LAS dos de la madrugada, hora de Houston, y William Barren estaba completamente despejado. No despejado por la coca: eso ya lo había dejado. No, estaba despierto y lúcido. Lleno de energía.
El estado en el que se encontraba muchas noches desde que habían empezado a cuajar sus planes. Miró el paisaje nocturno de la ciudad, rascacielos centelleantes y en la lejanía tiras de tráfico, una panorámica que parecía salida de Blade Runner. Y se preguntó si subía a la piscina de la terraza a nadar o bajaba a la sala de cardio para quemar algo de energía en las cintas corredoras. En lugar de ello, saltó de la cama y desató una ráfaga de golpes de kárate en dirección a la ventana antes de ir hacia su estudio e instalarse ante el escritorio.
Aquella noche había llevado a Barbara a cenar al club de campo. Cada vez veía más que Barbara podía ser la escogida. Era más sosa que una patata y sexualmente tan convencional que rayaba en la catatonía (la primera, y única, ocasión en que intentó sodomizarla, empezó a chillar como un cerdo degollado y acabó hecha un mar de lágrimas). Eso sí, era guapa y sabía comportarse en sociedad, además de que era pura raza de la clase privilegiada: justo el tipo de esposa que le convenía como máximo dirigente de una de las principales multinacionales del país. La mandaría analizar, para asegurarse de que era fértil, y capaz de continuar la dinastía, después le propondría en matrimonio el año siguiente, en cuanto en la empresa todo estuviera en su sitio. O tal vez al cabo de dos años. En lo del matrimonio, como en todas las decisiones empresariales, había que priorizar.
Se relajó y apoyó los pies en un extremo de la mesa. La tenía toda cubierta de papeles: archivos, informes, hojas de cálculo, análisis: el coloso Barren desmontado en sus partes constituyentes. Cogió una hoja al azar —cifras sobre la propuesta de adquisición de una empresa de biocombustibles canadiense— y la soltó, no estaba de humor para hacer muchos cálculos. En la pantalla del ordenador la cámara web seguía en marcha —una habitación deprimente en algún lugar de la Europa Oriental, chicas a las que hacían pasar un mal rato—, pero tampoco estaba para aquello. Se alisó el pelo, flexionó los abdominales, echó una ojeada al Rolex, cogió el teléfono y marcó un número. Cinco tonos y respondieron.
—¿Te he despertado? —preguntó.
Sí, pero da igual, le aseguró una voz suave.
—¿Puedes hablar?
Pues claro.
—Solo quería mantener el contacto, ver si has vuelto a pensar en lo que hablamos.
«Sí», respondió la voz, había vuelto a pensar en ello. Y mucho. Y había tomado una decisión. William tenía razón. Había que hacerlo. Para asegurar el futuro. Asegurar la continuidad.
William sonrió.
—Sabía que lo comprenderías. Al fin y al cabo eres de la familia. Tenemos que ayudarnos.
Evidentemente.
—Creo que tendríamos que combinarlo con lo de Egipto. Mantenerlo controlado. Pocas preguntas en este sentido.
Una idea muy buena.
—¿De modo que estamos en ello?
Estamos en ello.
William dijo que seguiría en contacto, dijo a la persona del otro lado de la línea que fuera discreta y colgó. Se quedó un momento tamborileando en la mesa. Luego se levantó para ir a buscar la toalla y el bañador en su habitación. Al final tomaría aquel baño.