Jerusalén

A media mañana llevaron al arzobispo Petrossian al barrio armenio para cumplir el arresto domiciliario. La gente que se había reunido en Ornar Ibn al-Jattab se dispersó, los periodistas recogieron el material y Baum tuvo que aguantar un rapapolvo del comandante Gal por la forma de plantear el asunto. Ben Roi y Zisky volvieron a la oficina y acababan de sentarse para abordar el próximo paso cuando sonaron los teléfonos. Simultáneamente. Zisky se fue a la otra punta y cogió la línea fija; Ben Roi dio un giro con el sillón y respondió al móvil. Jalifa. Ninguno de los cumplidos habituales.

—Creo que tengo algo.

Se lo contó a Ben Roi: Pinsker, el Laberinto, la posibilidad de que la mina fuera aún viable, los pozos envenenados. Ben Roi tomó unas notas, pero se pasó la mayor parte del tiempo escuchando con una expresión que en un principio traducía el interés, luego la sorpresa y más tarde, con las noticias sobre los pozos, la incredulidad.

—Tiene que ser una coincidencia —dijo cuando hubo terminado Jalifa—. Mi caso, tu caso, el mismo caso… no, no, no, eso no me lo trago. Demasiado perfecto. Creo que es demasiado perfecto.

—Yo pensé lo mismo —respondió Jalifa—. Me refiero a que no creo que la de Pinsker sea la única mina en todo el desierto oriental. Pero cuando consulté al Ministerio del Petróleo y Recursos Minerales me dijeron que no existían otras minas de oro en funcionamiento en la zona. Las más próximas están en Alsukari y Hamash, situados más allá de Marsa Alam. A más de doscientos kilómetros.

Ben Roi oía la voz de Zisky desde el otro lado del despacho: hablaba de un autobús, de una parada no programada. Estaba demasiado absorto en lo que le contaba Jalifa para prestarle atención.

—Sigo sin creérmelo —dijo—. Tiene que haber otra explicación.

—¿Y qué opinas de esto? —le preguntó Jalifa—. Por teléfono, pedí a la mujer del ministerio que me comprobara si había habido alguna vez explotaciones mineras en la región. No encontró ninguna. Al menos en la época moderna. Lo único que localizó fue una concesión que ya no se utilizaba, de quince años atrás, a una empresa llamada Prospecto Egypt. Estuvieron dieciocho meses investigando precisamente esta parte del desierto.

—¿Y qué?

—Pues que Prospecto es filial de Barren Corporation.

Ben Roi se mordió el labio. Frente a él vio que Dov Zisky se había levantado y se encontraba frente al mapa de Israel que había en la pared.

—¿Y qué sugieres? —preguntó—. ¿Que Barren encontró la mina y ha estado trabajando a escondidas?

—Yo no sugiero nada. Te estoy comunicando los hechos. Pero parece que es allí donde desembocan estos hechos. Al fin y al cabo, las licencias de concesión tienen su precio. Barren ahorraría mucho dinero ilegalmente en la mina. Y si resulta que tu periodista descubrió algo al respecto e intentó disparar la alarma…

Zisky lo llamó, pero Ben Roi levantó la mano para indicar que estaba atareado. Curioso, pensaba: una semana antes había pedido a Jalifa que investigara un poco sobre el caso, y en aquellos momentos parecía que el egipcio se lo estaba resolviendo. Se hizo una composición de lugar, intentando hacer encajar lo nuevo con el resto de pistas descubiertas por él. No tenía idea de si era posible que alguien explotara en secreto una mina de oro, pero, por lo que decía Jalifa, estaba en un lugar tan remoto que tal vez podía ofrecer esa posibilidad. Aparcó aquello de momento. Pero había muchas más piezas que encajaban. Los artículos de prensa, Pinsker, Barren, Egipto. También Nemesis Agenda, en caso de que Kleinberg se hubiera acercado al grupo con la esperanza de que se hubieran puesto al corriente de algo sobre la mina en sus asaltos informáticos. También podía ser que hubiera contactado con ellos para pasarles el dato. De una forma u otra la cosa estaba en marcha, más o menos. El elemento problemático era entonces Vosgi y lo del tráfico de mujeres. ¿Qué relación podía tener aquello con una mina de oro ilegal en medio del desierto egipcio? Ninguna… al menos de ninguna forma que él pudiera captar inmediatamente. Como antes, tuvo la sensación de haber movido la alfombra para cubrir una parte de la habitación y dejar un horrible agujero en la otra. Por más esfuerzos que hiciera le resultaba imposible abarcar todo el suelo.

—¿Ben Roi? —Se oyó el eco de la voz de Jalifa al otro lado de la línea.

—Perdón —dijo este—. Estaba repasándolo todo. Esta vez te debo una, una solemne. Seguiremos con todo esto y ya te comunicaré cómo…

Antes de que dijera «acaba todo», Jalifa intervino.

—A ver si yo saco algo más —dijo—. Puede ser un lugar remoto, pero así y todo no creo que alguien explote una mina sin que nadie lo sepa. Alguien tiene que haber visto u oído algo.

Ben Roi dijo al egipcio que ya había hecho más que suficiente, pero el otro insistió y por fin Ben Roi pensó: «Qué puñetas, si quiere echar una mano, ¿quién soy yo para negárselo? Puede que en cierto modo le vaya bien y todo. De la misma forma que me ayudó a mí el caso de Hannah Schlegel». Que había sido la razón por la que implicó a Jalifa por primera vez.

Decidieron mantenerse en contacto y Jalifa colgó. Ben Roi se quedó un momento sentado, tamborileando y girando en el asiento, sobre todo reflexionando. Luego se levantó y se acercó a la mesa de Zisky.

—Lo siento, Dov. Estamos avanzando en Egipto. ¿Tú has sacado algo?

—El conductor se puso en contacto conmigo.

La mitad del cerebro de Ben Roi estaba aún en la conversación con Jalifa y tardó unos segundos en situarse en lo que le decía el muchacho. Ah, claro. El billete de Egged. Recuperado de la papelera del piso de Kleinberg. De ida y vuelta a Mitzpe Ramon. El conductor había estado de vacaciones.

—¿Y qué hay?

—Creo que tenemos algo.

Era la segunda vez que alguien utilizaba aquella expresión en un cuarto de hora. Las cosas estaban mejorando.

—Adelante.

—El hombre reconoció enseguida a Kleinberg por la foto. Dijo que la había llevado en el autobús unas cuantas veces.

—¿Especificó cuántas?

—Ocho o nueve en los últimos tres años. Siempre con vuelta el mismo día: la llevaba y la recogía ya tarde.

—Supongo que sería demasiado esperar que supiera lo que hacía ella en Mitzpe Ramon…

—Eso es lo interesante. Nunca llegó a Mitzpe. Al menos hasta esa parada. Bajaba a unos diez kilómetros de la ciudad. Y subía de nuevo en el mismo punto a la vuelta.

Se levantó e indicó a Ben Roi que fueran a ver el mapa.

—Aquí —dijo poniendo un dedo en la línea norte-sur de la carretera 40. Aquello estaba en el quinto pino, desierto y, bajo la punta de su dedo, la intersección con una pequeña carretera secundaria que iba hacia el oeste, en dirección a la Reserva Natural de Har Ha-Néguev. Y de allí hasta… la frontera con Egipto. Ben Roi miraba el mapa fijamente, el engranaje de su cabeza iba runruneando… De pronto, en un arranque empezó a desenganchar el mapa de los Blu-Tack que lo sujetaban.

—Hazme el favor, Dov. Mejor dicho, dos favores. Investiga lo que puedas sobre una empresa llamada Prospecto Egypt, una filial de Barren que hace un tiempo llevó a cabo un estudio en el desierto egipcio. Y ponte en contacto con las oficinas de Barren en Tel Aviv. Les dices que llevamos a cabo una investigación de un asesinato y queremos hablar con alguien que esté al corriente de las implicaciones de la empresa en Egipto. Alguien de arriba, no un chupatintas cualquiera. A ver si consigues algo para hoy mismo o mañana por la mañana. Ya es hora de que descubramos lo que tiene que decir esa gente.

—¿Qué harás tú? —preguntó Zisky.

—¿Yo? —Ben Roi dobló el mapa—. Me voy a dar un garbeo por el campo.