MIENTRAS acompañaban a Ben Roi hacia fuera de la suite en la que había tenido la reunión con Nathaniel Barren, Jalifa acudía a la que había concertado con Imán el-Badri, la mujer que había sido brutalmente violada por Samuel Pinsker ochenta años atrás.
Había llegado al pueblo hacía un par de horas con la idea de que en aquellos momentos ya habría regresado a casa o como mínimo estaría de camino hacia Luxor. Pero al aparcar frente a la casa —una construcción de adobe con un palomar en un lado y un asno rebuznando en la parte posterior—, había visto a una docena de mujeres vestidas de negro sentadas en fila delante. Sariya le había contado que la víctima de Pinsker se había convertido en una especie de personaje sagrado, y allí comprobó que aquellas mujeres esperaban su bendición.
En otras circunstancias habría mostrado la placa y habría entrado directamente. Sin embargo, su instinto le indicó que en aquel caso no era adecuada una aproximación tan perentoria. Llamó a Zenab para decirle que llegaría más tarde de lo previsto, se situó al final de la cola y esperó el turno, evitando deliberadamente mirar a los ojos de aquellas mujeres para no ofender su modestia. En aquellos lugares apartados eran cosas que había que tener en cuenta.
Por fin, dos horas y diez Cleopatras más tarde, una voz femenina lo llamaba desde dentro: era la última persona de la fila. Se levantó, se puso bien el pantalón y se alisó el pelo, consciente de que tenía que ofrecer un buen aspecto a pesar de que iba a visitar a una ciega. Luego pasó por la cortina de cuentas de la entrada del edificio.
Su interior era la cara opuesta a la suite en la que Ben Roi acababa de concluir su reunión. Sin electricidad, ni alfombras, ni decoración, ni mobiliario de lujo. Jalifa encontró allí una sala con el suelo de tierra, las paredes de adobe y un techo de madera oscurecido por el humo. Al fondo, una puerta llevaba a las estancias del fondo de la casa; una lámpara de queroseno daba luz suficiente para hacerse una idea del lugar, respetando las sombras de sus esquinas. Como muebles no había más que un par de sencillos bancos de madera colocados contra la pared. En el de la derecha estaba sentada una anciana que parecía una muñeca, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la pared. Todo su cuerpo salvo aquel rostro de profundas arrugas quedaba cubierto por una chilaba, de modo que no estaba muy claro dónde terminaba la persona y dónde empezaban las sombras.
—Dicen que mis bendiciones animan a las que van a tener un hijo —dijo con voz ronca y al tiempo curiosamente suave. Tranquilizadora. Como el crujir de las hojas de palma bajo la brisa—. Desgraciadamente, creo que no puedo ofrecerle una bendición que le ayude en su embarazo.
Ella misma sonrió con la broma e indicó a Jalifa que se sentara en el banco de enfrente. El inspector no comprendió cómo había intuido que era un hombre: probablemente había captado algo en el sonido de su respiración o el peso de sus pasos. Se dirigió al banco de la izquierda y se sentó.
—Usted no es de por aquí —dijo ella volviendo la cabeza hacia Jalifa.
—De Luxor. —Hizo una pausa y añadió—: Soy policía.
La mujer hizo un leve movimiento de asentimiento, como si ya lo hubiera adivinado.
Otras personas ciegas a las que había conocido tenían los ojos opacos, una especie de nube en el iris que revelaba su condición; los de la anciana, en cambio, eran de un verde esmeralda brillante, tan relucientes que no parecían naturales, como si la ceguera, en lugar de manifestarse por la falta de color, lo hiciera por el exceso de este.
—¿Le sirvo algo para beber? —preguntó ella—. Hace calor y usted ha venido de muy lejos.
Jalifa estaba sediento pero no aceptó el ofrecimiento, pues no quería crearle ningún problema. Ella sonrió de nuevo: parecía comprender la razón del rechazo. Se levantó y se dirigió hacia las estancias del fondo con movimientos lentos pero firmes; de no haberlo sabido de antemano, Jalifa no hubiera adivinado que era ciega. Volvió un par de minutos después con un vaso de té.
—Tengo una chica que me ayuda en las tareas de la casa —explicó mientras le ofrecía el té y se sentaba de nuevo en el banco, sin tener que buscar apoyo a tientas en ningún momento—, pero para lo sencillo me las arreglo sola. Beba, haga usted el favor.
Jalifa obedeció sin mencionar que él tomaba siempre el té con azúcar. Ya se lo había puesto ella. Dos cucharadas, pensó. Exactamente como le gustaba a él.
—Lazeez —murmuró Jalifa.
—Afwan —respondió ella.
Tras un silencio añadió:
—Le acompaño en el sentimiento por su pérdida.
Jalifa le agradeció el gesto y tomó otro sorbo, pensando de pronto que él no había mencionado a Ali.
—¿Cómo sabe…?
—Determinadas cosas se ven incluso sin ojos —dijo ella tranquilamente—. Lleva el dolor a su alrededor. Cuelga de usted como una capa.
No supo qué responder.
—Era mi hijo. —Fue todo lo que consiguió articular.
—Lo siento mucho.
Ella lo miró fijamente, al menos eso le pareció, con los ojos parpadeando en aquel brillo inestable de la lámpara, con las sombras dominando los alrededores. Luego entrelazó las apergaminadas manos sobre el regazo y se apoyó en la pared.
—Algo le preocupa —dijo ella—. Algo que le incomoda en mi presencia. Dígame por qué ha venido, por favor.
Jalifa cambió de postura, inquieto. Había oído decir que los ciegos tenían los demás sentidos más acentuados, que eran capaces de captar cosas imposibles de percibir para quienes gozaban de una visión perfecta, pero aquello era distinto. Le parecía que la mujer era capaz de ver su interior, de saber exactamente lo que pensaba y sentía. Se inclinó hacia delante, haciendo girar el té en el vaso, de pronto poco dispuesto a formular las preguntas que le habían llevado hasta allí.
—Vamos —insistió ella—, no puede ser algo tan malo. Dígame lo que tiene que decirme. Luego se sentirá mejor. Puede que los dos nos sintamos mejor.
Abrió las manos indicando que hablara. Siguió el silencio; las sombras de la estancia parecían más profundas y espesas, como si estuvieran a la expectativa. Luego, aspirando profundamente, empezó:
—Como le he dicho, soy policía de Luxor. Trabajo en un caso… echo una mano en un caso… Asesinaron a una mujer en Jerusalén. No voy a extenderme en detalles. Al parecer existe una relación con un hombre que creo que usted… conoció. Un hawaga, un ingileezi llamado… Samuel Pinsker.
Levantó la cabeza y la dejó caer de nuevo.
—Ah —murmuró.
Aquella fue su única reacción.
—Sé lo que pasó —prosiguió Jalifa, en el tono más cariñoso que pudo, intentando transmitir no solo que comprendía lo que podía sentir, sino también que no tenía por qué avergonzarse—. Tendrá que perdonarme por recordarle todo aquello.
—No me lo recuerda —murmuró ella—. El recuerdo implica que es algo que me he quitado de la cabeza. No pasa un solo día en que no piense en aquella noche. Ni un solo minuto del día. Vive conmigo siempre. Han pasado ochenta años y podía haber sido ayer.
Levantó la mano y se pasó las puntas de los dedos por la sien. Jalifa miraba hacia el suelo. Unos minutos antes había creído que aquella visita era una buena idea. Ahora que estaba en su presencia…
—Tendrá que perdonarme —repitió—. No quería…
—No tiene necesidad de disculparse. Hicieron lo que hicieron. He aprendido a vivir con ello.
Jalifa pensó que debía de estar cansado, pues al igual que le había ocurrido con el comentario sobre Ali, le costó un poco captar bien sus palabras. Levantó la cabeza frunciendo el ceño.
—¿Hicieron?
—Los que cometieron el delito.
El gesto de Jalifa se torció un poco más.
—No lo entiendo, Ya Omm. Creía…
—¿Cómo?
—… que había sido Samuel Pinsker el… —No quería utilizar la palabra «violación» para no humillarla—… responsable.
La mujer bajó la mano. En la penumbra, sus ojos parecían arder.
—Eran tres.
Jalifa notó una opresión en la garganta.
—Tres criminales que nunca fueron llevados ante la justicia. Tres monstruos que murieron tranquilamente en la cama mientras que su víctima…
Agachó la cabeza, su rostro desapareció entre las sombras y fue imposible captar su expresión. Jalifa se maldecía a sí mismo por la actitud egoísta, por removerlo todo otra vez, por haber llevado a una anciana a revivir algo que le parecía aún más traumático de lo que había imaginado, suponiendo que eso fuera posible. Pasaron unos segundos y se levantó.
—No tendría que haber venido. Hace demasiado tiempo y no es asunto mío. Por favor, Ya Omm, perdóneme. Ya me voy.
Se volvió para dirigirse hacia la puerta. Lo detuvo la voz de ella, inesperadamente firme:
—Va a quedarse.
Había levantado la cabeza y había vuelto el rostro hacia él. La cara estaba tan estriada que se veían más arrugas que piel en ella.
—He llevado el secreto ochenta años. Ha llegado el momento de contar la verdad. Que Dios me ayude, lo habría hecho antes de haber pensado que alguien me escucharía. Pero ser mujer en Egipto, sobre todo fellaha… No se habla de estas cosas. No habla de nada quien sabe lo que le conviene. Pero aunque lo hubiera hecho, no habría cambiado nada. Eran muy listos, mis hermanos.
El nudo que tenía Jalifa en la garganta se tensó. Y su estómago también.
—Allah-u-akhbar, ¡me está diciendo que sus hermanos estuvieron implicados en la violación!
En esta ocasión, la palabra le salió directa, estaba demasiado conmocionado para plantearse sutilezas semánticas. Le sorprendió ver que la anciana sonreía, aunque en su vida había visto una sonrisa menos satisfecha que aquella.
—Nunca existió ninguna violación —murmuró ella en un tono que no superaba el siseo de la lámpara de queroseno—. Nadie me puso un dedo encima. Y mucho menos Samuel Pinsker.
Lo pronunciaba «Sem-u-el Pins-ka», sin un atisbo de la amargura que uno pudiera haber esperado en caso de que el nombre hubiera pertenecido a un violador. Más bien todo lo contrario. El tono llevaba implícito un cariño que rayaba en la veneración. Jalifa dio un paso hacia delante.
—Pero hubo un testigo. Un niño que vio…
—¿Cómo? ¿Qué vio?
—… que Pinsker la atacaba. —A Jalifa aún le parecía oír a Sadeq en su descripción del ataque—. Usted lloraba, luchaba…
La mujer suspiró, moviendo lentamente la cabeza.
—Ver no siempre es comprender, inspector. Sobre todo desde los ojos de un niño. Un niño ve lágrimas y no se le ocurre que puedan ser de alegría. Ve a un hombre que coge a una mujer y da por supuesto que la ataca. El niño no vio lo que creyó ver.
No había rencor en su voz, ni una pizca de condena. Tristeza y nada más. Una tristeza infinita. Jalifa se quedó un momento plantado. Luego se acercó a ella y se colocó en cuclillas frente al banco. Era tan poca cosa, tan diminuta, y el banco tan bajo, que incluso en aquella posición quedaba un palmo por encima de ella.
—¿Qué pasó aquella noche, Ya Omm?
La pregunta le arrancó otra sonrisa. Esta vez genuina.
—¿Qué pasó? Algo maravilloso. El hombre al que amaba me propuso en matrimonio. Y yo accedí. Fue la noche más feliz de mi vida. Cuando menos hasta hoy.
Soltó otro suspiro, ladeó la cabeza y su mirada quedó por encima del hombro de Jalifa, dirigida hacia las sombras del último rincón de la habitación. A Jalifa la cabeza le daba vueltas, intentaba comprender todo aquello, reajustarlo. Parecía que todo lo que había oído hasta entonces sobre Pinsker, todo lo que había dado por supuesto en los últimos días, se desmoronaba, desaparecía como una foto que se convirtiera en cenizas entre sus dedos. Se acercó un poco más a ella, se arrodilló y tomó sus manos.
—Dígamelo —dijo—. Se lo ruego, Ya Omm. Quiero comprenderlo.
Afuera, el asno volvía a rebuznar, lanzaba unos bramidos nasales que parecían formar parte de otra realidad. En la estancia, el silencio era tan intenso que casi podía saborearse. Iban pasando los segundos, tal vez los minutos; desde el momento en que había visto a aquella mujer, Jalifa parecía haber perdido el sentido del tiempo. De pronto, con lentitud, fue apartando las manos de las de él para apoyarlas en su rostro. Las puntas de los dedos de la mujer lo recorrieron —boca, nariz, mejillas, párpados, frente— siguiendo sus rasgos, como si fueran líneas en Braille.
—Usted es una buena persona —murmuró—. Un hombre amable. Lo he oído en su voz y ahora lo leo en su cara. Y leo también en ella el sufrimiento, y la ira, mucha ira, aunque la bondad se impone sobre todo. Como le ocurría a Sem-u-el. Era muy buena persona. La mejor que haya conocido jamás. De modo que tal vez lo más adecuado es que usted sepa la verdad.
Mantuvo las manos un momento más en el rostro de Jalifa, y luego las apartó, se relajó en el banco, cerró los ojos y le contó la historia.
Pinsker la había salvado de sus hermanos. Así empezaba todo.
Él, que había estado trabajando en una tumba en las colinas de encima del Qurn, una noche volvía al pueblo, vio cómo la pegaban e intervino. En la pelea posterior que se montó, pegó un puñetazo tan fuerte a uno de sus hermanos que lo dejó sin sentido (la voz de Mary Dufresne resonaba en la cabeza de Jalifa con la misma claridad que si la tuviera allí al lado: «Tuvo una fuerte pelea con unos qurnauis y a uno lo dejó fuera de combate»). Más tarde, ella descubrió que Pinsker la había estado observando durante más de un año y que estaba tan avergonzado de su apariencia que no se atrevía a acercársele.
—¡Qué tonto! —dijo con una risita—. ¿A mí qué más me daba? Si yo solo veo el interior. Y por dentro era el hombre más guapo del mundo. En mi vida nadie me ha tratado con tanto respeto. Con tanta dignidad.
Los dos empezaron a encontrarse: la campesina ciega y el inglés sin rostro. Arañaban momentos para estar juntos y de ahí, de la amistad, nació el amor. Todo en el más estricto secreto, naturalmente. Todavía hoy sería mal vista, cuando no condenada rotundamente, una relación entre un hawaga y una fellaha. En 1931 era algo inconcebible. En varias ocasiones, Pinsker había dicho que aquello tenía que acabar, pues temía por la seguridad de ella. Pero los sentimientos eran demasiado fuertes, el amor demasiado intenso, por ello siguieron viéndose.
—Él tenía más de treinta años, yo diecinueve —dijo la mujer—. Pero no era una coquetería de niña. Para la edad que tenía, yo era muy sensata, sabía exactamente lo que hacía. Él podía ser mayor que yo, pero aquí —se puso una mano en la frente—, y aquí —bajó la mano hasta el corazón— éramos iguales. Y también aquí, en las cargas que el Señor ha querido que llevemos. —Se tocó los ojos y el rostro, un gesto que hablaba de su ceguera y de la deformidad de Pinsker—. Su aspecto lo hacía sufrir mucho —continuó con tristeza—. Era un hombre fuerte, pero a veces la fuerza no basta. Las murmuraciones, las miradas, los comentarios. Acababan con él. Una vez una niña, una hawagaya lo vio en Medinet Habu. Empezó a chillar y a correr como si hubiera visto una especie de monstruo. Él me lo contó llorando. Acurrucado en mis brazos y berreando como un bebé. (De nuevo la voz de Mary Dufresne: «Recuerdo que apareció de pronto, yo salí despavorida, gritando, y él me perseguía con aquella horrible máscara. Estuve semanas con pesadillas»).
De vez en cuando Pinsker se ausentaba, se iba al desierto, donde pasaba semanas y semanas (Jalifa quería insistir en que le diera más detalles sobre esto, pero decidió no ir más allá). Al final siempre volvía y los dos retomaban la relación donde la habían dejado.
—Era tan amable… tan cariñoso… nunca se aprovechó de mí. Si hubiera querido, yo se lo habría permitido, pero era demasiado decente. Decía que no estaría bien. Con él me sentía muy segura. Muy… completa. Como si en mi vida hasta entonces hubiera sido solo media persona.
El noviazgo continuó durante un año. Citas clandestinas en los campos o en medio de las antiguas ruinas esparcidas por los pies del macizo de Tebas. Luego, una noche, tras una ausencia más larga de lo normal (¡Jalifa se moría de ganas de apremiarla!), los amantes se encontraron en su lugar preferido, a orillas del Nilo, y Pinsker le pidió que se casara con él.
—Me parece imposible que uno pueda vivir tal felicidad. Primero pensé que era broma, le dije que no me hiciera daño, que no jugara con mis emociones, pero él reía y me decía que no fuera tonta. Aún hoy oigo su voz, recuerdo el olor a cuero de su chaqueta mientras me abrazaba, el aceite de sus manos. ¡Cuánto lloré de alegría!
Ella quería fugarse aquel mismo día con él, pero Pinsker insistió en hacer las cosas como es debido. Le dijo que al día siguiente iría a ver a su padre para pedirle oficialmente su mano. Hasta entonces tenía que mantener en secreto el compromiso, no hablar de ello con nadie.
—Estaba asustada —dijo—. Conocía bien a mi familia, sabía que habría problemas. Pero él era honrado. El hombre más honrado que he conocido. Si no lo hubiera sido tanto, no habría muerto.
Aquella noche ella había vuelto a casa y había preparado su mejor chilaba para lo de la mañana siguiente. Después, emocionada, se había metido en la cama y había soñado con Sem-u-el Pins-ka y en la vida feliz que iban a compartir.
En la quietud que precede al alba, se despertó con un sobresalto y un dolor insoportable en el pecho.
—Enseguida supe que le había ocurrido algo —dijo—. Algo terrible. Era como si se me desgarrara el corazón.
Poco después había oído el traqueteo del carro y el asno de sus hermanos. Se había encarado con ellos y les preguntó de dónde venían, qué habían hecho. Todo lo que le respondieron fue que se habían ocupado del hawaga. Nunca volvería a verlo. Nadie volvería a verlo. Se había cumplido la voluntad de Alá. Se había hecho justicia.
—¡Justicia! —exclamó—. Sabían que no me había violado. Lo sabían perfectamente incluso antes de que yo se lo aclarara a gritos. Había sido su excusa. Llevaban un año aguardando, a la espera de una oportunidad para vengarse de aquel día que les plantó cara. Cuando llegó el niño y les contó su historia, aprovecharon la ocasión. Eran malvados. Crueles. Cargados de veneno como las serpientes.
Ella había llorado, había maldecido a sus hermanos, les había amenazado con ir a la policía. Por eso la arrastraron por el pelo hacia el interior de la casa y le dieron una solemne paliza. Le hicieron tanto daño que tardó un mes en volver a andar.
—Me alegré del dolor. Lo agradecí. Me permitía compartir algo de lo que había soportado Sem-u-el. El dolor nos unía.
La mantuvieron prácticamente encarcelada durante los cuarenta años siguientes, casi sin salir de la casa familiar, casi sin hablar. Como un muerto viviente. Luego se descubrió el cadáver de Pinsker y ella volvió a morir.
—Lo que no entiendo de ninguna forma es por qué el sagrado Alá permite que ocurra algo así —dijo—. Que se cometa un crimen tan horrible, que se actúe con semejante crueldad. Y que mis hermanos se salieran con la suya. De todas formas, algo de justicia sí hubo, pues ninguno de ellos consiguió descendencia. Los tres murieron sin hijos. Ese es el misterio de los caminos del Señor. Esto me consuela un poco.
Cuando hubo fallecido el último de sus hermanos, dejó el pueblo y se fue hacia el sur para iniciar una nueva vida. Trabajó para llevar a otros la felicidad que se le había negado a ella.
—Nunca visité su tumba —dijo—. Jamás quise hacerlo. El sigue viviendo aquí. —Se puso la mano en el corazón—. Para mí es lo único que cuenta. Tengo su nombre en los labios cuando me despierto por la mañana y cuando me acuesto por la noche, y un millón de veces durante el día. El nombre más bonito del mundo. Mi marido. Mi adorado marido. El hombre más extraordinario que he conocido.
Se pasó el puño marchito por debajo de los ojos como si quisiera secarse las lágrimas, pero las mejillas estaban secas.
—Esta —dijo— es la historia de Imán y Sem-u-el.
Tras ella, Jalifa había agachado la cabeza. No sabía qué sentía y mucho menos qué podía decir. Lo que le vino a la mente fue la imagen del cuerpo de Pinsker momificado, que yacía al fondo de la tumba. Y también la de su hijo Ali, pálido e inmóvil en la cama del hospital después de haberle desconectado de la máquina. Realmente los caminos de Alá eran misteriosos. Tanto que no era la primera vez en los últimos nueve meses que se preguntaba… no ya si Alá existía, eso estaba fuera de toda discusión, sino qué tipo de ser era. Tanto dolor, tanta tragedia, el equilibrio se inclinaba definitivamente de la luz a las tinieblas…
—Es por la mina, ¿verdad?
Él levantó la cabeza.
—Me refiero a la razón que lo ha traído hasta aquí. —Volvió los ojos hacia él—. La mujer de Jerusalén. La relación con Sem-u-el. Es la mina, ¿no es así? La mina de oro que él descubrió.
Otra vez constató que ella iba dos pasos por delante de él.
—Eso creemos —respondió.
—Sem-u-el siempre dijo que de allí no saldría nada bueno. Si corría la voz. Para él el oro no significaba nada, pero para otros… Hay mucha avaricia en este mundo.
Entró un gato procedente de la parte trasera de la casa. Pegó un salto, se colocó al lado de la anciana y se acurrucó junto a su muslo.
—Estaba muy emocionado —dijo, acariciando la espalda del gato—. Aquella última noche cuando volvió. Llevaba años buscándola. Un mes tras otro, solo en el desierto. Por fin en aquel último viaje… Pasó tres meses allí y me dijo que no había explorado ni la mitad del lugar. Como una ciudad subterránea, decía. Un mundo subterráneo. ¡Era tan feliz! Los dos éramos tan felices…
Sonrió con tristeza y guardó silencio. Jalifa tenía muchas preguntas que formularle, necesitaba saber muchas cosas, pero después de lo que había oído parecía que no le salía la voz. El gato ronroneaba; la lámpara siseaba; pasó casi un minuto.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó ella finalmente—. La mujer a la que asesinaron.
Jalifa se lo dijo.
—¿Era una buena persona?
Le confesó que sabía poco de ella.
—Creo que sí. Tengo entendido que procuraba ayudar a la gente, sacar a la luz las malas acciones.
—¿Y la mina… es importante? ¿La información sobre ella le ayudará a conseguir que se haga justicia con esa mujer?
Jalifa tampoco estaba seguro de aquello.
—Creo que sí —repitió.
De nuevo se hizo el silencio; parecía que los ojos de la anciana se replegaban, como si estuviera cavilando. Con gran lentitud, apartó la mano de la espalda del gato. Tras palpar los pliegues de su chilaba, sacó algo. La oscuridad no permitía ver qué era. Se lo pasó a Jalifa y él se dio cuenta que se trataba de un cuaderno. Un cuaderno viejo con el cuero de las tapas arrugado y manchado y las páginas amarillentas por los años, con las esquinas dobladas.
—Sem-u-el me lo dio —dijo—. Aquella última noche, la noche en que me propuso que me casara con él. Me dijo que no había tenido tiempo para comprarme un anillo, y que por eso me dejaba el objeto más valioso que poseía como promesa de matrimonio. Son sus notas sobre la mina. Las he llevado ochenta años junto al corazón. Nadie las ha visto. Ni yo misma.
Jalifa miró el cuaderno, el pulso se le aceleró de repente, empezó a respirar a base de cortos jadeos marcados por la emoción. Se levantó, se acercó a la lámpara de queroseno y abrió el cuaderno junto a la luz. Poco a poco fue pasando las páginas.
Encontró el texto escrito —tinta descolorida, trazo inseguro— y listas de números que pensó que corresponderían a medidas, así como dibujos. Páginas y páginas de dibujos: esbozos de herramientas antiguas y de objetos votivos; copias de inscripciones y de pinturas hieráticas; un elaborado plano doblado de la distribución de la mina, como mínimo la parte que Pinsker había conseguido recorrer. Un sorprendente entramado de túneles, pasillos, cámaras y pozos de ventilación, que se abría en abanico desde una amplia galería central a modo de gigantesco sistema vascular subterráneo.
Y en la parte posterior del cuaderno, pegada a la parte interior de la tapa, otra hoja doblada. Era un mapa. Del desierto oriental.
No tan detallado como el que le había mostrado su amigo Ornar aquella mañana, pero lo suficiente: el Nilo, el mar Rojo, wadis, montañas. Y allí, en un pequeño wadi en forma de media luna, bajo el flanco occidental del Gebel el-Shalul, una crucecita y a su lado la leyenda: «L de O».
—Hamdulillah —musitó Jalifa.
Volvió a doblar el mapa y cerró el cuaderno.
—Sé que es mucho pedir, Ya Omm, pero ¿podría…?
—Quédeselo —dijo la anciana—. Con mi bendición. Y también la de Sem-u-el. Es lo que él hubiera querido. Para él la justicia era importante. Para mí lo es también.
—Lo guardaré con todo mi empeño —dijo Jalifa—. Se lo devolveré en cuanto haya acabado de consultarlo.
La mujer asintió. Jalifa cogió el cuaderno y, acercándose a ella, se inclinó y le dio un beso en cada mejilla.
—Skukran giddan. Ya Omm.
—Afwan.
Iba a enderezarse, pero ella le cogió la mano. Volvió hacia él el rostro, un rostro que, a pesar de su edad avanzada, entre las arrugas conservaba reminiscencias del yo de antes, que daba una visión fugaz de una joven a través de un pergamino estrujado.
—Él descansa en paz —dijo—. Hay una luz dorada, y dentro de ella, Ali permanece en paz. Téngalo siempre presente.
Le soltó la mano y le indicó la puerta. Apenas hubo cruzado el umbral, las lágrimas asomaron a los ojos de Jalifa.