Ras al-Shaitan, golfo de Aqaba, Egipto

—¿CUÁL es?

—Aquella. La del final.

—No me lo creo.

—Ve a verlo tú mismo. Hay agentes secretos. Lo que yo te diga.

Los muchachos corretearon a lo largo de la hilera de chalés, hundiendo silenciosamente los pies en la arena. Las olas siseaban y golpeaban contra la playa a su derecha; tras ellos se oía apenas un leve zumbido musical procedente del centro turístico. Aparte de esto, reinaba el silencio. Una enorme luna de color naranja colgaba sobre el mar como un medallón.

Llegaron al último chalé de la fila —el único ocupado de aquel extremo de la ciudad de vacaciones— y pasaron sigilosamente hacia la parte de atrás. Había dos Land Cruiser juntos en el aparcamiento de hormigón.

—Han llegado esta noche. Son cuatro. Tienen mogollón de material de espías. Fíjate.

En las ventanas del chalé las cortinas estaban corridas. Trepando por la salida del aire acondicionado, con cuidado, sin hacer ruido, pudieron mirar a través de una pequeña rendija entre el extremo superior de una de las cortinas y el marco de la ventana. Por el pequeño triángulo de cristal que quedaba al descubierto, vieron una cama, unas bolsas, un montón de cajas metálicas y una mesa. Sentadas a la mesa, dos personas, un hombre y una mujer, frente a un portátil encendido. Los dos llevaban auriculares. Otro hombre estaba arrodillado en el suelo, toqueteando una especie de aparato electrónico. La cuarta persona, una mujer, estaba tumbada en la cama leyendo una revista. Tenía una pistola sobre la almohada, a su lado.

—¿Qué te decía yo? —murmuró el chico—. Espías.

La voz le salió más alta de lo que hubiera querido. La mujer de la cama levantó la vista, dijo algo. Sus compañeros se volvieron. Aterrorizados, los chavales pegaron un salto y se largaron corriendo de los chalés, demasiado asustados para mirar atrás.

Cuando volvieron una hora después —la curiosidad había sido mucho mayor que el susto—, los Land Cruiser habían desaparecido y el chalé estaba vacío, como si allí nunca hubiera habido nadie. Discutieron si había que explicar a la dirección del centro lo que habían visto, pero decidieron que no. El turismo estaba de capa caída y aún los acusarían de espantar a la clientela. Y en definitiva, lo más probable era que no los creyeran. Por consiguiente, se lo guardaron para sí mismos. Fue su secreto.