Carretera hacia el desierto oriental

A vuelo de pájaro había poco menos de ciento cuarenta kilómetros entre Luxor y el Gebel el-Shalul. De haber existido una vía directa, Jalifa habría cubierto la distancia en una hora.

Pero no existía la vía directa. Unas cuantas pistas inapreciables: amplias extensiones de terrenos yermos, agostados, montañas, escarpaduras, pedregales y wadis. Un laberinto natural sobrecogedor que protegía el laberinto artificial de shemut net wesir. Incluso en un Land Rover Defender, un vehículo especialmente diseñado para circular en terrenos abruptos, iba a ser un desplazamiento complicado. Y además arriesgado, por cuanto rompía la primera regla de viajar por el desierto: nunca hay que ir en solitario.

Pero Jalifa tenía que probarlo. No podía esperar a que la burocracia egipcia siguiera su curso interminable. Quería saber qué pasaba con aquella mina. Necesitaba saberlo. Si las cosas se complicaban, siempre podía dar media vuelta. Además, se había llevado uno de los teléfonos por satélite que había en la comisaría por si surgían problemas importantes. Todo iría bien, pensaba. Sería difícil, pero iría bien.

Antes de salir había pasado por su piso para decir a Zenab que se iba a Marsa Alam por cuestiones de trabajo y que probablemente volvería tarde: una mentira, pero no quería que ella se preocupara. Con teléfono con satélite o sin él, moría gente en el desierto oriental. Y ella ya había perdido a un hijo.

Se detuvo un par de veces más a buscar provisiones —combustible de repuesto, agua, una linterna, tabaco, queso, taamiya, aish baladi— e inició la marcha. Llevaba en el asiento del acompañante el mapa de las tierras altas centrales del desierto de su amigo Ornar. Y también el cuaderno de Samuel Pinsker.

Localizar la mina no era problema. Lo más difícil sería llegar hasta allí.

Su plan, si es que tenía alguno, era recorrer la máxima distancia posible sobre terreno asfaltado. Así pues, a pesar de que la distancia era el doble, se dirigió hacia el sur, llegó hasta Edfu y allí cogió la 212, hacia Marsa Alam y la costa del mar Rojo. A medio camino, la 212 daba una vuelta completa e iba hacia el norte. Si cogía por ahí, calculó que tendría que conducir durante menos de cincuenta kilómetros por el desierto antes de llegar a los alrededores de la mina. Así y todo, un largo camino si tenía en cuenta lo agreste del terreno, pero sabía que con cada kilómetro que se ahorraba aumentaban sus posibilidades de llegar al destino.

Otras dos razones le llevaron a escoger aquella ruta en concreto. Según el cuaderno, aquella era la dirección desde la que Pinsker se había acercado a la mina. Por otra parte, el convoy de camiones que había avistado desde el aire el equipo de reconocimiento de la Universidad de Helwan circulaba exactamente por aquella parte del desierto. No sabía si el convoy tenía algo que ver con el Laberinto, pero su presencia indicaba que la zona era más o menos apta para vehículos.

Encontró más tráfico en la carretera 2 que el día anterior y tardó casi dos horas en llegar a Edfu. Pero en cuanto tomó la 212 en dirección este, se encontró con una panorámica desierta. Una resplandeciente extensión de negro asfalto que serpenteaba entre aquellos páramos de arena y roca descoloridos por el sol. Al salir de Edfu pasó un control policial y luego por un par de pueblecitos, El Kannayis y Barramiya, un desamparado complejo de construcciones de hormigón y adobe junto a la carretera que parecían agarrarse desesperadamente a un clavo ardiente. Aparte de esto, ninguna otra señal de vida humana. Durante la hora que tardó en llegar al desvío que iba hacia el norte, solo vio otro vehículo, una camioneta Isuzu cargada de corderos. Poca diferencia había entre aquello y Marte.

Por fin, poco antes de las once, redujo la marcha y paró el coche. Según el mapa de Ornar se encontraba en el punto más cercano al Gebel el-Shalul. Salió y, protegiéndose los ojos del sol, miró hacia el norte. Frente a él, una extensión de arena pedregosa llevaba hasta una serie de colinas de poca altura que, a su vez, desembocaban en unas pendientes rocosas de tonos amarillos y tostados. Las pendientes iban alcanzando altura y se hacían más abruptas cuanto más al norte miraba, subían y subían hasta confundirse con la intimidadora bruma de las montañas de las tierras altas del centro.

Encendió un cigarrillo y se preguntó si no era una mala idea hacerlo. Era consciente de que en efecto era una mala idea. Luego, pensando que cuanto más tardara, más pereza le daría, llenó el depósito de combustible, soltó un poco de aire de cada uno de los neumáticos para mejorar la tracción del Land Rover y salió de la carretera en dirección a lo desconocido. Alguien había dejado un cásete de Mohamed Mounir en el equipo de música del coche y lo puso una y otra vez para animarse.

Durante los diez primeros kilómetros encontró un camino relativamente fácil. Fue serpenteando por aquellos altos a poca velocidad, en segunda y tercera, hasta que encontró un wadi amplio que lo llevó justo a donde pretendía. A su alrededor se levantaban las colinas, impresionantes olas de piedra que lo encajonaban a un lado y otro. El lecho del wadi era bastante llano y fue avanzando a buen ritmo.

Pero aquello no duró. El mapa de Ornar mostraba que aquel wadi se metía en un valle más ancho que describía una curva hacia el oeste antes de inclinarse de nuevo hacia el norte. Lo que no indicaba era el desmoronamiento de rocas inmensas del extremo superior del wadi, que bloqueaban su avance con la efectividad de una hilera de noráis. Intentó apartar un par de ellas, pero fue incapaz de moverlas y, al comprobar que las pendientes de uno y otro lado eran demasiado verticales para que el Land Rover pudiera trepar por allí, vio que no tenía más remedio que dar marcha atrás e intentar buscar una vía distinta.

Cuatro horas después seguía con el mismo propósito. Había encontrado algún wadi que parecía que lo llevaba en la dirección correcta, pero de pronto se metía en una grieta impenetrable, quedaba cerrado frente a un muro de roca vertical o bien describía una curva de ciento ochenta grados de modo que se encontraba en la dirección opuesta a la que tenía en mente. En un punto determinado las ruedas se le hundieron en un arenal y tardó media hora en salir de él; en dos ocasiones se volvió a encontrar en la carretera y tuvo que enfrentarse al problema desde un punto de partida distinto. El cuaderno de Pinsker no le ayudaba mucho —indicaba tan solo que había llegado a la mina desde el sur— y el mapa de Ornar, a pesar de todos los detalles topográficos, parecía contradecirse constantemente con lo que veía sobre el terreno. Iban pasando las horas, el paisaje lo fastidiaba, le bloqueaba el paso y de pronto pensó en abandonar y volver a casa. En dejar aquello para los expertos.

Hacia las tres, después de haber ascendido unos quince kilómetros por otra vía que en un principio le pareció prometedora y tras acabar al pie de una duna infranqueable, de cuarenta metros de altura, Jalifa detuvo el Land Rover, apagó el motor y salió. Se desperezó, estiró las piernas y tomó un buen trago de agua. Luego cogió unos prismáticos y la bolsa de la comida que había comprado en Luxor y trepó hasta la cima del risco más cercano para echar un vistazo al terreno.

Se encontraba muy al oeste del punto desde el que había entrado en el desierto. Hacia el sur, la tira de asfalto de la carretera 212 formaba ondas hacia la costa; al norte, las tierras altas del centro destacaban a lo lejos con sus protuberancias, una reluciente fortaleza de roca de un tono pardo nebuloso tan lejana como cuatro horas antes. Entre un paisaje y otro, como si observara desde arriba un laberinto gigantesco, se extendía una multitud de crestas, escarpaduras, pendientes y cimas que no dejaban ver ningún paso hacia el alto gebel situado más allá.

—¡Maldita sea! —murmuró.

Observó el panorama, abatido. Luego se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, se cubrió la cabeza con un shaal para protegerse del sol y empezó a desenvolver la comida. Pensó en darse un par de horas más de plazo, intentar entrar desde otra dirección y dejarlo. La noche caía con rapidez en el desierto y, pese a que el Land Rover llevaba, además de los faros normales, un par de reflectores adicionales, no le hacía ninguna gracia quedarse bloqueado por allí en cuanto oscureciera.

Puso un poco de queso en un trozo de aish baladi y le pegó un mordisco mientras paseaba la mirada por aquella aridez que descendía hacia el wadi al otro lado del risco. Aquel discurría en paralelo al que había dejado el jeep, aunque era más ancho y, en lugar de seguir directamente hacia el norte, dibujaba una curva hacia el este. Allí vio un árbol, una acacia de tronco retorcido y nudoso y copa en forma de disco que se inclinaba formando un complicado ángulo, como si el calor la hubiera abatido. Era la primera señal de vida que veía por allí y se quedó mirando el árbol mientras comía, agradecido de tener ante los ojos algo más que polvo y piedras. Quedó ensimismado, preguntándose qué edad tendría el árbol, cómo sobrevivía en aquellas inclemencias, y tardó unos minutos en darse cuenta de que en el lado opuesto del wadi se veían marcas. Muchas marcas. Marcas profundas, compactas, en línea recta, como si alguien hubiera pasado un tenedor gigante por la arena.

Rodadas de neumático.

Se levantó y cogió los prismáticos. El terreno tenía tantos pliegues que resultaba imposible discernir de dónde venía el wadi o hacia dónde iba. Observó la cima del risco en busca de una vía a través del wadi en el que había dejado el Land Rover. No consiguió ver ninguna. Eran como dos caminos separados por un alto muro sin conexión entre ellos. Se centró en las rodadas. Eran anchas —mejores que las de un 4 × 4 o las de una camioneta— y claramente más estriadas, como si los neumáticos que las hubieran marcado tuvieran una banda muy gruesa. Camiones, sin duda. Y por lo que parecía, camiones grandes. ¿Serían los mismos que había divisado el equipo de reconocimiento de Helwan? Ni idea, pero valía la pena comprobar hacia dónde llevaban. Bajó hasta donde tenía el Land Rover, puso el motor en marcha, dio la vuelta y bajó por el wadi, en busca de una abertura en la pared.

Tuvo que seguir al menos cuatro kilómetros hasta encontrar una. En aquel punto, el risco quedaba bruscamente cortado y descendía hacia una profunda depresión antes de elevarse de nuevo y seguir su camino. Se había creado una duna contra el costado de la depresión y había creado una suave inclinación hacia la que podía dirigir el Land Rover acelerando fuerte. Hasta el cuarto intento —la ruedas resbalaban y giraban sin avanzar en la arena— no consiguió vencer la rocosa pendiente y meterse en el wadi adyacente.

A partir de ahí, el estado del terreno mejoró de forma considerable. Hicieran lo que hicieran, los camiones parecían haber utilizado el wadi con frecuencia, pues las huellas estaban sólidamente compactadas. Siguió los surcos con las ruedas y avanzó como en una pista uniforme, casi como si circulara por carretera. Iba a cincuenta y en algunos puntos hasta a sesenta por hora, cambiando de marcha al son de las dulces melodías de Mohamed Mounir que reproducía el equipo de música. A los diez kilómetros, el wadi enlazaba con otro wadi, y este a su vez con otro y otro más, lo que llevó a Jalifa a una compleja tela de araña de ramblas secas, donde se habría perdido irremediablemente de no haber sido por las rodadas que le servían de indicador. Cada uno de los wadis en los que se metía era un poco más estrecho que el anterior, sus pendientes más pronunciadas de un lado y otro, de forma que el paisaje lo mantenía encajonado. A veces se encontraba torciendo hacia poniente, otras hacia oriente. Sin embargo, la dirección general era norte y los caminos se adentraban más y más en el secreto corazón del macizo, se acercaban a su objetivo y se alejaban de la relativa concurrencia de la carretera, o al menos él lo veía así. Se sentía cada vez más pequeño y más solo. Y comenzaba a estar nervioso. Suponiendo que las huellas llevaran a la mina —y a cada kilómetro que cubría le parecía más improbable que fueran a otra parte— y que la mina se explotara de forma ilegal, la lejanía del emplazamiento debería ser la última de sus preocupaciones. Paró la música, comprobó que el teléfono por satélite funcionaba y también que la Helwan 9 mm no tuviera el seguro puesto.

Fue avanzando, el día se iba consumiendo, las sombras se alargaban y al final, después de ascender otra larga y lenta cuesta y llegar a otro serpenteante barranco, las rodadas siguieron hacia la derecha y desaparecieron en un desfiladero entre elevados riscos. Redujo la marcha, se detuvo y paró el motor. Cogió el cuaderno de Samuel Pisnker y fue pasando las hojas hasta llegar a un dibujo a lápiz bastante descolorido. Debajo, la leyenda: «El acceso al Laberinto». Levantó el cuaderno y comparó el dibujo con la vista que tenía delante. Coincidían del todo.

Lo había conseguido.

Se quedó un momento allí escuchando, con la cabeza ladeada intentando captar algún sonido. Nada, a menos que uno considerara el silencio como sonido. Satisfecho, puso de nuevo en marcha el Land Rover, avanzó otros cien metros por el wadi y aparcó en un lugar disimulado, bajo un saliente. Bajó del coche y llamó a Ben Roi. Buzón de voz.

—Estoy en la mina —dijo sin perder el tiempo en explicaciones—. Voy a echar un vistazo. Te llamo dentro de media hora.

Dejó el teléfono en el coche —no tenía sentido llevárselo, pues bajo tierra no habría cobertura— y cogió la linterna del maletero. Después, con la Helwan lista, fue bajando por el wadi y recuperó las huellas.

El desfiladero al que le llevaron era estrecho, medía poco más de diez metros, la anchura suficiente para que pasara por él un camión. Las paredes de roca se alzaban por encima de Jalifa, destacaban cual velas de piedra caliza infladas al viento hacia la pequeña franja azul de lejano cielo. Los vencejos volaban a ras de roca; aunque era tarde, la atmósfera seguía cálida, densa. Jalifa se puso las manos a modo de embudo junto a los labios y gritó:

—¡Salaam-alaam-alaam-alaam-alaam!

La voz retumbó a lo largo del cañón, iba rebotando de pared en pared, repitiendo la palabra durante un espacio de tiempo inverosímil y por fin se perdió en el silencio. Repitió el grito una y otra vez y por fin empezó a andar, sin apartar el dedo del gatillo de la Helwan. El desfiladero describía una curva hacia la izquierda, otra a la derecha y de nuevo a la izquierda. De pronto, desaparecieron las paredes y se encontró al principio de un enorme espacio abierto rodeado de riscos: un gran anfiteatro natural metido en el flanco meridional del Gebel el-Shalul.

Allah-u-akhbar —murmuró.

En lo alto, las cimas del gebel resplandecían con los cálidos tonos anaranjados del sol del final de la tarde. Abajo, el crepúsculo, con colores que pasaban hacia un apagado amarillo grisáceo. Las grietas y fisuras quedaban cubiertas de sombras. En la base de las elevaciones se veían montones de piedras hechas pedazos y de grava: los detritos, pensó él, de cinco siglos de excavaciones. A su izquierda, una serie de bloques de piedra más o menos simétricos parecían hablar de los restos de antiguos refugios. Aparte de esto, y un montón de fragmentos de cerámica mezclados con el suelo del anfiteatro, no se veía nada: ni edificios, ni maquinaria, ni equipo, ni nada que indicara que allí había habido recientemente algún tipo de actividad industrial.

Tampoco se veía ninguna mina, al menos hasta donde alcanzaba la vista. Volvió a ver las huellas, en un dibujo que recordaba un ovillo en la tierra del anfiteatro —probablemente las habían marcado los vehículos al darse la vuelta—, pero las perdió de nuevo de vista. Ninguna razón explicaba su presencia.

Observó la panorámica e intentó imaginarse qué pasaba allí antes de seguir adelante, minúsculo como una hormiga en un campo de fútbol. Llegó al centro del espacio abierto. Durante un breve instante creyó oír el murmullo lejano de alguna máquina, un zumbido casi inaudible en el límite de la audición. Intentó aguzar el oído, pero ya se había perdido. Bajó la cabeza esforzándose por escuchar. No consiguió volver a captarlo y dio por supuesto que lo había imaginado. Levantó la vista y escudriñó las rocas. Nada. Ni puertas, ni cuevas, ni aberturas de ningún tipo. Tan solo piedra desnuda.

Dio un giro de trescientos sesenta grados y luego anduvo hasta el extremo del espacio abierto, donde trepó por una de las rocas para alcanzar una panorámica mejor. Gracias a la altura pudo distinguir que si bien se veían surcos abiertos por las ruedas en todas partes, parecían concentrarse especialmente alrededor del risco de la parte septentrional del anfiteatro. Fijó la vista en aquella dirección y tuvo que forzarla en la oscuridad crepuscular. Ni así vio nada que explicara qué podían hacer allí unos camiones. Pasó un minuto, estaba a punto de dar media vuelta y marcharse cuando una súbita ráfaga de viento canalizado por el desfiladero le azotó el rostro. Notó un cierto movimiento. O eso creyó. Fue cuestión de una fracción de segundo; luego la calma más absoluta. Se inclinó hacia delante y forzó de nuevo la vista. Una nueva ráfaga, otro indicio de movimiento en la base del peñasco, como si este se moviera. Como si se meciera.

«¿Qué caraj…?».

Bajó la pendiente y se dirigió hacia allí sin estar seguro de si en realidad había visto algo o la luz del crepúsculo le jugaba una mala pasada. A unos treinta metros del peñasco se detuvo y gritó:

—¡Salaam-alaam-alaam-alaam!

Su voz rebotó alrededor del anfiteatro. No obtuvo respuesta. Tampoco se produjo más movimiento, a pesar de que al encontrarse más cerca vio que una parte rectangular de la pared rocosa parecía tener un tono distinto al resto. También una textura algo diferente. Como si alguien…

«Listos. Muy listos».

Se metió la Helwan en la parte posterior del pantalón y avanzó. Observó el peñasco. Luego levantó el brazo, agarró la roca y tiró de ella. Se oyó un sonido cimbreante mientras una lona se desenganchaba de sus puntos de sujeción y caía al suelo a sus pies. Detrás, escondidas de forma rudimentaria aunque efectiva —el material amarillento solo podía distinguirse de la roca circundante si se miraba muy de cerca—, aparecieron ante su vista un par de puertas de acero sujetas con una cadena y un candado. En la roca de encima, una inscripción perfectamente grabada que contenía una sola palabra. Jalifa ya no era el que había sido en el campo de los jeroglíficos, pero aquel no era muy difícil. Sobre todo con el determinativo del dios.

Wesir. Osiris.

«Te pillé».

Tiró de las puertas, sacó la pistola, apuntó y disparó contra el candado. El sonido retumbó por las paredes rocosas, una bandada de vencejos se alzó hacia el cielo, asustada. Durante un fugaz momento creyó haber captado de nuevo el sonido de una máquina. O de un motor. Algo mecánico. Era imposible determinar de dónde procedía, si en realidad procedía de alguna parte o en cambio era producto de su imaginación. Escuchó atentamente, pero no volvió a percibirlo. Imaginación. No había otra. Movió la cabeza, cogió uno de los pomos y tiró de la puerta.

La pieza de acero se desplazó y el Laberinto se abrió ante él.