BEN Roi llegó a la Kishle a las siete de la mañana del martes de buen humor. De mucho mejor humor que el día anterior. Había dormido bien, hacía una mañana preciosa y aquella noche iba a cenar con Sarah, la primera vez que lo invitaba a casa desde que habían roto, lo que le pareció una buena señal.
El estado de ánimo se torció en cuanto entró en la comisaría.
De entrada se topó con Yigal Dorfmann, el que investigaba el apuñalamiento del estudiante yeshiva. Dorfmann, bajito, desdeñoso y astuto, se comportaba en general como un gilipollas integral. Mucho más aquella mañana cuando, cogiendo a Ben Roi del hombro, le informó, satisfecho, de que el caso del asesinato del estudiante se había cerrado.
—Un chaval árabe ha confesado hace un par de horas —alardeó, pegando un pequeño mordisco al puro con el que lo celebraba—. Pruebas forenses irrefutables. El comisario más contento que unas pascuas. Palmaditas en el hombro por todas partes. Pero pasemos a lo siguiente: ¿Cómo va tu caso?
Lo que entre líneas significaba sin sutilezas: «Ni la mitad de bien que el nuestro».
Unos minutos después, Ben Roi, aún resentido, tuvo que acudir al despacho del comandante Gal, donde recibió una solemne bronca por la forma de llevar lo de Nathaniel Barren la noche anterior. Los representantes de Barren se habían puesto en contacto con el Ministerio de Justicia y con el despacho del primer ministro en el momento en que se acabó la entrevista y presentaron una queja formal sobre las preguntas formuladas por Ben Roi.
—Lo que no se puede hacer es entrar a saco e insultar a ese tipo de gente —le espetó Gal.
—Ese Barren es mala gente. La empresa y la familia. Están todos metidos en este caso.
—¡Tiene los mejores contactos en la mitad de la maldita Knéset! ¿Dispone de alguna prueba? ¿Alguna prueba real?
Ben Roi admitió que no.
—Entonces lo deja hasta que las tenga. ¿Entendido? Ya me han presionado bastante y no quiero que insistan. Y ahora váyase.
Cuando Jalifa le llamó poco antes de las ocho, el buen humor de Ben Roi ya no era más que un recuerdo lejano.
—Por favor, dime que tienes algo —le dijo, dándose la vuelta en la butaca para no tener que ver a sus compañeros Yoni Zelba y Shimon Lutzisch, que se estaban tomando unas Goldstars mientras fanfarroneaban sobre el éxito de su investigación.
—Vale —respondió Jalifa—. He localizado tu mina.
Ben Roi, que se encontraba repantigado en el asiento, se quedó tieso al oír mencionar la mina.
—Bromeas.
—La policía egipcia nunca bromea.
Aquella salida hizo reír al israelí. De pronto notó ya un cambio de humor.
—¿Cómo lo has descubierto?
Jalifa le contó la entrevista con Imán el-Badri.
—Me he pasado media noche con el cuaderno de notas de Pinsker —dijo—. Increíble, totalmente increíble. La galería principal de la mina está como mínimo a un kilómetro y medio de profundidad. Y hay cientos de pozos, túneles y subtúneles que parten de ella. Y estoy hablando solo de la parte de la mina que exploró Pinsker. La palabra «Laberinto» se queda corta a la hora de describirlo.
—¿Algo de oro?
Por desgracia, aquella era una cuestión que no respondían las notas de Pinsker. Había anotado la extracción de muestras de roca de la mina, pero lo asesinaron antes de que tuviera tiempo de hacerlas analizar debidamente. Aparte de esto no había otra mención del citado mineral.
—Lo que no significa que la mina no lo contenga —dijo Jalifa—. El tipo con el que hablé en el barco hace un par de días, el inglés, me contó que a Pinsker no le interesaba el oro, solo quería investigar sobre los trabajadores de la antigüedad. Por tanto, es posible que aún quede mucho en la mina. No lo sabremos hasta que vayamos.
—¿Hoy?
Desgraciadamente, no.
—En un descubrimiento de esta envergadura hay que sortear mil obstáculos burocráticos —explicó Jalifa—. He informado de ello al ministerio y mañana mismo me enviarán a alguien para que vea el cuaderno. Además, esta tarde tengo reunión con el representante del Consejo Supremo de Antigüedades. En realidad hasta finales de semana como muy pronto no se podrá hacer nada.
—¿Imposible acelerarlo?
—Piensa que para los egipcios el final de la semana significa avanzar a la velocidad de la luz.
Ben Roi soltó un bufido. Resultaba frustrante, pero no podía hacer nada. Como mínimo habían encontrado la mina. Un paso de gigante en la dirección correcta. Mientras tanto había un montón de cosas para mantenerse ocupados, él y Zisky. Había que resolver todo el asunto de Vosgi y no estaría mal echarle otra ojeada a William Barren. Quedaba, por otra parte, la lista de las empresas egipcias que le había pasado la mujer de Nemesis, que podía desvelar otras perspectivas. De hecho, ya que lo tenía al teléfono…
—Oye, Jalifa, ya sé que has hecho más que suficiente, pero ¿puedo aprovecharme de ti para algo más?
—¡Cómo no! Para lo que quieras.
Ben Roi le contó lo sucedido la tarde anterior.
—La mujer me dio una lista de empresas de Egipto con las que Barren tiene relación. Nosotros podemos hacer todo el trabajo preliminar, pero me preguntaba si hay alguna de estas empresas de la que tú sepas algo. Simplemente para limitar un poco el campo de investigación.
Sacó la lista del bolsillo, hizo girar la butaca y desplegó el papel sobre la mesa. Eran unos cuarenta nombres, ordenados alfabéticamente.
—¿Preparado?
—Empieza.
—Adarah Trading.
—Ni idea.
—Amsco.
—No.
—Banco Misr.
—Claro. Uno de nuestros bancos más importantes.
—¿Ilegal?
—Que yo sepa, sí. Todo el mundo sabe que el servicio es lento.
Ben Roi sonrió y siguió.
—¿Delta Systems?
—No.
—Durabi.
—No.
—EGAS.
—Es la compañía de gas natural egipcia —respondió Jalifa—. Un gran conglomerado de propiedad estatal, controla todas nuestras reservas de gas.
Aquello podría encajar con la licitación de gas sahariano de Barren. Ben Roi puso un asterisco junto al nombre, pensando que había que investigarlo.
—Fawzer Electronics.
—No.
—Fuzki Metals.
—No.
—Gemali Ltd.
—No.
Y así siguió con la lista. A Jalifa le sonaban algunos nombres, pero la mayoría no le decían nada. Ninguno le pareció que fuera dudoso. EGAS seguía siendo la única empresa a la que Ben Roi había señalado con un asterisco.
Llegó al final de la página y le dio la vuelta. En el otro lado había tres nombres más.
—Ummara Concrete.
—No.
—Wasti Logistics.
—No.
—Zoser Freight.
Silencio.
—Zoser Freight —repitió.
—Sí.
—¿Sí, qué?
—Sí, he oído hablar de esta.
De pronto la voz del egipcio pareció distante. Era como si su cabeza se hubiera vuelto hacia otra dirección y ya no estuviera de lleno en lo que les ocupaba.
—¿Y? —preguntó Ben Roi.
Tuvo que volver a preguntarlo para obtener una respuesta.
—Es una empresa de transportes —murmuró Jalifa—. Grande. Muy grande. Carretera, ferrocarril, fluvial, todo eso. Mucha relación con el gobierno.
—¿Ya está?
—Más o menos. Aunque hay otra cosa.
—Adelante.
Se oyó el sonido de la inspiración.
—Fue una barcaza de Zoser Freight la que mató a mi hijo Ali.