—¿Y no ha visto nada fuera de lo corriente por allí? ¿Edificios, maquinaria, camiones…?
Al otro lado de la línea, una voz masculina informó a Jalifa de que no había visto nada fuera de lo común. Tan solo rocas, arena y más rocas… Justamente lo que uno espera encontrar en medio de un desierto.
—Aunque la verdad, es un paisaje tan tortuoso y agreste que uno podría pasar a cien metros de un estadio de fútbol y ni enterarse de que está allí.
—¿Gente?
En realidad, nadie. Tampoco fauna, aparte de alguna cabra o alguna liebre del desierto de vez en cuando. Es una zona tan remota que ni siquiera los beduinos se acercan a ella.
—¿Ha oído contar algo inusitado?
—¿Como por ejemplo?
—No sé. ¿Ruidos de trabajo en minas? ¿Excavar, perforar, martillear?
—Yo diría que no.
—¿Seguro?
—Afirmativo.
Con un suspiro, Jalifa agradeció al tipo el tiempo que le había dedicado, colgó y se acercó a la ventana con un Cleopatra colgando, lúgubre, de la comisura de sus labios. Aquel hombre se ocupaba de una pequeña empresa de safaris en el desierto con sede en Hurghada, uno de los pocos negocios que se atrevían a llegar cerca de las tierras altas del desierto oriental. Durante aquel día, Jalifa había hablado con los responsables de todas aquellas empresas. Nadie había visto u oído algo que pudiera sugerir la presencia de una mina en activo. Tampoco nadie había visto u oído nada que pudiera sugerir la presencia de una mina inactiva. Lo mismo habían respondido los de las compañías aéreas que volaban a través del desierto, de Luxor a Hurghada y Port Safaga, así como las empresas que utilizaban globos aerostáticos para llevar a los turistas a ver la salida del sol por encima de las montañas del mar Rojo. Desde el Ministerio del Petróleo y Recursos Minerales no pudieron añadir nada a lo que ya le habían explicado; seguía esperando una llamada de los Raisuli, aunque alimentaba pocas esperanzas, pues de haber visto algo que citar ya se lo habrían mencionado en la conversación de la noche anterior.
Dos posibles pistas podían llevarle a pensar que no era todo un cúmulo de despropósitos. En una de las empresas de aventuras con las que había hablado le habían dicho que habían detectado rodadas de camión pesado en uno de los remotos wadis que bajaban del Gebel el-Shalul. Aquello en sí no significaba gran cosa: en la inamovible calma del desierto, donde nada se movía, nada cambiaba, aquellas huellas podían llevar décadas allí. Luego, y por si acaso, había hablado con el equipo de la Universidad de Helwan que llevaba a cabo la inspección aérea de las grietas hidroconductoras que le había mencionado su amigo Ornar. A pesar de que no habían detectado nada que pudiera apuntar la presencia de una mina de oro en funcionamiento, unos meses atrás, uno de sus pilotos había avistado lo que parecía un convoy de camiones que viajaba en dirección oeste por aquellos páramos entre las tierras altas del centro y el valle del Nilo. El piloto no había sabido decir de dónde venían ni adonde iban, pero sí que eran muchos vehículos. Como mínimo veinte, tal vez más. ¿Algo? ¿Nada? Jalifa no tenía ni idea. Pero algo estaba claro: si Barren había descubierto el Laberinto y había empezado a trabajar de nuevo en él, sabía disimular muy bien tanto movimiento.
Soltó otro suspiro preguntándose el porqué de la puñetera obsesión con aquel caso, un caso que ni era suyo para tenerlo sugestionado de ese modo. Cogió el último cigarrillo, apoyó los brazos en el cristal de la ventana y miró hacia fuera. A quinientos metros de allí se abría una extensión de matorral con basura esparcida de cualquier forma, y más allá, su bloque de pisos: feo, encalado, medio tapado por una hilera de polvorientas casuarinas. Más allá, los límites orientales de la ciudad se iban desdibujando y confundiendo con los campos que, a su vez, constituían la entrada de aquella nada de un amarillo apagado que era el desierto. Un avión acababa de despegar del aeropuerto de Luxor y subía abruptamente en dirección sur, probablemente camino de Asuán o tal vez de Abu Simbel; por la parte oriental, hasta donde alcanzaba la vista, las montañas del desierto parecían planear en el aire como una bruma parduzca. Y en algún punto de aquellas montañas…
—¿Dónde estás? —dijo en voz alta—. ¿Dónde coño estás?
—¡Aquí mismo, detrás de ti!
Se volvió. Vio a Mohamed Sariya en la puerta con un plato de cartón en el que llevaba dos trozos de basbusa.
—Vaya, trabajando hasta las tantas, ¿eh? —le preguntó.
—Nada, un seguimiento —dijo Jalifa—. Ya me iba.
—Pues antes tendrás que ayudarme con esto —respondió el otro con una risita—. Estoy engordando demasiado.
Jalifa aceptó y los dos se sentaron.
—¿A quién llamabas? —preguntó Sariya, pasándole uno de los trozos e hincando el diente seguidamente en el otro.
—¿Hum…?
—«¿Dónde coño estás?».
—Ah, vale. Una larga historia.
—¿Una que no quieres contarme?
—Una que tiene una trama con muy poca lógica —respondió Jalifa mordisqueando la punta del pastel.
Durante un momento sus pensamientos volaron hacia una mañana de un pasado bastante lejano en la que él y Ali habían comido basbusa en Groppi, en El Cairo. Ali había insistido en comer dos trozos y cuando iba por la mitad del segundo tuvo que irse corriendo al lavabo, pues le sentó mal. Jalifa se recreó un poco en el recuerdo, pero luego se lo quitó de la cabeza y explicó a Sariya lo que había descubierto en las últimas veinticuatro horas. Tan solo las líneas básicas: la mina, los pozos envenenados, los resultados de los análisis del agua. No mencionó ni a Ben Roi ni a Kleinberg. Pese a que Sariya era uno de los más tranquilos de la comisaría, también hubiera fruncido el cejo ante la idea de hacer algún trabajo preliminar para los israelíes.
—¿Se lo has contado a los Attia? —preguntó cuando Jalifa hubo terminado.
—Todavía no. Esperaba aclarar algún detalle antes.
—¿Quieres que me acerque yo? Mañana libro y estaría bien hacerlo. Tranquilizarlos de que no se trata de nada contra los cristianos.
—¿Lo harías?
—Pues claro. Cualquier excusa es buena para no pasar una mañana con mi suegra. El otro día me contó una historia tan aburrida que no me dormí de milagro.
Aquello hizo reír a Jalifa.
—Si quieres también me paso por Bir Hashfa… —dijo Sariya.
—De momento vamos a dejarlo. No quiero asustar a la gente. Primero voy a localizar la mina y cuando tengamos datos fiables hablaremos con ellos.
Sariya asintió y pegó otro buen mordisco al pastel. Permanecieron un momento en silencio y luego él mismo dijo:
—Por cierto, he encontrado a aquella familia.
Jalifa no sabía a qué se refería su ayudante.
—Sí, la de el-Qurna. Los el-Badri.
Por supuesto, la familia de la chica a la que violó Pinsker. Había pedido a Sariya que hiciera unas comprobaciones sobre ella. Ya no le parecía algo especialmente relevante ahora que había descubierto lo de la mina de oro.
—¿Y? —preguntó, más por educación que por interés. No quería que Sariya tuviera la sensación de haber perdido el tiempo.
—Poca cosa —respondió el sargento con la boca llena de basbusa—. Tal como dijiste, muchos tuvieron que trasladarse a El-Tarif cuando la demolición de el-Qurna. Pero la hermana ya se había ido antes.
—¿Hermana?
—La que tú citaste. Está en un pueblo cerca de Edfu. Lleva allí treinta años o más.
Jalifa estaba perplejo.
—Tres hermanos y una hermana —le recordó Sariya en el tono que usa un padre para explicar algo a un hijo despistado—. Los hermanos murieron hace mucho, pero la hermana sigue viviendo cerca de Edfu.
—¿Imán el-Badri?
—Exactamente.
Jalifa movió la cabeza.
—Creo que a alguien se le han cruzado los cables, Mohamed. Imán el-Badri murió hace años. Esa debe de ser otra.
—Por lo que me han dicho, no —respondió Sariya—. Eran tres hermanos: Mohamed, Said y otro cuyo nombre no recuerdo. Ahmed, creo que era. Y la hermana, Imán. La que vive cerca de Edfu. Por lo visto es una santa o algo así. Reparte bendiciones a las futuras madres.
Jalifa iba a protestar, a decirle a Sariya que seguro que estaba equivocado, pero no abrió la boca. Pensándolo bien nadie le había dicho que hubiera muerto la mujer a la que había violado Pinsker.
—Pero no puede ser —murmuró—. Tiene que tener más de cien años.
—Cien justos. Y por lo que me han contado, sigue en plena forma.
La cabeza de Jalifa pasó del mínimo interés a la máxima atención.
—¿Estás seguro?
Sariya le dirigió una mirada reprobatoria.
—¿Sabes el nombre del pueblo?
Chupándose la miel de las puntas de los dedos, Sariya cogió un bolígrafo y escribió algo en un papel. Jalifa lo leyó, dobló el papel y se lo metió en el bolsillo.
—¿Cerca de Edfu has dicho?
—Al norte, a unos cinco kilómetros.
Jalifa miró el reloj e hizo sus cálculos. Luego dio una palmada a Sariya en el hombro, se levantó, se fue hacia la escalera y se metió en la boca lo que le quedaba del pedazo de basbusa. Había una hora de camino hasta Edfu y lo más seguro era que no comiera nada más.