Jerusalén

CUANDO Jalifa lo llamó, Ben Roi estaba al teléfono preguntándole a Sarah si quería que le llevara algo de camino para la cena.

En el momento en que vio el mensaje del egipcio, pulsó la tecla de llamada al número; entonces quien encontró el buzón de voz fue él. Una voz femenina le invitaba, en árabe, a dejar un mensaje: le habrían prestado el teléfono a Jalifa. Uno de esos por satélite, pensó Ben Roi, que tenía cobertura en medio del desierto. Dejó un mensaje en el que expresaba su preocupación porque fuera en solitario a la mina y le insistía en que tuviera cuidado y no corriera riesgos innecesarios.

—Llámame en cuanto lo consigas —concluyó—. Estaré esperando tus noticias.

Colgó. Al otro lado del despacho, Dov Zisky interrumpió su investigación sobre Dinah Levi y se volvió en el asiento para mirarle a la cara.

—¿De qué se trata?

Ben Roi se lo explicó. Zisky levantó las cejas.

—¿Crees que no le pasará nada?

—Eso espero. Es un buen amigo mío y no quiero ni pensar…

Ben Roi no dijo lo que no quería ni pensar. Echó una ojeada al reloj de la pared —habían dado ya las seis— y cruzó los brazos. Le quedaba aún una hora y media libre antes de ir a casa de Sarah y esperaba saber algo de Jalifa antes.

Zisky volvió a lo suyo, cogió el móvil y empezó a teclear un mensaje de texto.