MITZPE Ramon estaba a ciento sesenta kilómetros al sur de Jerusalén. A tres horas en coche, contando con el tráfico y los límites de velocidad.
Ben Roi tardó algo más de dos.
Durante los ochenta primeros kilómetros puso la sirena para despejar una vía en la carretera más concurrida que bajaba a Beersheva, y una vez llegado al paisaje yermo y rocoso del Néguev prescindió de la sirena y pisó a fondo el acelerador. A mediodía había llegado ya a la intersección en la que el conductor de Egged dejaba a Rivka Kleinberg. Aparcó, salió del coche, estiró las piernas y echó un vistazo por allí.
El lugar le había parecido desolado en el mapa de la oficina, pero le pareció que lo era mucho más visto in situ. Se encontraba ante los dos carriles de la carretera 40, el ramal secundario que se dirigía hacia el oeste, tres indicadores metálicos, un cartel en el que se leía que Mitzpe estaba a diez kilómetros, un grupo de turistas que querían ver la Reserva Natural de Har Ha-Néguev y un aviso sobre camellos sueltos. Aparte de esto, nada. El sol pegaba fuerte, el desierto se extendía a cinco metros de allí, el cuerpo de una cabra muerta soltaba un leve tufo a putrefacción. El errático zumbido de las moscas era el único sonido en aquel silencio que lo envolvía todo.
Escrutó el paisaje sin estar muy seguro de lo que pretendía con aquel desplazamiento, tan solo con el presentimiento de que lo que hubiera hecho Kleinberg allí era más probable que lo descubriera en persona que intentando seguirlo desde su despacho. Después dio la vuelta al Toyota, abrió el maletero y sacó unos prismáticos. Se encaramó al capó y volvió a escudriñar el horizonte; la plancha crujía bajo sus Timberland mientras se desplazaba siguiendo un círculo de trescientos sesenta grados. Los prismáticos le ofrecieron una vista más detallada de lo que había estado mirando: roca, colinas, barrancos y algún solitario rodal de centinodia. Ni un ser humano a la vista.
Dio un par de vueltas, se empapó del panorama del desierto y se centró luego en el sinuoso hilo de la carretera que se dirigía hacia el oeste. Eso era lo que le había saltado a la vista en el mapa cuando Zisky le había mostrado aquel punto en la comisaría; y seguía pareciéndole la razón más probable para que Kleinberg bajara justamente allí. ¿Se encontraba con alguien que había pasado la frontera con Egipto? ¿Había intentado cruzar hacia el otro lado, entrar en Egipto? ¿O tal vez bajaba allí por una razón completamente distinta y la proximidad con la frontera era pura coincidencia? En cualquier caso era algo relacionado con Nemesis Agenda, no cabía la menor duda. Tres años antes había bajado hasta allí para encontrarse con alguien de Agenda. Y por lo que había dicho el conductor de Egged, desde entonces se había desplazado muchas veces.
«Pero ¿por qué este punto específico? —dijo para sí—. ¿Por qué aquí? ¿Qué hacías?».
Siguió la línea de la 40 desde el punto en que desaparecía tras la cadena rocosa a lo lejos y la fue recorriendo con los prismáticos hacia delante y hacia atrás, como si el propio asfalto tuviera que proporcionarle las respuestas que buscaba. No obtuvo ninguna y al cabo de diez minutos abandonó. Saltó del capó y dejó los prismáticos en el maletero. Metió la cabeza en el coche y sacó la botella de agua Neviot y una bolsa de Doritos que había comprado en una estación de servicio a la salida de Jerusalén. Echó un trago de agua, abrió la bolsa y empezó a comer. Había liquidado ya unos cuantos Doritos cuando oyó el leve rugido de un vehículo, el primero que veía desde que se había detenido allí. Dejó la bolsa y la botella en el asiento del acompañante, cogió la foto de Rivka Kleinberg que había traído y se fue hacia la carretera.
Se trataba de un camión cisterna, que aún estaba lejos e iba en dirección sur desde Beersheva, y su perfil temblaba en la calima. Lo estuvo observando casi un minuto seguido; se acercaba con una lentitud tediosa. Cuando estuvo a unos quinientos metros, volvió al coche, lo puso en marcha y colocó la luz intermitente en el techo. Se oyó el distante chirrido de los frenos y el camión redujo la marcha hasta parar con una sacudida a diez metros de donde estaba Ben Roi. Este se acercó e hizo señas al conductor de que bajara la ventanilla.
—Pasé la inspección hace tres semanas —dijo el hombre con el cigarrillo pegado en la comisura de los labios—. Tengo los papeles aquí, si les quiere echar un vistazo…
Ben Roi le dijo que no hacía falta.
—¿Pasa a menudo por aquí? —preguntó.
—Dos veces por semana. De Asdod a Mitzpe Ramon, y de vuelta, vía Yeruham y Dimona.
—¿Ha visto alguna vez a esta mujer? —Ben Roi le pasó la foto.
El camionero la miró y se la devolvió negando con la cabeza.
—Solía estar por aquí. Plantada como si esperara a alguien.
—No la he visto nunca.
—¿Seguro?
—Seguro.
—De acuerdo, puede continuar.
Ben Roi se apartó y movió el pulgar señalando la carretera.
—¡Y apague ese cigarrillo! —dijo mientras el camión se ponía de nuevo en marcha—. ¿No ve que lleva un puto camión cisterna?
El hombre refunfuñó, tiró el cigarrillo al arcén y aceleró. Ben Roi volvió al coche y recuperó los Doritos.
En los noventa minutos siguientes paró a catorce vehículos más, y entre ellos a una camioneta llena de beduinos, un autocar militar de la base aérea de Ramon y un Audi R descapotable conducido por uno de los hombres más gordos que había visto en su vida, al que acompañaban dos mujeres muy atractivas: una lección magistral sobre el encanto seductor de la pasta gansa.
Un par de personas reconocieron a Rivka Kleinberg, de la foto publicada en los periódicos; nadie la había visto en persona y mucho menos en aquel lugar remoto. Mientras el Audi se alejaba a toda velocidad con la música martilleando, el pelo de las mujeres ondeando al viento, Ben Roi aceptó que estaba perdiendo el tiempo. Pensó en seguir el ramal de la carretera que iba hacia el oeste, a la frontera con Egipto, para ver si algo le llamaba la atención; en acercarse a Mitzpe Ramon a hablar un momento con la policía de allí y luego volver para casa. A veces se gana, a veces se pierde. Había valido la pena intentarlo.
Echó un último vistazo con los prismáticos, orinó junto a la carretera y se metió en el Toyota. Allá lejos, por el sur, se acercaba otro coche, una mancha blanca crepitante en aquel calor acuoso. Dudó, pensó si tenía que probar el último. Luego, al decidir que no valía la pena, que en algún momento tenía que dejarlo y aquel era perfecto, cerró la puerta, se abrochó el cinturón, quitó la luz de arriba e inició la marcha. Al cabo de un instante cambió de parecer y se detuvo de nuevo. Puso punto muerto, volvió a colocar la luz intermitente y se desabrochó el cinturón.
«El decimosexto es el de la suerte», se dijo. Cogió la foto de Kleinberg y salió del Toyota.
El coche avanzaba con rapidez y en quince segundos pasó de ser un nuevo espejismo a ganar en nitidez. Un todoterreno, por el aspecto. Ben Roi se plantó en la carretera. Aquel vehículo realmente iba a toda mecha, enjugó la distancia que los separaba en un santiamén. A unos cuatrocientos metros, Ben Roi levantó la mano, pero el otro no frenó lo más mínimo. Trescientos, doscientos, ya estaba a punto de hacerse a un lado cuando de pronto el conductor pisó el freno. Con dureza. Chirridos de neumáticos, olor a quemado en las ruedas traseras y el vehículo —un Toyota Land Cruiser— se paró en el arcén a cinco metros de donde se encontraba él. El mismo tipo de ocupantes del Audi: hombre al volante, dos mujeres acompañantes, aunque en este caso él era atractivo y esbelto. Ben Roi se acercó a la ventanilla y le enseñó la placa.
—Si yo llevara un radar, usted se quedaría sin permiso —dijo.
—Lo siento —respondió el hombre—, estaba en la luna.
—Pues no es el mejor lugar para estar cuando se pisa tanto el acelerador.
—Lo siento —repitió el hombre.
Ben Roi apoyó una mano en el techo del coche y agachó la cabeza para mirar el interior. La mujer de delante era menuda, tenía el pelo oscuro, lo llevaba muy corto y a través del punto de la camiseta se le perfilaban perfectamente los senos. La del asiento de atrás era pelirroja, llevaba un moño y lucía unas piernas perfectamente torneadas, que apoyaba en el asiento del conductor. Ben Roi no pudo evitar pensar que ambas eran muy guapas, y bastante distintas de las que acompañaban al del Audi. Aquellas eran fulanas: lo llevaban escrito en la frente. Estas eran más discretas, tenían… prestancia.
—¿Es de por aquí? —preguntó, dirigiéndose al hombre.
—De Tel Aviv. Hemos pasado unos días en Eilat.
«Los hay con suerte», pensó Ben Roi.
—¿Hace este recorrido a menudo?
—Cada dos o tres meses.
Ben Roi miró de soslayo a la mujer de atrás y luego les mostró la foto.
—¿Alguno de ustedes la ha visto por aquí?
Miraron la imagen; la de atrás puso bien los pies y se inclinó hacia delante.
—Yo sí —dijo.
Ben Roi metió un poco la cabeza en el interior.
—¿Por aquí?
—No, en el periódico. Es aquella mujer a la que asesinaron en Jerusalén.
Tenía acento, no muy marcado, pero se le notaba. Americana, pensó Ben Roi, o tal vez británica. Unos ojos de un gris intenso, pecas alrededor de la nariz, muy atractiva.
—¿Pero nunca la ha visto en esta parte del mundo? —repitió.
La mujer lo negó con la cabeza.
—¿Y ustedes?
Los demás hicieron el mismo gesto.
—¿Era de por aquí? —preguntó el hombre, devolviéndole la foto.
—Andamos tras unas pistas.
—Pues espero que lo detengan —dijo la pelirroja, echándose para atrás y apoyando de nuevo las piernas en el asiento del conductor. La mirada de Ben Roi se entretuvo en ella: algo le azuzaba en algún rincón recóndito de su cabeza. No consiguió dar con el motivo y, después de dudar un instante, les agradeció la colaboración, se enderezó y se apartó del coche.
—Y ojo con la velocidad —dijo—. Hay polis que no son tan indulgentes como yo.
El hombre sonrió, hizo un gesto de despedida y arrancó. Ben Roi contempló cómo se alejaban, con la mirada fija en la cabeza que se dibujaba en la ventanilla posterior, sin quitarse de encima esa sensación acuciante. Se encogió de hombros, volvió al coche y desde la 40 cogió la carretera más estrecha que se dirigía hacia el oeste, a la frontera con Egipto. Había recorrido casi un kilómetro cuando de repente acudieron a sus labios estas palabras: Sally, Carne, Mary-Jane.
Quedó un momento perplejo, como si aquello lo hubiera dicho otra persona, luego gritó «¡Joder!», pegó un frenazo. Abrió la guantera, sacó la Jericho, dio media vuelta con el coche y rehízo el camino con la sirena puesta.
Gidi mantuvo la velocidad normal hasta que dejó de ver al poli por el retrovisor; luego pisó a todo gas. Dinah, desde el asiento de atrás, iba controlando la carretera por si aparecía algún indicio de persecución.
—Creo que lo hemos despistado —dijo Gidi.
—No estoy tan segura. Tal como me ha mirado…
Ella se dio la vuelta, sacó su móvil por satélite —allí no funcionaban los de antena— y seleccionó un número. Después de sonar tres veces, dijo:
—Faz, empieza a cerrarlo todo. Creo que nos las piramos.
Colgó y se inclinó para sacar la Glock de la mochila. Delante, Tamar hizo el mismo gesto. Gidi puso el coche a ciento sesenta, enfiló una serie de curvas cerradas hasta que redujo bruscamente y se detuvo derrapando en el arcén. Tamar ya tenía la puerta abierta. Salió de un salto y corrió hacia el cerro que daba a la carretera. Gidi hizo chirriar las ruedas dando media vuelta para enfilar la pista que llevaba a su propiedad; Dinah saltó adelante y volvió a coger el teléfono mientras iba de un lado a otro con los bandazos que daba el Land Cruiser en aquel camino tan irregular. Esta vez seis timbres y la voz de Tamar:
—Casi he llegado. —Sonido de pasos que levantaban gravilla, la respiración áspera—. Vale, estoy arriba.
—¿Y?
—No lo veo.
El Land Cruiser topó con un surco, lo esquivó y ella fue a parar contra el cristal. Lanzó la Glock al asiento trasero, cogió el móvil con la mano izquierda y se agarró a la manija para sujetarse.
—¿Algo?
—Nada.
Otra sacudida colosal al dar contra una hondonada y luego derraparon en la curva cerrada de la pista. Gidi luchaba al volante, enderezó el vehículo y aceleró hacia el grupo de edificios abovedados que se veía a lo lejos.
—Sigo sin verlo —llegó la voz de Tamar—. Creo que debe… Un momento, oigo…
—¿Qué?
Silencio.
—¿Qué, Tamar?
—¡Una sirena! Se acerca.
—¡Mierda!
Dinah hizo una señal con la mano a Gidi para indicarle que acelerara. Tamar siguió indicándoles desde lo alto del cerro.
—Está a unos dos kilómetros… Va deprisa. Muy deprisa. Ya ha llegado a la curva… Está a un kilómetro… Corre que se las pela. Está aquí abajo… ¡Ha pasado! ¡Se ha saltado la salida! Sigue hacia el norte.
Llegaron a los edificios y pararon junto a la sala de informática que estaba abierta. Dentro, Faz estaba desconectando cables a toda velocidad y guardando discos duros. Gidi corrió en su ayuda. Dinah se quedó junto al Land Cruiser con el móvil pegado a la oreja y la Glock en la mano. Le pareció oír algún indicio del sonido de una sirena.
—Dime algo, Tamar —dijo.
—Sigue en marcha.
—¿A qué distancia?
—Aproximadamente a un kilómetro. Está en la cuesta del cerro.
—¿A la misma velocidad?
—Eso parece.
—¿Y ahora?
—Sigue subiendo.
Silencio.
—Está arriba y… Se acabó. Ya no lo veo.
Dinah chasqueó los dedos. Gidi y Faz dejaron lo que estaban haciendo y salieron. Los tres se quedaron a la espera, mirándose, inquietos. Pasaron treinta segundos.
—¿Tamar?
—Ni rastro del tipo.
—Démosle otro minuto.
Eso hizo ella.
—Nada. Sin problema, se ha ido.
Dinah hizo un gesto de asentimiento a Gidi y a Faz y todos suspiraron.
—¡No, no se ha ido! ¡Ya vuelve!
—¡Joder!
Los otros dos se acercaron a ella. Dinah mantuvo el teléfono en alto para que pudieran oír lo que pasaba.
—Baja por el cerro —dijo la voz de Tamar—. A gran velocidad. Ha llegado a un llano… Ni a un kilómetro… Quinientos metros… Ha pasado la salida. Frena. Para. Está… Un momento… ¿Qué hace? ¡Se da la vuelta! Está sobre la pista. ¡Estamos jodidos!
—Vigila la carretera —dijo Dinah—. Infórmanos si ves que hay otros. Cuidado.
Colgó y se metió el móvil en el bolsillo. Faz había entrado en la sala de tecnología. Gidi buscaba dentro del Land Cruiser. Salió con una Mini-Uzi.
—¿Estás listo para esto? —le preguntó ella.
Gidi metió un cargador.
—Listo.
—Vale, vamos a hacer lo que hay que hacer.
Chocaron los puños y se adentraron en los edificios mientras la sirena se iba acercando.
Ben Roi redujo la velocidad, siguió la pista que le apartaba de la carretera y le metía en el desierto conduciendo con la izquierda y sujetando la Jericho con la derecha. Después de unos cuatrocientos metros, la pista le llevó a una grieta, que tuvo que salvar con un brusco viraje. A unos dos kilómetros veía unos edificios, destacaba su color blanco en el desierto monótono de color tostado. Se detuvo, apagó la sirena, cogió los prismáticos y echó un vistazo.
Ahí estaba el Land Cruiser, aparcado frente a uno de los edificios, con la puerta del conductor abierta. Vio también otro en la sombra, bajo un cobertizo, al lado del mismo edificio. Distinguió cuatro edificios más, paneles solares, una gran parabólica y lo que parecía una huerta. Ninguna señal de vida.
Observó el desierto circundante y luego volvió a centrar el campo de visión en los edificios, como si esperara pescar a alguien desprevenido. Nada. O se habían largado o estaban escondidos. Más probable lo último. Chasqueó la lengua mientras se planteaba las opciones. Como mínimo eran tres; probablemente más. Y lo más seguro era que estuvieran armados. Por lo que había oído sobre Nemesis Agenda —y no le cabía duda de que aquella gente pertenecía a la organización—, eran peligrosos. Muy peligrosos. Mejor sería pedir refuerzos. Dejó los prismáticos en el coche y cogió el móvil. Sin señal. Lo mismo que el teléfono del coche. Putada. O volvía a la carretera e intentaba detener algún coche y mandar a alguien en busca de refuerzos o entraba solo, una puta locura.
Entró solo.
Se lo tomó con más calma que antes, en segunda, sorteando obstáculos, parando de vez en cuando para inspeccionar el terreno con los prismáticos, sin dejar nunca la Jericho. No vio a nadie, nadie se acercó a él. Cuando estuvo a cien metros se detuvo y salió. Silencio total, ni el zumbido de una mosca.
—¡Hola!
Nada.
—¡Hola!
El calor le apagaba la voz, la debilitaba y la hacía más pastosa, como si estuviera gritando envuelto en una manta. Inició el camino, las botas crujían contra la gravilla, la Jericho se movía de izquierda a derecha frente a él.
—¡Vi tu foto en el piso de ella! —gritó—. En el piso de Rivka Kleinberg. De cuando eras una niña. Me ha costado comprender que eras tú, pero nunca olvido una cara.
Nada. Ni un sonido, ni un movimiento. Llegó al Land Cruiser. Se pegó bien al vehículo y echó una ojeada dentro. Las llaves seguían en el contacto. Se quedó quieto. Luego se puso en cuclillas, levantó la Jericho y disparó. No hubo reacción. Tal vez se habían marchado. O se habían escondido en el desierto, en algún lugar, observando, esperando.
—¡Vino a verte! —dijo en voz alta—. Cuatro días antes de que la asesinaran. Venía aquí con regularidad. ¿Por qué?
Silencio.
—¿Te ayudaba? ¿Es eso? ¿Rivka Kleinberg era miembro de Nemesis Agenda?
Nada de nada. Calma absoluta, inmovilidad absoluta, como si el mundo entero se hubiera congelado dentro de un tarro al vacío. Con un parpadeo se apartó una gota de sudor, se levantó, dio la vuelta al coche y llegó a la pared del edificio siguiente. La puerta estaba abierta. Observó el coche aparcado en el cobertizo, contó hasta tres y entró agachado. Vio material informático repartido por todas partes: pantallas, discos duros, cables, módems, como si alguien hubiera recogido las cosas a toda prisa. Echó un vistazo general y retrocedió. Las puertas de los otros cuatro edificios estaban cerradas. Las fue probando de una en una mientras se dirigía al patio central. La primera no estaba cerrada con llave y en ella vio habitaciones sencillas, espartanas, vacías. La última no cedió. Miró a un lado y a otro, le pegó un puntapié y toda la estructura se desprendió de la pared, lo que provocó una lluvia de yeso hecho añicos.
El interior era frío y oscuro, las persianas estaban bajadas para protegerse de la luz del sol, se notaba un cierto olor a desodorante. Había una cama, un ropero, una mesilla de noche y, al otro lado de una puerta, un baño. Lo inspeccionó, asomó la cabeza para ver el patio y volvió hacia la mesilla de noche. Encima, un portátil se estaba cargando; tenía la pantalla encendida. En el salvapantallas, un alto edificio de cristal y acero contra un fondo de cielo de un azul intenso. En la parte inferior del edificio brillaban encima de la entrada una serie de letras doradas que formaban el nombre de «Barren Corporation». Lo observó un momento, se sentó en la cama e intentó abrir el cajón de la mesilla. Estaba cerrado con llave. Le pegó un tirón, pero no cedió. Siguió intentándolo, perdió la paciencia y se echó hacia atrás y disparó contra la cerradura. Sacó el cajón y empezó a revolver su contenido. Un par de cargadores; un sobre lleno de cartas; dos pasaportes, uno israelí, otro estadounidense, los dos con la foto de la mujer del coche. Con nombres diferentes: Dinah Levi y Elizabeth Teal. Los miró bien y luego sacudió el sobre. Las cartas y postales se esparcieron por la cama. También un sobre más pequeño, dentro del cual había unas fotos sujetas con una goma. Cogió el pequeño paquete y miró la primera foto. Era la de una mujer que acunaba a un bebé. Una joven rolliza, con pelo rizado y fuerte osamenta, sentada en lo que parecía un sillón de hospital. Se notaba el paso del tiempo, pero Ben Roi la reconoció al instante. Igual que le había ocurrido con la instantánea de la mujer uniformada que había visto en su piso de Jerusalén. Rivka Kleinberg.
—Joder —murmuró.
—Muévete un solo milímetro —dijo una voz desde la puerta— y puedes estar seguro de que dispararé.
Por un momento ella pensó que el hombre intentaría hacer algo, pues sus ojos iban de la Glock que sostenía ella al Uzi de Gidi, sopesando la situación. Pero luego aceptó que le ganaban en armas, movió la cabeza y levantó los brazos. Con Gidi cubriéndola, ella se le acercó y le quitó la pistola. También le arrebató las fotos, que dejó sobre la cama, pues no quería que las tocara.
Lo llevaron afuera, lo cachearon y le encontraron las llaves del coche y un móvil. Ella se quedó con las llaves y pasó el teléfono a Faz, quien desapareció hacia la sala de tecnología. Lo llevaron hasta su coche y lo esposaron: la muñeca derecha al volante, el tobillo izquierdo al pedal del freno.
—Eres su hija, ¿verdad? —dijo él mientras Dinah comprobaba que las esposas estuvieran bien sujetas—. La hija de Rivka Kleinberg. Ella era tu madre.
—Lo que tú digas.
Inspeccionó el interior del coche para asegurarse de que no hubiera alguna otra arma escondida, arrancó el teléfono del cable y, tras un último vistazo a las esposas, se fue con Gidi hacia el edificio. Este entró en uno de los depósitos a buscar explosivos y temporizadores; ella en otro, a por bidones.
Lo habían ensayado muchísimas veces, con variaciones según el tiempo del que disponían para escapar: una huida inmediata, en la que lo dejaban todo; una salida de dos minutos, en la que recogían solo lo básico; una marcha más ordenada con suficiente margen para llevárselo todo y cubrir la retirada. Sin noticias de Tamar en el cerro, lo que les indicaba que tenían tiempo. Era una buena noticia. De todos los lugares en los que había vivido, aquel era el único que había sentido un poco como su casa. Siempre había sido consciente de que en un momento determinado tendría que marcharse, pero como mínimo esperaba tener tiempo para una despedida apropiada.
Abrió el cobertizo, llevó cinco latas al centro del patio, luego se fue a su habitación a recoger sus pertenencias. No tenía muchas: alguna pieza de ropa, las cartas de su madre, las fotos.
El pasado era una vida distinta, una vida que mantenía deliberadamente enterrada. Las cartas y las fotos eran los únicos recuerdos, los únicos rayos de luz en la oscuridad. Eso y los sueños, por supuesto. En los sueños siempre aparecía el pasado que la perseguía.
Lo metió todo en una bolsa de viaje, junto con un par de carpetas llenas de papeles y el portátil de Barren. Los pasaportes fueron lo último. Dinah Levi, Elizabeth Teal, solo dos de los muchos nombres que había utilizado a lo largo de los años. Dinah, Elizabeth, Sally, Carrie, Mary-Jane… había tenido tantos… Álter egos que quedaban atrás, disfraces con los que se cubría. Tal vez Dinah era el más apropiado por sus connotaciones, no solo en cuanto a justicia y juicio, sino también por la historia bíblica de Dina y Siquem, de violación y venganza.
Tantos nombres distintos… tantas máscaras distintas… tantos yoes distintos.
Y solo el de Rachel era auténtico.
Cerró la cremallera de la bolsa, echó un último vistazo a la estancia y se fue al patio. Gidi iba de un edificio a otro colocando cargas; una llamada a Tamar en el cerro confirmó que la carretera estaba despejada, que no llegaba nadie. Le dijo que regresara, metió la bolsa en el Land Cruiser y se fue a ver cómo estaba el poli. Este, en cuanto la vio, empezó de nuevo con lo de la madre. Ella no se molestó en contar nada.
—Supongo que trabajaba contigo —insistió, tirando en vano de las esposas; el metal se le clavaba en la muñeca y el tobillo—. Rivka Kleinberg pertenecía a Nemesis Agenda. Por eso venía a menudo aquí.
Ella sonrió a regañadientes. No tan solo por sus palos de ciego sino también por el hecho de no cejar en el intento. Esposado en un coche a cuarenta grados, sin tener idea de si iba a estar vivo al cabo de una hora, cualquiera hubiera suplicado clemencia. Pero el tipo seguía en sus trece, intentando perfilar detalles. Tenía su mérito, aunque se equivocara de medio a medio.
—No tenía nada que ver con Nemesis Agenda —respondió ella, pensando que como mínimo se merecía una explicación parcial—. Venía de visita y nada más.
—A pasar un rato con su hija.
No mordió el anzuelo.
—¿Sabía lo que hacías? —preguntó Ben Roi agitando la esposa de la muñeca.
—Claro que lo sabía. Yo confiaba en ella.
—No lo suficiente para concederle la entrevista —respondió él—. Hace tres años. Cuando quería publicar un reportaje en su revista.
Más mérito para él. Se había documentado.
—Ahí se precipitó —respondió ella—. Dijo al director que conseguiría la entrevista sin haberlo hablado con nosotros. Pasaba un mal momento, acababa de perder el trabajo, no podía pensar con claridad. Le dije que era demasiado arriesgado… teníamos a la poli encima y en cuanto publicara un artículo, la tendría también ella. Le dije que debíamos dejar de vernos. Comprendió la situación. Después de eso no se habló más de Agenda.
—¿Ni en su última visita? ¿Cuatro días antes de que la asesinaran?
Dudó un momento. Con mérito o sin él, era un poli y ella no quería dejarse arrastrar hacia la conversación. Mantener el silencio, no confesar nunca nuestro secreto… aquella era la lección que había aprendido a fuerza de palos. Sin embargo, una parte de ella deseaba hablar. Como mínimo lo suficiente para poner las cosas en su lugar. Ben Roi notó la vacilación y la presionó más.
—Quería que piratearais a Barren, ¿no es cierto? Por eso vino aquí la última vez. Quería que la ayudarais a descubrir qué hacía Barren en Egipto.
El estómago se le encogió, como le ocurría siempre que se mencionaba a Barren. Lo miró, intentaba decidir cómo abordar la jugada, calcular qué camino sería mejor para sus objetivos. Tomó una decisión, cogió la Glock que tenía detrás de los vaqueros. Él se quedó tieso ejerciendo presión sobre las esposas.
—Tranquilo —dijo ella—. No nos dedicamos a matar polis.
Echó una ojeada al reloj, se dejó caer sobre una piedra de al lado de la pista y apoyó la Glock en sus rodillas. Ben Roi se relajó y se frotó la muñeca, completamente roja.
—¿Tengo razón o no?
De entrada no respondió, pero luego asintió con la cabeza.
—Nos dijo que había encontrado un vínculo entre Barren y un artículo en el que trabajaba sobre trata de blancas. Sabía que nosotros estábamos encima de Barren, que contábamos con medios para piratearle el sistema. Quería que entráramos y descubriéramos si tenía alguna relación con una mina de oro en Egipto. Y también con el puerto de Rosetta.
Ben Roi pestañeó.
—¿Dijo por qué? ¿Cuál era la pista que creía tener?
Ella movió la cabeza.
—No creo que lo supiera muy bien. Al menos no lo soltó. Era un poco así: no enseñaba sus cartas. Nosotros estábamos a punto de marcharnos, pero le dije que lo miraría en cuanto volviéramos. Cuando lo hicimos, ya estaba muerta.
Agachó la cabeza —no estaba bien mostrarse dolido, ni ante desconocidos, ni ante nadie— y la levantó después.
—Estamos investigando a Barren desde entonces, pero no hemos conseguido nada. Ni Rosetta, ni mina de oro, nada. Lo que estén tramando lo mantienen en secreto.
Él seguía frotándose la muñeca mientras arrugaba la frente intentando asimilar todo aquello.
—¿Sabes si se puso en contacto con Barren? ¿Si les planteó algo de esto?
Ella se encogió de hombros.
—Lo dudo. No solía enfrentarse a nadie hasta contar con pruebas irrefutables.
—¿Crees que Barren la mató?
No pudo evitar reírse ante una pregunta tan evidente como ingenua.
—¡Pues claro que la mataron! Ellos lo hacen así. Descubrió algo sobre la empresa y se la cargaron. Es su manera de funcionar. Son unos cerdos.
—Y en cambio vosotros nunca habéis conseguido endosarles nada.
Volvió a encogerse de hombros.
—Son listos. Pero los pillaremos.
Tamar llegaba corriendo por la pista. Fin de la charla, momento de ahuecar el ala. Ella se levantó.
—Estás fuera de órbita —le dijo—. No tienes ni idea del poder de esa gente… de lo repugnante que es. Un poli perdido como tú, que se ciñe a las normas, que trabaja en el marco de la ley, ni en sus mejores sueños podría pillar a Barren. A una empresa como esta, a cualquiera de su calaña, solo se la derriba jugando sucio como ella. De ahí la función de Nemesis Agenda. Llegar a donde la ley no puede ni quiere llegar.
—Pues ayúdame —dijo él—. Mantenme al corriente de lo que descubráis.
Le dijo que no con un gesto.
—No es así como funcionan las cosas, cariño. Aunque fueras el poli más honrado del mundo, seguirías siendo una pieza de la maquinaria, y la maquinaria siempre está a favor de los Barren y compañía. Son demasiado valiosos. Forman un todo. Pierdes el tiempo. De todas formas, suerte.
—Como mínimo dime qué habéis descubierto sobre ellos —insistió, haciendo esfuerzos por mantener viva la conversación—. ¿Cómo sabes que la mataron ellos? ¿A qué te refieres con lo de «repugnante»?
Ella hizo un gesto con el que daba por concluida la charla. Ya había dicho todo lo que quería decir. Bajó la vista para mirarlo —la viva imagen de la impotencia y la frustración con las articulaciones esposadas, los sobacos manchados de sudor—, luego apareció Tamar y las dos volvieron hacia dentro. Faz iba cargando material tecnológico en el segundo Land Cruiser; Gidi ya había colocado todas las cargas. Mientras él y Tamar recogían sus pertenencias, ella fue de edificio en edificio rociándolo todo con gasolina y fijando los temporizadores. Cuando terminó, dio un último paseo por el recinto. Después, en un arranque, abrió su bolsa, cogió una de las carpetas y sacó un papel. Lo dobló, se lo metió en el bolsillo y comprobó que los dos vehículos ya estaban a punto.
Gidi y Faz arrancaron de inmediato. Ella y Tamar se detuvieron junto al vehículo de Ben Roi. Le dejaron un par de botellas de agua y un bidón vacío para orinar. Dejaron en el maletero su móvil, las llaves del coche y las de las esposas. Seguidamente pasaron un paño húmedo por todo lo que habían tocado, incluyendo las esposas, para asegurarse de que no quedaban huellas.
—Dejaremos pasar un par de horas —le dijo ella— y luego llamaremos a la policía de Mitzpe para informarles de que estás aquí.
—Muy amable —murmuró él.
—Hemos colocado explosivos en todos los edificios —añadió—. No es nada del otro mundo pero yo que tú, alrededor de las cuatro, agacharía la cabeza. Por si acaso.
Él refunfuñó algo. Parecía haber abandonado la historia de la madre.
—No te molestes en situar los números de las matrículas porque vamos a cambiarlas. Ni en seguirnos la pista. Somos demasiado listos para ti.
Con la mano que tenía libre, Ben Roi levantó el dedo corazón, lo que la hizo sonreír. Metió la mano en el bolsillo y sacó el papel doblado y se lo dejó sobre las rodillas.
—Esta es toda la ayuda que vas a conseguir de nosotros. Es una lista de las empresas con las que Barren tiene vínculos en Egipto. Puede que haya algo. Puede que no. El inspector eres tú. Averígualo.
Se fue hacia el Land Cruiser. Él le dijo en voz alta:
—¿Qué es lo que tienes con Barren? ¿De dónde sale tanto rencor?
Ella frenó el paso. ¿Cómo podía decírselo? ¿Cómo podía decírselo a nadie? Ni los del grupo conocían la verdad. Era mejor mantener en secreto ciertas motivaciones. Y también algunas identidades. Era su misión: lo único que importaba. Las explicaciones eran superfluas.
—Hicieron daño a alguien muy próximo —murmuró, en voz demasiado baja para que él pudiera oírlo.
Él repitió la pregunta pero ella no le hizo caso y, tras echar una última ojeada a los edificios, subió al Land Cruiser, cerró de un portazo, asintió mirando a Tamar y salieron zumbando dejando atrás una nube de polvo.
Al final pasaron casi cuatro horas antes de que llegara un coche patrulla de Mitzpe Ramon a liberar a Ben Roi. Para entonces, el sol ya se estaba hundiendo en el horizonte, los edificios habían quedado reducidos a un montón de escombros que seguían ardiendo sin llama y el estado de ánimo de Ben Roi podía calificarse de cabreo monumental.
—Necesito un teléfono —saltó en cuanto pudo salir del Toyota cojeando con el tobillo hinchado—. Uno que funcione aquí.
—En nuestro coche —dijo una agente de piel oscura y cuerpazo de modelo, algo que de alguna forma le hacía ver todo aquello aún más humillante.
—Echen un vistazo por ahí, a ver si encuentran algo —ordenó, señalándoles los restos de los edificios. Los mandaba para allá no tanto con la idea de que fueran a encontrar algo como porque deseaba tener un poco de intimidad—. ¡Y fuera esa sonrisita!
Lanzó una mala mirada a la chica, se acercó como pudo al coche patrulla, cogió el teléfono y marcó. Lo primero una llamada rápida a Sarah, para avisar. Pareció contenta de oírlo y lo invitó a cenar en su casa la noche siguiente, los dos solos. En otras circunstancias, le habría encantado la propuesta: no le había preparado una cena desde la separación. En aquellos momentos, sin embargo, en lo último que hubiera pensado habría sido en unas románticas velas. Dijo que vale, que le encantaría, si bien en un tono algo menos entusiasta de lo que pretendía, y colgó. En segundo lugar llamó a Dov Zisky.
—¿Dónde demonios estabas? —le preguntó Zisky—. Llevo toda la tarde tratando de hablar contigo.
—Atado —respondió él, cortante, sin pretender hacer ningún juego de palabras—. ¿Has hablado con Barren?
En efecto, Zisky había hablado con ellos. Tenía una cita aquella noche, a las nueve, para que pudieran acudir los gerifaltes de Houston.
—Pero si sigues en Mitzpe no podrás…
—Allí estaré —lo cortó Ben Roi, mirando el reloj—. ¿Algo sobre Prospecto?
—Poca cosa. La empresa ha sido filial de Barren y se creó en los noventa para investigar las posibilidades de la minería de oro en Egipto. Solo hace un par de años que se ha cerrado. William Barren había sido su director general, lo que tiene su interés.
Ben Roi lo escuchó y luego le dijo que se acercara al piso de Rivka Kleinberg.
—Precisamente ahora salía del despacho —respondió Zisky—. He quedado…
—Anúlalo y vete para allá —lo interrumpió Ben Roi, muy poco dispuesto al papel del colega comprensivo—. Encontrarás una foto en el dormitorio. De una chica. Creo que es la hija de Kleinberg. Se hace llamar Dinah Levi o Elizabeth Teal. Intenta buscar información sobre ella. Y echa también un vistazo a la otra foto, la de Kleinberg en el servicio militar. Eso teníamos que haberlo hecho hace diez días.
Lo que había querido decir era: «Eso tenía que haberlo hecho yo». La había jodido al no ser tan riguroso como debía. Con la mano en el corazón tenía que admitir que el malhumor se debía más a esto que al hecho de haberse pasado cuatro horas encadenado a un coche, teniendo que mear en un bidón.
Pidió a Zisky que le enviara un mensaje con los detalles de la reunión con Barren y colgó. Llamó a los agentes, les dio los números de matrícula de los Land Cruiser y las descripciones de sus ocupantes para que lo hicieran circular. Una pérdida de tiempo, casi seguro, pero había que pasar por todas las formalidades. Luego se metió en el Toyota, arrancó el motor y salió disparado dejando una nube de polvo y gravilla. Cuando había recorrido doscientos metros de la pista, paró en seco, abrió la puerta del acompañante y se deshizo del bidón. Un cabreo monumental.