderas e iban directas hasta allí. Un par de raíles en forma de L, con dos metros de separación entre ellos, sujetos a la parte superior de la plataforma. Descendían hacia el suelo de la galería, una especie de tobogán sin fondo, y desde allí se perdían en la oscuridad.
Jalifa enfocó con su linterna por los alrededores, se agachó bajo la plataforma y se puso de pie en el espacio entre los raíles, que seguían las paredes de la galería. Al parecer, se transportaba algo desde abajo. Se hacía rodar o se levantaba a lo largo de los raíles hasta la plataforma, se cargaba en los camiones y se sacaba de allí. ¿Mena? ¿Oro? No lo sabía. Avanzó unos pasos. La oscuridad lo envolvía: una oscuridad tan densa que casi podía palparse, tenía la sensación de que circulaba en medio de telarañas. Le pareció ver unas formas aleteantes, palpitantes que lo rozaban: murciélagos asustados por la repentina luz. Las vías seguían. Avanzó unos pasos más. Los raíles no lo abandonaban. Pinsker se había adentrado en la galería y había calculado que medía más de un kilómetro y medio. ¿Llegarían las vías hasta el final? Imposible saberlo, aunque algo le decía que sí. Pensaba que lo que se transportaban hacia arriba procedía de los niveles inferiores de la mina. Y para descubrir de qué se trataba tenía que ir hasta las profundidades.
Retrocedió. El corazón le latía con fuerza, respiraba a base de breves y rápidos resuellos.
Jalifa no era de los que se asustan con facilidad. La oscuridad, los lugares remotos no le inmutaban. En mil ocasiones había salido solo a explorar las tumbas más recónditas del Valle de los Reyes, lugares que ningún turista había visitado y a los que había que entrar a gatas, cuando no arrastrándose. La emoción era lo suyo.
Pero no aquel día. Aquel día estaba aterrorizado. Como nunca en su vida. Aquella oscuridad, el peso de las rocas que lo rodeaban, las desconcertantes catacumbas de túneles en las que se respiraba la miseria humana, todo aquello le imponía. Y no solo eso, sino que le parecía amenazador. Toda la mina era para él… algo maligno.
Retrocedió, salió de la galería, se metió en la cámara de entrada a la mina, la cruzó y se dirigió hacia las puertas.
En los diez minutos que había permanecido en el interior, fuera había oscurecido de forma considerable. Así y todo el cielo le pareció claro en comparación con la negrura de dentro. Inspiró profundamente.
No podría conseguirlo. No podría bajar. Solo, ni hablar. Cinco metros ya le habían parecido un suplicio. Descender un kilómetro y medio… imposible. Regresaría a casa, volvería otro día. Con algún compañero, con apoyo. Ahora sabía dónde estaba la mina y cómo llegar a ella. Rivka Kleinberg, Barren Corporation, Zoser Freight: las respuestas podían esperar. Tendrían que esperar porque no hay otro modo en este mundo de Dios…
Entró de nuevo. Cruzó la plataforma, se agachó y se metió otra vez en la galería. La oscuridad le pareció incluso más maligna, hasta creyó que la propia atmósfera le avisaba de que se fuera. Agitó la linterna hacia delante y hacia atrás, con el gesto de cortar las tinieblas, al tiempo que se preguntaba cómo se las había compuesto Samuel Pinsker, qué obsesiva locura había llevado al inglés a la mina y encima lo había empujado a pasar allí semanas, arrastrándose por aquella oscuridad para trazar minuciosamente el esquema de aquel lugar para la posteridad. La sola idea de seguir sus pasos ponía enfermo a Jalifa.
Agitó de nuevo la linterna. Ante él se iluminaba un instante un pedazo de roca que volvía a sumirse en las impenetrables tinieblas. Pasó un minuto, dos, durante los cuales los únicos sonidos que oyó fueron sus jadeos y el ocasional aleteo de los murciélagos abajo. Con una mueca de dolor, como si fuera a meter la mano en una hoguera, introdujo el pañuelo en el bolsillo, sacó el arma de la parte posterior del pantalón y avanzó entre los raíles.
—Que Alá me proteja —dijo en un susurro—. Que Alá cuide de mí, que Él sea mi luz.
Fue avanzando con cautela, paso a paso, bajando la pendiente con poca decisión. Se volvía a menudo a mirar la casi imperceptible luz de la entrada de la mina. Hasta la última célula de su cuerpo le pedía dar media vuelta y echar a correr en esa dirección. Venció el impulso y siguió adelante. Cuando hubo cubierto unos cientos de metros y la luz hubo desaparecido, aceleró el paso, impaciente por llegar a donde le llevaran los raíles y volver afuera con la máxima rapidez.
—Que Alá me proteja. Que Alá cuide de mí, que Él sea mi luz.
Ante él se abrieron otros túneles y pasillos. Iba a contarlos, pero eran tantos que reconsideró hacerlo. Unos subían, otros bajaban, algunos eran tan anchos como la propia galería y también los había tan estrechos que apenas habría pasado una persona por ellos. Según el cuaderno de Pinsker, se ramificaban y dividían a medida que el Laberinto iba extendiéndose como los dedos de las manos a través de la roca; se desplegaban y multiplicaban como un monstruoso organismo que se autorreprodujera. Aquella idea lo hizo estremecer. Bastante terrible le parecía encontrarse en la galería, donde al menos se seguía una línea recta, como para aventurarse fuera de ella y desorientarse en aquel enredo de pasadizos que nacían por todas partes… Hizo un esfuerzo por quitárselo de la cabeza. Pinsker podía haber sido lo bastante insensato para adentrarse allí, pero él no iba a desviarse un solo centímetro de su trayectoria. Abajo, arriba y fuera. Cuanto antes mejor.
—Que Alá me proteja. Que Alá cuide de mí, que Él sea mi luz.
En varias ocasiones las vías atravesaban cámaras tenebrosas como la de la entrada a la mina, amplias extensiones subterráneas con columnas talladas en la roca desnuda y techos con las manchas de humo que habían dejado en ellos las antiguas antorchas. Al pasar por una profunda galería lateral alcanzó a ver un agujero en el suelo que parecía una charca de tinta negra (Pinsker había anotado la existencia de aquel agujero, había introducido en él una cuerda con un peso, pero después de sesenta metros seguía sin dar con el fondo).
En más de una ocasión creyó que tendría que dar la vuelta por el pánico que se iba apoderando de él. Lo dominaba la sensación de que ahí abajo había alto terrible. Algo espantoso. Que no tenía que acercarse a ello. Dos veces giró sobre sus talones para volver a la superficie, pero en ambas ocasiones hizo el esfuerzo de seguir el descenso.
Lo envolvía la penumbra, la roca lo oprimía cada vez más y los raíles iban descendiendo y descendiendo hacia las entrañas de la tierra.
—Que Alá me proteja. Que Alá cuide de mí, que Él sea mi luz.
La galería empezó a bajar de forma brusca. La atmósfera se calentó y vio aparecer gotas e hilillos de agua en las paredes. Surgió un cierto olor a metal oxidado mezclado con lo acre del amoníaco de los excrementos de murciélago.
A estas emanaciones se añadió otra, un olor que no supo situar de inmediato. Hasta que no se intensificó no supo de qué se trataba: ajo. Cuanto más descendía, más fuerte era el olor, que le llenaba las ventanas de la nariz y dominaba sobre el resto. De niño se había criado a la sombra de las pirámides y su madre tenía por costumbre colgar ajos en la puerta de la casa a fin de ahuyentar a los genios que merodeaban por los antiguos monumentos. El mismo olor que notaba ahí abajo. En una mina. En un lugar donde no había razón alguna que explicara su presencia. Aquello lo asustaba aún más que el desconcertante Laberinto de pasillos y túneles.
Y también lo desorientaba. Hacía que se preguntara si no se le había ido la cabeza. Pensaba que tal vez era un olor fantasma que había inoculado en su mente el sugestivo poder del terror.
En el momento en que empezó a dudar de sí mismo por aquello, empezaron a aflorar otras inseguridades. ¿Lo que oía en las profundidades era un suave tac-tac o simplemente el eco de sus pasos? ¿Surgían murmullos en la oscuridad o era su propia respiración? Creyó captar de nuevo el sonido de una máquina; en más de una ocasión habría asegurado que veía siluetas en los túneles laterales, unas formas imprecisas, misteriosas, que iban y venían en los márgenes de su campo visual. Cada vez que intentaba situarlas con el haz de luz de la linterna desaparecían. Lo mismo que le ocurría cuando quería centrarse en los sonidos. Solo permanecía incuestionable el olor a ajo. Aquello sí estaba allí. No era imaginación suya. Y se iba intensificando. Como las palpitaciones de las sienes. Y los latidos del corazón. Y también la convicción de que allí abajo, en la oscuridad, le esperaba algo horrible.
Pero seguía avanzando, luchando centímetro a centímetro, su deseo de saber qué ocurría era el contrapeso del terror atroz que sentía. Fue bajando hacia el pozo hasta que por fin, después de lo que a él le parecieron unas horas, aunque según su reloj no habían sido más que treinta minutos, la linterna enfocó algo.
La galería empezó a descender de una forma tan abrupta que comprendió por qué se habían tallado en la roca unos escalones para facilitar la bajada. Se detuvo y se colocó en cuclillas. Movió la linterna hacia delante para descubrir qué había allí abajo. Fuera lo que fuese, se encontraba al límite del haz de luz y no pudo verlo con claridad.
—¡Hola!
Notó su propia voz apagada, profunda. Como si algo bloqueara el pasillo e impidiera el eco.
—¡Hola!
Nada.
Bajó con cautela otros dos escalones. El olor a ajo era tan fuerte que casi le costaba respirar. Se habría sentido algo más cómodo si hubiera podido taparse la boca y la nariz con el pañuelo, pero no podía aguantarlo al tiempo que apuntaba con la pistola. Como no estaba dispuesto a seguir el camino indefenso, tuvo que aguantar el hedor.
—¡Hola!
Seguía sin ver nada claro abajo, pero le parecía distinguir algún tipo de forma, superficies curvas al acecho en la oscuridad. Tuvo la sensación de que aquello ocupaba toda la galería, del suelo al techo. Los raíles llevaban hasta allí. ¿Un desprendimiento de rocas? Bajó un peldaño más, con un esfuerzo terrible, pues las tinieblas parecían empujarlo a retroceder. La luz de la linterna situó algo redondo, como una rueda, y el perfil de una especie de aro o cerco estrujado. Sin duda alguna, algo que era obra del hombre.
—¿Qué caraj…?
Levantó el pie para ponerlo en el escalón siguiente, indeciso, como quien introduce una dedo del pie en el agua helada. Arqueó también el cuerpo hacia atrás, temeroso de que algo lo asaltara desde arriba. No ocurrió nada. Ya más tranquilo, se inclinó hacia delante, pero de repente se quedó agarrotado. Se volvió, puso una rodilla en la roca y apuntó hacia la oscuridad.
Oyó un ruido de máquina arriba, a lo lejos. Tal vez era de un motor. Algo mecánico.
Antes había situado algún sonido extraño abajo, pero se había esfumado en el momento de prestarle toda su atención. Pero esta vez el sonido seguía, era un inquietante e intermitente runrún que parecía flotar en el aire como si el propio Laberinto se quejara. Escuchó aguzando el oído, mientras la luz de la linterna vibraba en su temblorosa mano. Imposible establecer el origen del sonido.
Todo lo que podía decir era que venía de arriba. De donde había llegado él. Esperó un minuto, durante el que su respiración pasó a convertirse en una sucesión de resoplidos pesados y arrítmicos. Luego se quitó de la cabeza lo que le bloqueaba el paso hacia abajo, centró toda su energía en la idea de salir de la mina, se enderezó y volvió sobre sus pasos.
Avanzó veinte metros y se detuvo. Seguía oyendo el ruido, ni más fuerte ni más suave. Continuó, se paró otra vez. Aún lo oía, pero entonces iba acompañado de otro sonido. Una especie de traqueteo sordo, como el de unas ruedas sobre raíles en la distancia. Enfocó la linterna hacia la oscuridad, asustado, intentando imaginar de qué se trataba, maldiciendo su estampa por haber bajado hasta allí. El golpeteo iba en aumento, no de una manera espectacular, pero realmente notaba que era más intenso. Se quedó un momento clavado, con los nervios tan tensos que creyó que le iba a estallar el cuerpo. Luego, dirigiéndose hacia la derecha, puso el pie sobre el raíl. Notó una suave vibración en ascenso por la pierna. Repitió el gesto en el otro raíl. También creyó notar la vibración bajo el zapato. Algo se acercaba hacia él y, por el incremento constante de la sensación, tenía que ser un objeto voluminoso. Retrocedió, apuntó con el arma, apartó el pie de la vía. En cinco segundos la vibración se había intensificado notablemente. Bajaba algo a gran velocidad.
—Allak-u-akhbar —musitó.
Hizo girar la linterna. A su izquierda, una pared de roca. A su derecha, un pasillo lateral, de los estrechos, poco más de un metro y más o menos de su altura. Pensó en meterse en él, pero le pareció tan angosto, tan claustrofóbico, tan aciago, que fue incapaz de hacerlo. No le quedaba más remedio que permanecer allí, entre las vías, con el arma en una mano y la linterna en la otra, paralizado como un conejo ante los faros de un coche. Los raíles empezaron a temblar.
—¡Alto! —gritó. Luego, más fuerte—: ¡Alto! ¡Policía!
Una orden ridícula, cómica en su impotencia. El traqueteo ya era tan ruidoso que apenas oía su propia voz. Si alguna persona iba montada en aquello que descendía —una especie de vagón de mina, se le ocurrió— no le oiría de ninguna forma. Y suponiendo que sí, ¿qué iban a hacer? ¿Parar y ponerse manos arriba? ¿Pedir perdón y dejarse detener? ¡Una locura! Ya se sabe que el terror lleva a cosas demenciales. Volvió a gritar una y otra vez mientras agitaba la linterna y esperaba que lo vieran, que se dieran cuenta de que allí abajo había alguien.
—¡El túnel está bloqueado! —gritó a voz en cuello—. ¡Alto ahora mismo! ¡Policía! ¡Está bloqueado!
Nada. Aumentó el sonido del traqueteo, cada vez era más fuerte, llegó a ser ensordecedor. Tenía la sensación de que todo un tren de carga se precipitaba como un bólido por la pendiente hacia él. Los raíles trepidaban, ejercían una gran presión sobre los tornillos que los sujetaban al suelo de la galería. Lo que llegaba estaba cerca. Muy cerca. Volvió a gritar, realmente soltó un alarido. Luego, en su desesperación, apretó el gatillo de la Helwan y disparó contra la oscuridad, apuntando hacia abajo. Aquello siguió avanzando. Disparó otra vez. Sin efecto alguno. Toda la galería tembló. Parecía que la oscuridad de delante adquiría el relieve de una ola cada vez mayor. Después de dos nuevos disparos vio movimiento al final del haz de luz de la linterna. Un movimiento de algo que llegaba lanzado. En una fracción de segundo captó que tenía el aspecto de un gran cilindro o rodillo que descendía por los raíles como una bala hacia él y pegó un salto hacia el estrecho túnel de al lado.
Calculó mal la distancia. Se le enganchó la punta del zapato en el raíl de la derecha. Dio un traspié y cayó de bruces en la boca del túnel. Para protegerse en la caída, estiró un brazo, la linterna se le escapó de la mano y quedó sumido en la oscuridad. Empezó a palpar desesperadamente a su alrededor para recuperarla y a unos centímetros de él pasó con un estruendo terrorífico aquello que seguía su camino.
En realidad no pasó. Siguió avanzando hacia él. Mejor dicho, buena parte siguió hacia él: en la oscuridad, Jalifa no se veía capaz de discernir si era un solo objeto o una serie de ellos, uno detrás de otro. Durante un breve y confuso momento pensó que se trataba de algún gigantesco aparato excavador que habían mandado hacia abajo para despejar la obstrucción. De ser así, no cumplió su función, pues a los cuatro segundos se oyó un retumbo metálico ensordecedor, que podía corresponder al momento en que aquella cosa o conjunto de cosas chocaba contra lo que bloqueaba el paso y se detenía con un fuerte chirrido. Le pareció que toda la mina temblaba. El ruido siguió, aumentó en volumen y violencia al acercarse y lo que se movía chocó más abajo. Presa del pánico, Jalifa agitó los brazos en busca de la linterna moviendo con gesto frenético la mano a tientas en el suelo, mientras suplicaba a Alá que lo ayudara a encontrarla. Su petición no obtuvo respuesta y, al notar el ruido de la colisión que se acercaba lentamente hacia él, no tuvo más remedio que dejar de buscar la linterna e introducirse más hacia el fondo del túnel para apartarse del peligro.
A unos metros de allí dio unas vueltas en el suelo y con gran esfuerzo consiguió ponerse de pie. La cerrazón lo envolvió. Estiró un brazo para sujetarse en la pared e incorporarse y se quedó un rato escuchando los retumbos y el repiqueteo del descenso, así como el crujido y el ruido sordo del metal que iba chocando. No habría sabido explicar qué ocurría: estaba tan ciego como Imán el-Badri. Lo único que intuía era que algo —un montón de cosas— bajaba y se estrellaba. Por otra parte, podía constatar también que la colisión iba hacia él, pues la galería comenzaba a llenarse de escombros. Cada vez más cerca, cada vez más ruido, las vibraciones aumentaban bajo sus pies; tenía la impresión de encontrarse con los ojos vendados en una carretera mientras se producía la madre de todos los choques.
De pronto los sonidos fueron apagándose a medida que se desplazaban a su derecha, más allá de la galería. Disminuyeron las vibraciones, menguó el ruido, a pesar de que seguía allí.
Permaneció casi un minuto clavado en el suelo, momificado en la negrura. Después, temblando, medio asfixiado por el hedor a ajo, un olor tan intenso que lo hacía llorar, dio unos pasos hacia delante y estiró un brazo.
Tocó metal.
—Dios mío.
Palpó hacia arriba y hacia abajo. El mismo tacto. Protuberancias y salientes. Además, una especie de fino polvo que salía de las grietas del bloque metálico. Eran barriles. Unos barriles enormes. Habían bajado rodando, habían chocado entre ellos y estaban abollados, partidos, con el contenido esparcido por allí.
En realidad llenaban toda la boca del túnel. De arriba abajo, de un lado al otro, no quedaba ni una rendija en la que él pudiera meter los dedos. Era algo sólido como la puerta de una celda. Una puerta de celda cerrada. Puesta en una cárcel de máxima seguridad.
Estaba solo, aterrorizado y encarcelado en las tinieblas del Laberinto.