Carretera hacia Jerusalén

A primera hora, lo primero que había hecho Ben Roi tras poner el pie en el suelo había sido emprender el viaje de Jerusalén a Mitzpe Ramon.

De vuelta, con el mismo pie casi tocaba el suelo de tanto pisar el acelerador: cubrió la distancia en veinte minutos menos, con la sirena todo el tiempo en marcha, el vivo reflejo de su estado de ánimo.

Al volante, revisó una y otra vez los acontecimientos de aquella tarde intentando hacerlos encajar en el esquema del caso que él había desarrollado.

Que la mujer de Nemesis fuera la hija de Kleinberg explicaba una serie de cosas. Por otra parte, también desencadenaba toda una maraña de nuevas preguntas, y entre ellas una que destacaba sobre las demás: ¿por qué demonios Kleinberg había querido mantener tan en secreto lo de la hija (a pesar de que el director de la revista había dicho algo sobre mantener su vida estrictamente compartimentada)?

Con un poco de suerte Zisky obtendría alguna respuesta. La preocupación más inmediata de Ben Roi era en lo que le había dicho la tal Dinah sobre Barren Corporation. Más en concreto, su insistencia en que Barren, o alguien que trabajaba para la empresa, había asesinado a Kleinberg.

Tampoco era como si la idea le hubiera caído de repente del cielo: Barren había planeado sobre el caso prácticamente desde el primer instante. Lo que le había impactado era la absoluta convicción con la que ella les había señalado con el dedo. Para Dinah Levi, Elizabeth Teal, o como puñetas se llamara, Barren era culpable. Y no posiblemente. Ni probablemente. Lo era categóricamente.

¿Cómo podía estar tan segura de ello? ¿Se guardaba un as en la manga? ¿Tal vez Nemesis Agenda poseía una prueba irrefutable? De ser así, ¿por qué no revelarla? Si no a él, a la web de Nemesis. Teniendo en cuenta la historia del grupo con Barren, lo más lógico habría sido sacar a la luz lo que hubieran descubierto que podía comprometer, aunque fuera remotamente, a la empresa.

No, reflexionó, ella le había dicho la verdad, como mínimo en lo que habían descubierto sobre el asesinato. En cuanto a pruebas, no contaban con ninguna, como él. Y la pregunta seguía ahí: ¿por qué estaba tan segura de que Barren era responsable? ¿Acaso el odio que sentía por la empresa —fuera cual fuese la causa— era tan grande que no entraba en su cabeza que no pudieran ser culpables? ¿Tal vez le había montado una especie de complicado juego que lo llevaba a unos derroteros falsos por razones que solo ella comprendía?

Otra posibilidad era que conociera algo más sobre Barren, algo tan incriminatorio, tan espantoso («repugnante» era la palabra que había utilizado ella para describir a la empresa) que el asesinato de Kleinberg fuera en cierta forma la consecuencia inevitable. Y esto volvía a plantear la cuestión de por qué, en caso de que dispusieran de esa información, Nemesis no lo sacaba a la luz.

No tenía ningún sentido. Nada lo tenía. Solo había una cosa clara: Dinah Levi tenía algo personal con Barren. Algo que iba mucho más allá de la mera aversión de un militante anticapitalista hacia una megamultinacional. Él lo había visto en sus ojos, en su lenguaje corporal, en la forma en que parecían tensársele los rasgos cada vez que se mencionaba a Barren, como si alguien le estuviera enroscando un tornillo en el interior del cráneo.

Para la hija de Rivka Kleingerg —suponiendo que lo fuera—, Barren Corporation era el demonio.

Y en aquellos momentos volvía a Jerusalén a toda pastilla para reunirse con el demonio. Como había dicho a Zisky antes de salir aquella mañana: ya era hora de que descubrieran lo que tenía que decir aquella gente.

Los representantes de Barren habían pedido que la reunión se celebrara en el hotel Rey David, el más célebre de Jerusalén, el más exclusivo. La empresa tenía una suite allí que al parecer utilizaba a modo de oficina informal en esta ciudad, con conexión instalada de videoconferencia con la sede de la empresa en Houston. En general, las reuniones relacionadas con la investigación de un asesinato se mantenían en una comisaría de policía, pero en esta ocasión Ben Roi se había dejado llevar. En definitiva, hablar era hablar, se hiciera donde se hiciera. Mientras respondieran a sus preguntas, a él le daba igual reunirse en unos lavabos públicos.

Llegó dos minutos antes. En 1946 buena parte del ala meridional del hotel había quedado destruida por un atentado del Irgún, la mayor atrocidad terrorista de la región. En la actualidad estaba irreconocible. El lugar era el vivo ejemplo de la tranquilidad en la opulencia, su espléndida decoración, su suntuoso mobiliario, a leguas de las inquietudes del mundo real. A lo largo de los años, Ben Roi había estado allí unas cuantas veces y nunca se había sentido cómodo; mucho peor iba a sentirse aquella noche teniendo en cuenta la razón de la visita. Apenas sin mirar lo que le rodeaba, cruzó el enmoquetado vestíbulo y cogió un ascensor hasta la cuarta planta, que compartió con una pareja de ancianos ingleses que habían acudido al Bar Mitzvah de su nieto.

La suite de Barren estaba en un extremo del edificio, al fondo de un largo pasillo suavemente iluminado. Se detuvo un momento fuera para recuperar el aplomo y hacer un rápido repaso del plan de ataque antes de llamar. La puerta se abrió inmediatamente y le invitaron a entrar.

Se metió en un dúplex: un amplio salón, una escalera hacia la zona del dormitorio, ventanas que ofrecían unas vistas espectaculares desde el valle de Hinón hasta el monte Sion y la mezcla de edificios iluminados de la Ciudad Vieja. Dentro lo esperaban cinco personas, lo que le pareció algo exagerado: dos hombres con traje —dirigentes de Barren— y, a uno y otro lado del sofá, un hombre y una mujer de facciones duras y mirada gélida pertenecientes sin duda al departamento jurídico.

Aquellos dos estaban de más, de apoyo. Quien llamó inmediatamente la atención de Ben Roi fue el quinto, el claro responsable de todo, quien dominaba el espacio a pesar de no encontrarse físicamente allí. Su rostro surgía imponente de una pantalla de televisión gigante situada al fondo de la suite. Era un hombre con barba, hinchado, entrecano, que recordaba a algún hosco profeta del Antiguo Testamento. Era Nathaniel Barren.

—Llega tarde.

Aquella voz se oyó como un gruñido áspero. El sonido que uno esperaría que saliera de los rostros del monte Rushmore.

—No me gusta que me hagan esperar. Habíamos quedado en empezar a la una hora de Houston.

Pasaban dos minutos. No podía hablarse de un retraso intolerable. Pero aun así Ben Roi se disculpó, pues no quería añadir leña al fuego antes de empezar.

Tendría tiempo de sobra más tarde. El anciano le clavó la vista encima desde la pantalla: una experiencia desconcertante, como si uno se viera observado por un personaje de un programa televisivo. Luego con un gesto de la mano indicó al inspector que se sentara.

—Cuando pedí hablar con alguien que tuviera autoridad, no contaba con acceder al jefe de la empresa —dijo Ben Roi mientras se instalaba en el asiento vacante.

A once mil kilómetros de allí, los hombros de Nathaniel Barren se echaron ligeramente hacia atrás y con ello se marcaron unas arruguitas por debajo de las sisas.

—Cuando se me informa de que el buen nombre de Barren Corporation ha sido arrastrado hacia una investigación sobre un homicidio —dijo, malhumorado— sé que estoy ante una cuestión que no hay que delegar. Puedo haberme distanciado de la dirección en el día a día de la empresa, pero sigue siendo mi empresa. Y el nombre de mi familia. Supongo que comprenderá lo que le digo, señor…

—Ben Roi —intervino uno de los ejecutivos.

—Inspector jefe Ben Roi —dijo él. Y efectivamente, lo comprendía.

—Me alegra que nos entendamos.

En cuanto a la tecnología de la conferencia no se podía pedir más, pues a pesar de las distancias no había ni una fracción de segundo de retardo en la voz del anciano, y la imagen era tan clara que podían contarse las manchas en sus enormes manos. Ben Roi se fijó en que con la izquierda sujetaba una mascarilla de oxígeno.

—¿Desea tomar algo, señor Ben Roi?

Dijo que no hacía falta.

—En ese caso, sugiero que vayamos directos al grano. Pregunte lo que tenga que preguntar.

Los dedos de la mano derecha de Barren tamborileaban suavemente en la mesa frente a la que estaba sentado. Era media tarde en Houston, pero el lugar desde donde se encontraba —una especie de despacho o biblioteca— parecía sumido en la penumbra. Desde una pantalla de televisión y a una tercera parte de la circunferencia del globo, Ben Roi notaba lo opresivo que era aquel lugar. Se frotó la muñeca, irritada aún por las esposas, buscó una página en blanco en su bloc y se puso manos a la obra.

—Hace doce días fue asesinada en Jerusalén una periodista llamada Rivka Kleinberg —empezó—. En la catedral armenia. La estrangularon.

Aquella afirmación no desencadenó reacción alguna en Barren. Al menos que pudiera detectar el inspector. Se limitó al tamborileo y a mirar fijamente a Ben Roi con unos ojos al tiempo legañosos y penetrantes. El resto también tenía la vista centrada en él: eran cinco pares de ojos que lo perforaban desde todas las direcciones. No podía decirse que fueran exactamente amenazadores, pero tampoco afables. Tendría que andarse con cuidado.

—¿Sabe por casualidad si hubo algún contacto reciente entre la señora Kleinberg y su empresa? —preguntó.

Desde la pantalla, los ojos de Barren se volvieron hacia los dos ejecutivos, que negaron con la cabeza al unísono.

—Veo que cree que existe alguna razón para tal contacto.

—En el curso de nuestras investigaciones hemos averiguado que, poco antes de que fuera asesinada, Kleinberg buscaba información sobre Barren Corporation —explicó Ben Roi.

Uno de los abogados preguntó qué tipo de información. Ben Roi les habló de un artículo sobre la mina de oro rumana.

—También investigaba sobre un hombre llamado Samuel Pinsker. Al parecer, en 1931 el tal Samuel Pinsker descubrió el emplazamiento de una antigua mina de oro egipcia que se había perdido hacía mucho y se conocía como el Laberinto de Osiris.

La del departamento jurídico fue directa, preguntó qué relación podía tener eso con Barren Corporation. Nathaniel Barren la mandó callar con un movimiento de las puntas de los dedos. Prácticamente el mismo gesto que había utilizado Genady Kremenko para ordenar silencio a su abogada. Dos hombres acostumbrados a que se les obedeciera sin rechistar.

—Prosiga, señor Ben Roi.

El inspector cambió de postura en el asiento.

—Tengo entendido que esta antigua mina de oro estaba situada en algún punto del centro del desierto oriental de Egipto. No hace mucho, una filial de Barren llamada Prospecto Egypt llevó a cabo un trabajo de inspección justamente en esta zona.

El otro miembro del departamento jurídico intervino para preguntar qué demonios tenía que ver todo eso con una investigación sobre un asesinato en Jerusalén. Barren también le hizo callar con un gesto.

—¿Puede hablarme de Prospecto? —preguntó Ben Roi.

—¿Mickey?

Barren se dirigía a uno de los ejecutivos trajeados, un joven elegante con unas patillas perfectamente perfiladas y un voluminoso reloj de diseño.

—Era una pequeña filial —explicó el hombre en tono claro y preciso, al igual que su apariencia—. Supervisó una licencia de exploración de dos años en las montañas centrales del mar Rojo. Cuando venció la licencia, la empresa cerró.

Más o menos lo que Zisky había contado antes a Ben Roi.

—¿Estaba gestionada como entidad aparte? —preguntó.

No, respondió el hombre, se dirigía directamente desde Houston, con suboficina en El Cairo.

—¿Descubrió algo?

Por lo visto, algún limitado yacimiento de esmeraldas. De muy poca calidad, digamos que de baja ley para que la extracción fuera viable. Y unas capas de fosfato. También excesivamente limitadas para justificar la explotación.

—Aparte de eso, arena y roca a mansalva.

—¿Nada de oro?

—Nada de oro.

—Ni de laberintos —bromeó el otro ejecutivo, desencadenando la carcajada general. Ben Roi sonrió para no ser menos y seguidamente reemprendió la conversación.

—Tengo entendido que la minería de oro crea un importante volumen de residuos tóxicos.

Los letrados saltaron de nuevo y de nuevo Barren los calmó, lo que hizo pensar a Ben Roi por qué se molestaba en tenerles allí. El anciano se colocó la mascarilla, hizo una serie de inspiraciones sibilantes sin apartar ni un instante la vista del inspector. Luego se quitó el oxígeno y se apoyó en el respaldo de la butaca.

—Debo confesarle, señor Ben Roi —dijo resollando—, que realmente no salta a la vista, ni a mí ni a mis colaboradores, en qué puede ayudarle la información sobre las complejidades técnicas sobre la minería de oro para llevar a un asesino ante la justicia. Ahora bien, partiendo de la base de que le ayudará, y también de que siempre hemos disfrutado de unas relaciones excelentes con el Estado de Israel, me complace brindarle mis cincuenta años de experiencia en el sector.

En realidad no lo decía en un tono exactamente complacido, pero Ben Roi no estaba dispuesto a insistir en nada.

—Por tanto, respondiendo a su pregunta: en efecto, la minería de oro crea importantes niveles de residuos tóxicos. Con los años, los procesos han mejorado, pero se utilice el método que se utilice sigue siendo una actividad sucia. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Al igual que todas las cosas bonitas, el oro tiene sus inconvenientes.

—¿El arsénico forma parte de estos?

Mientras formulaba la pregunta miró fijamente a los ojos de Barren, por si detectaba en ellos una reacción perceptible. Como antes, no vio ninguna.

—Podría ser —respondió el anciano—. El principal subproducto es el cianuro, pero si se elimina la arsenopirita del oro se consigue también mucho arsénico como residuo. Y eso a la larga acaba siendo más perjudicial, ya que el ritmo de degradación del arsénico es mucho más lento que el del cianuro. ¿Quiere que entremos en más detalles?

Algo en su tono parecía incitar a Ben Roi a decir que sí. Pero no lo hizo; lo último que le interesaba era entrar en una conferencia sobre química. Tras los acontecimientos de aquel día notaba el cansancio al intentar organizar las ideas y quería cubrir el máximo campo posible mientras tuviera aún la cabeza clara. Volvió a cambiar de orientación.

—Según el artículo del periódico que le he mencionado, los residuos de la mina que tienen en Rumania se llevan a Estados Unidos.

Hubo un silencio durante el que Barren le miró de hito en hito.

—Correcto —dijo luego.

—¿Lo hacen con los residuos de todas las minas que explotan?

La pregunta generó un sonido de displicencia.

—Ni hablar. La escoria del resto de nuestras explotaciones se queda en el lugar. Y está sujeta, evidentemente, a las leyes del país en la que se encuentre. Solo nos tomamos tantas molestias con Drăgeş, porque era una estipulación de la concesión. Una estipulación que nos costó un ojo de la cara, debo añadir, pues imagínese el coste del traslado, la inmovilización, el entierro de residuos… Aunque como se trata de un yacimiento tan abundante pueden absorberse los costes. Cuarenta millones de onzas de oro en concentraciones de treinta y cinco gramos por tonelada, créame, señor Ben Roi, hablando de minería de oro, es un buen filón.

—Y por supuesto, en Barren Corporation estamos encantados de aportar nuestro grano de arena en la salvaguarda del medio ambiente —intervino el otro ejecutivo, un hombre algo calvo, con pronunciadas bolsas en los ojos y una prominente barriga que destacaba en el pantalón de traje Armani que llevaba—. Nos tomamos muy en serio nuestras responsabilidades ecológicas.

—Muy en serio —repitió Barren, en un tono que apuntaba que opinaba lo contrario.

Ben Roi movió los pies sin perder de vista el rostro del anciano, con la idea de que se estaba perdiendo algo, de que no hacía las preguntas adecuadas. Tal vez tendría que poner punto final a la reunión, aplazarla para el día siguiente, cuando no estuviera tan cansado. Pero como ya estaba allí, y dudaba de que le fueran a conceder otra oportunidad, siguió adelante.

—¿Su empresa tiene alguna relación con el puerto de Rosetta? —preguntó—. En la costa norte de Egipto.

Empezó de nuevo el tamborileo de los dedos de Barren.

—Que yo sepa, no —respondió—. Y ya que en esta empresa no hay nada que yo no sepa, será que no.

Sus empleados sonrieron.

—¿Qué me dice de un hombre llamado Genady Kremenko?

—Nunca he oído hablar de él.

—¿Y de Dinah Levi?

Se hizo una mínima pausa, demasiado breve para que Ben Roi pudiera detectar si significaba algo.

—Tampoco he oído hablar de él —dijo Barren.

—Es una mujer.

Barren se encogió de hombros. Ben Roi lo miró fijamente, intentando leer su expresión, determinar si decía la verdad o era un mentiroso compulsivo. No pudo determinar —se inclinaba por lo segundo, pero no tenía pruebas— y tras un breve silencio cambió de táctica una vez más, dándole vueltas cual boxeador buscando la oportunidad.

—Volviendo a Prospecto —dijo—, tengo entendido que era su hijo quien llevaba la empresa, señor Barren.

La mirada del anciano se endureció algo, como si le hubiera sentado mal que le hablaran del hijo. La primera reacción clara desde el inicio de la reunión.

—¿Esto sigue formando parte de la investigación? —refunfuñó, y agarró con más fuerza la mascarilla—. ¿O se trata de un interés más general sobre la forma en que estructuro mis negocios?

Ben Roi pasó por alto la pulla y le aseguró que tenía bastante relación con la investigación. Barren forzó la vista desde la pantalla; aquella gran cabeza parecía temblar ligeramente, como una roca que estuviera a punto de desprenderse. Luego soltó un resoplido y juntó las manos.

—Lo tiene bien entendido —respondió, jugando con el pulgar alrededor de la fina alianza de oro que llevaba—. Por aquel entonces William subió a bordo, para familiarizarse con la organización. La dirección de Prospecto formaba parte del proceso.

Ben Roi dudó un momento, tomó unas notas y dijo:

—Un personaje algo pintoresco, su hijo.

Fue una provocación adrede y al decirlo se preparó, pues esperaba una respuesta contundente. Los abogados se inclinaron hacia delante, como dóbermans que tratan de zafarse de la correa, pero Barren tampoco dejó que se soltaran. Permaneció un momento en silencio y luego, inesperadamente, sonrió. Fue una expresión inquietante, como si se abriera una herida en la parte inferior de su rostro.

—Soy una persona que habla claro, señor Ben Roi —se quejó—, de modo que vamos a hablar sin tapujos. Está claro que está al corriente de que mi hijo tiene… una historia. Gracias a la prensa sensacionalista no se trata de una información exactamente privilegiada. Y teniendo en cuenta esta historia, puede que usted piense que, bajo su dirección, Prospecto se convirtió en… ¿cómo decirlo?… ¿algo poco fiable? ¿Que descubrió una especie de cueva de Aladino y empezó a trabajar a nuestras espaldas? ¿Que luego quizá liquidó a una periodista porque lo había descubierto? ¿Voy por buen camino o no?

Más o menos, reconoció Ben Roi, aunque él no lo hubiera planteado de una forma tan directa.

—Pues a mí me gustan las cosas directas. Así no hay lugar a dudas. Y le diré francamente que se ha pasado de la raya. Se ha pasado de la raya y ha colmado la medida. En primer lugar porque, como ya le he dicho antes, no ocurre nada en esta empresa sin que yo no esté al corriente. Y en segundo lugar porque, aunque sea en el maldito desierto más remoto del planeta, nadie explota una mina de oro sin que alguien se dé cuenta. Y en tercer lugar, y lo más importante —se inclinó ante la cámara de forma que su rostro ocupara toda la pantalla—, porque sea lo que sea mi hijo, en sentido positivo o negativo, de ningún modo es una especie de Al Capone que circula por ahí yendo a por el primero que se le revuelva. Esto pertenece al mundo de la fantasía, señor Ben Roi, y francamente no esperaba esto de un representante de uno de los mejores cuerpos policiales del mundo. Y espero que con esto haya zanjado la cuestión.

Ben Roi reconoció que sí.

—Muy bien. Vuelva a sacar a mi familia y se acabó la entrevista. Y su carrera también, por poco que pueda intervenir yo. Aquí mismo, Stephen.

Se dirigía a la silueta que había aparecido en la pantalla a la izquierda de Barren. Una especie de ayuda de cámara o valet, a juzgar por el uniforme oscuro y la actitud deferente. Permaneció a la vista el tiempo suficiente para colocar un vaso de agua sobre la mesa ante el anciano y luego se retiró y desapareció. Barren tomó un sorbo de agua mientras su frente se convertía en una especie de acordeón con las arrugas de la ira.

—¿Ya está? —murmuró, con los ojos que miraban amenazadores por encima del borde del vaso y parecían dos moscardas—. ¿O es que le queda aún alguna teoría descabellada por exponer?

Ben Roi aguantó su mirada, no se dejó intimidar. Habría querido entrar en otras cuestiones, por ejemplo, la licitación del yacimiento de gas y la lista de empresas que la tal Dinah le había entregado aquel día. Notaba que tenía el tiempo contado y, por otra parte, el comentario sobre el fin de su carrera lo había irritado. Así pues, en lugar de seguir remachando con jabs, pasó directamente al derechazo circular.

—¿Tiene alguna idea, señor Barren, de por qué Nemesis Agenda cree que su empresa asesinó a Rivka Kleinberg?

El comentario creó inmediatamente una furiosa protesta por parte de los abogados, a quienes en esta ocasión el jefe no frenó. Ben Roi aguantó el chaparrón centrando férreamente la atención en el rostro de Barren, analizando los efectos de sus palabras casi como haría un geólogo con los datos de un sismógrafo en un terremoto. El anciano estaba enojado, eso estaba claro, echaba la mandíbula hacia delante, mantenía la boca hermética dibujando una mueca de rabia. Por otra parte, en sus ojos había algo que no casaba del todo con el resto de la expresión. Era difícil definir de qué se trataba exactamente; pese a que la imagen de la pantalla era totalmente límpida, el hecho de no estar allí en persona dificultaba en cierta manera la interpretación de unos indicadores tan poco marcados. Estaba claro que no era miedo. Tampoco culpabilidad. Más bien la cautela del que está al corriente de algo: se habría dicho que el comentario no le había sorprendido tanto a él como al resto de los presentes.

—Explíquese —gruñó.

—Con mucho gusto —dijo Ben Roi—. Hoy mismo, Dinah Levi, la mujer que he mencionado antes, de quien tengo razones para creer que es la hija de Rivka Kleinberg, me ha retenido a punta de pistola. Ella pertenece a Nemesis Agenda.

Barren no respondió, le dirigió una mirada feroz, curiosamente con la misma desconexión entre rostro y ojos, como si aquel registrara una cosa y estos algo completamente distinto.

—Supongo que ha oído hablar de Nemesis Agenda.

La mascarilla de oxígeno quedó completamente arrugada en el puño cerrado del anciano.

—Claro que he oído hablar de ellos, ¡maldita sea! Hace un par de días trataron con gran brutalidad a uno de mis empleados de El Cairo. Si cuenta con una descripción de esa mujer, realmente espero que se la haya pasado a las autoridades pertinentes.

—Yo soy las autoridades pertinentes —respondió Ben Roi—. Y en efecto, se ha pasado la descripción.

De repente se sentía completamente despejado; muy lúcido, incluso.

—Cuatro días antes de que la asesinaran —prosiguió—, Rivka Kleinberg vio a esta mujer. Pidió a los de Nemesis Agenda que piratearan el sistema informático de su empresa para buscar información sobre una mina de oro en Egipto y el puerto de Rosetta. —Le dejó unos segundos para que asimilara todo aquello, y añadió—: Dinah Levi creía que su madre iba en pos de un reportaje que podía perjudicar a Barren Corporation. También creía, firmemente, que para impedir que la información saliera a la luz, Barren Corporation, o alguien vinculado a la empresa, había asesinado a Rivka Kleinberg. Así pues, voy a repetir la pregunta: ¿tiene usted alguna idea de por qué podía pensarlo?

Ben Roi había tenido mal aspecto en su mejor época —como policía israelí en Jerusalén, era raro el día en que en un momento u otro no tuviera mal aspecto—, pero eso era algo que no se acercaba ni por asomo a la imagen que presentaba en aquellos momentos la pantalla de la conferencia. La malignidad era tan intensa que incluso los abogados quedaron sumidos en el silencio, todo lo que rodeaba a Ben Roi se fue reduciendo, perdiéndose de vista hasta que él y Barren quedaron solos en el ring. Hubo una pausa durante la que solo se oyó el furioso resuello del anciano y, desde el pasillo frente a la suite, el traqueteo apagado del carrito del servicio de habitaciones. Luego, lentamente, Barren se puso cómodo y aquella mole trajeada se dilató, ocupando todo el sillón, como un flujo de magma que empieza a endurecerse.

—Le diré por qué ella piensa esto, señor Ben Roi —dijo con voz áspera y gutural, como si tuviera papel de lija en la garganta—. Piensa esto exactamente por la misma razón que quienes se oponen al Estado de Israel prefieren creer que su policía va por ahí disparando a propósito contra los niños árabes, y que los antisemitas se entusiasman con la idea de que los judíos chupan la sangre de los bebés. Porque ella y sus amigos psicópatas nos odian. Y no por algo que hayamos hecho, ojo, no porque hayamos infringido ninguna ley, sino por lo que representamos. Y lo que representamos nosotros es el triunfo del capitalismo. El dinero, de eso se trata, señor Ben Roi, y yo no me ando con rodeos, ni me disculpo por ello. Nosotros acatamos la ley, pagamos nuestros impuestos, prestamos apoyo a una serie de causas que valen la pena, pero lo esencial es: ganamos dinero. Algo que ellos no soportan. No soportan que yo pueda dormir tranquilo por la noche y no me despierte con un sudor frío, angustiado porque ha caído un puto árbol en medio del Amazonas. Se han pasado casi siete años agobiándonos y nunca han conseguido una sola prueba de malas prácticas, de modo que, francamente, no me sorprende que ahora quieran encolomarnos un asesinato. Lo que me extraña es que no nos hayan acusado del de Kennedy.

Se calló, luchaba por recuperar el aliento, con el rostro de un tono casi granate, con espuma de saliva en las comisuras de los labios. Inhaló oxígeno, dilatando los ojos a cada inspiración y contrayéndolos en las espiraciones. Se quitó luego la mascarilla y aceptó el pañuelo que le ofrecían desde su izquierda, probablemente el sirviente que seguía de pie allí.

—Me ha alegrado poder satisfacerlo, señor Ben Roi —masculló, secándose la boca—, pero, como al parecer hemos pasado del campo del mantenimiento del orden al de la calumnia y la insinuación, no estoy dispuesto a seguir con la entrevista. Le deseo suerte a la hora de localizar a su asesino, pero, teniendo en cuenta lo que he oído durante estos últimos veinte minutos, creo que debo afirmar que no lo conseguirá de momento. Y créame, haré llegar mi opinión a sus superiores. Buenos días.

Levantó las manos dispuesto a desconectar. Ben Roi exclamó:

—Una última pregunta, señor Barren.

El anciano dudó un momento. Ben Roi también, no acababa de decidir qué pregunta debía formularle. Tal vez insistir sobre Rosetta. O apretarle más las tuercas en lo del tráfico de mujeres. Quizá cuestionarle algo sobre la lista de empresas egipcias que tenía doblada en el bolsillo. Pero sin saber exactamente por qué, lanzó una bola difícil de batear.

—¿Cree usted que Nemesis Agenda tuvo algo que ver con la muerte de su esposa?

Dos días antes, un lanzamiento similar por la izquierda cerca de la banda realizado por Dov Zisky había cogido por sorpresa a Genady Kremenko. No hubo tanta suerte con Barren. El anciano lanzó una mirada iracunda desde la pantalla, con el rostro contorsionado por la ira y el pecho convulsionado. Y murmurando «Sacadlo de ahí» estiró el brazo y la pantalla quedó en blanco.