Luxor

CUANDO Jalifa llegó a la comisaría el lunes por la mañana, una visita lo esperaba en la entrada: Ornar al-Zahwi. Los dos amigos intercambiaron sabah el-khirs y se abrazaron.

—¿Qué tal Rasha? —preguntó Jalifa, indicando con un gesto a uno de los agentes que les trajera té mientras acompañaba a Ornar a la escalera.

—Está bien, gracias. ¿Y Zenab?

—Va mejorando día a día.

Por primera vez en nueve meses, Jalifa podía afirmarlo sin la sensación de decir una gran mentira. Había temido que el incidente de la noche anterior —las lágrimas frente al parque de atracciones— pudiera representar un paso atrás para su esposa. Pero al parecer había obrado una especie de cambio en su interior. Aquella mañana se había levantado antes que los demás, había preparado el desayuno —algo que llevaba mucho tiempo sin hacer— y luego había insistido en llevar a Yusuf a la escuela. El dolor seguía allí —le oscurecía los ojos, estaba grabado en su rostro, le empañaba la voz—, pero a pesar de todo empezaba a despuntar una cierta determinación que Jalifa no había visto antes. Hacía un montón de tiempo que no se sentía como aquel día, en el paseo de diez minutos de casa a la comisaría.

—Diría que es una visita más de trabajo que social —dijo mientras subía con su amigo.

—¡Vaya poderes de deducción! —bromeó Ornar mostrándole la cartera y el mapa enrollado que llevaba.

—¿Los resultados de los análisis del agua?

—Los mismos. Siento que hayas tenido que esperar tanto.

No hacía falta la disculpa. Desde que había empezado a meterse en la historia de Samuel Pinsker, el curioso caso del envenenamiento de los pozos de los coptos había quedado relegado a una parte recóndita de su cabeza. No habían llegado informes de otros incidentes y en casa de los Attia parecía reinar la paz. Si bien seguía aún en su subconsciente casi había decidido que todo aquello se había reducido a una tormenta en un vaso de agua.

—Vas a decirme que todo ha sido un proceso natural, ¿verdad? —dijo a su amigo.

—Ni mucho menos —respondió Ornar—. Han envenenado los pozos, esto está clarísimo. Los siete.

—Tres —lo corrigió Jalifa.

—Siete. Lo he buscado en la red y, aparte de los que me dijiste, he encontrado otros cuatro que también han resultado afectados.

Jalifa se quedó parado. De pronto lo que pasaba a segundo plano era el Laberinto de Osiris.

—¿Estás seguro?

—Del todo. Y te hablo solo de los que lo han comunicado. Porque esto podría convertirse en «¡agua va!».

Jalifa no hizo caso de la broma.

—¿Todos coptos?

—Cuatro, sí.

—Según mis cálculos, quedan otros tres.

—Al loro como siempre, sahebi.

—¿Entonces?

—Son propiedad de musulmanes. Uno es un abrevadero de unos beduinos cerca de Bir el-Gindi, otro está en una pequeña propiedad hacia abajo, camino de Barramiya, y el otro… ahora no recuerdo exactamente dónde estaba, tengo los detalles aquí.

Cogió la cartera. La cabeza de Jalifa iba haciendo sus clics, intentando adaptarse a una panorámica que demostrara algo muy distinto de lo que en un principio imaginó encontrar.

—Ha sido interesante —dijo Ornar—. Muy interesante. Mejor dicho, importante. Creo que tendríamos que hablar de ello. ¿Por qué no…?

Señaló hacia arriba de la escalera. Jalifa lo llevó a la cuarta planta y siguieron el pasillo hasta su despacho, donde encontraron a Ibrahim Fathi, sentado con los pies sobre la mesa, comiendo torshi y charlando por teléfono. En el despacho de al lado no había nadie y se metieron allí.

—He hecho un pequeño resumen de la situación —dijo Ornar en cuanto hubieron cerrado la puerta; abrió la cartera y le pasó un montón de papeles grapados. «Informe preliminar sobre anomalías hidrogeológicas por región en Sahara al-Sharqiya», se leía en la primera página—. Pero creo que será más fácil que te lo cuente todo. Si no te importa despejar un poco esto…

Empezó a desenrollar el mapa mientras Jalifa le hacía un hueco en la mesa de al lado, tras lo que le ayudó a aplanar el papel y poner en sus extremos, respectivamente, una taza, un cenicero, un taladro y el Manual completo de la función policial egipcia, la primera vez en veinte años que Jalifa encontraba una utilidad a aquel tratado. A diferencia del mapa que Jalifa tenía en la pared de su despacho, que abarcaba todo Egipto, este solo incluía una parte reducida del país: el rectángulo de desierto limitado por el Nilo al oeste, el mar Rojo al este y las carreteras 29 y 212 al norte y al sur. En el interior de la intrincada filigrana de wadis, pistas, gebel y líneas de contorno, había siete pequeñas cruces marcadas en rojo. Probablemente, los pozos envenenados. Jalifa encendió un Cleopatra y los dos hombres se inclinaron sobre el papel.

—Intentaré ser breve y no aburrirte con una lección… —empezó Ornar.

—Hamdulillah.

—… pero antes de meternos en los pozos —dijo señalando las siete cruces— creo que vale la pena que te explique un poco el contexto, así entenderás algo de lo que te estoy diciendo.

Jalifa dio una calada al cigarrillo y con un gesto indicó a su amigo que prosiguiera.

—Vamos a ver: la parte central del desierto oriental. —Ornar plantó la palma de la mano en medio del mapa—. Geológicamente esto está situado en el extremo de lo que se conoce como acuífero de arenisca nubio, una extensión de arenisca semiporosa impregnada de agua metida entre capas de roca no porosa —basalto, granito, arcilla, material de este tipo— y seccionada por estas. Un «acuífero retenido», como le llamamos nosotros, es decir, agua que queda bloqueada bajo tierra.

Jalifa inhaló de nuevo el humo. Independientemente de lo que sacara en su ayuda a Ben Roi, estaba adquiriendo una gran cultura.

—Esta agua es en su mayor parte fósil y no tiene reposición —prosiguió su amigo—. Es decir, agua que se fue filtrando en la roca durante decenas, centenares y millares de años y permanece allí desde entonces. Existe un volumen limitado de conductividad hidráulica debido a los cambios de gravedad y a las diferencias de presión atmosférica… No voy a entrar en el análisis físico de…

Hamdulillah —repitió Jalifa, cuando empezaba ya a perderse.

—… pero a todos los efectos el agua es estática. No se mueve ni va a ninguna parte, no se recarga, ni se disipa. Permanece en los poros de la arenisca, encerrada en las capas no porosas de las que he hablado antes. Te harás una idea si te imaginas una esponja metida en cemento hermético.

A través de la pared, Jalifa oía a Ibrahim Fathi hablando por teléfono, pero por suerte no le llegaba el sonido de masticar el torshi. Era un ruido que siempre lo había irritado. Bastantes problemas tenía con seguir todo aquello; solo le faltaban distracciones extras.

—Prácticamente todos los pozos del desierto oriental —prosiguió Ornar—, y los del occidental también, por cierto, se han perforado en este sistema acuífero estático. La profundidad de los pozos varía, por supuesto, entre un sitio y otro según la proximidad del acuífero a la superficie, que oscila entre veinte metros y dos kilómetros, pero el principio básico siempre es el mismo. Volviendo al símil de la esponja, es como hundir una paja en la esponja a través del cemento y aspirar el agua.

Hizo una pausa para que Jalifa pudiera asimilar todo aquello.

—De todas formas, existen algunas excepciones que tienen su interés —añadió.

El tono en que lo dijo hizo aguzar el oído a Jalifa.

—¿Cómo, excepciones?

—Pues que en algunos puntos la geología del acuífero es mucho más complicada —explicó Ornar—. Se rompen las protecciones no porosas, la propia arenisca se fragmenta, se entremezcla con unas vetas calizas muy fracturadas… Repito, no voy a aburrirte con tantos detalles hidrogeológicos. Lo que tienes que saber es que ahí, a una gran profundidad, existen unas fallas que zigzaguean por el acuífero. Básicamente grietas. En general de una longitud de unos cientos de metros, pero pueden llegar a medir kilómetros, incluso decenas de kilómetros. Son como conducciones subterráneas.

Llamaron a la puerta y entró el agente de abajo con el té que le había pedido Jalifa. Ornar esperó a que dejara la bandeja para continuar:

—El espacio adicional de estas grietas permite naturalmente un mayor movimiento del agua —dijo mientras añadía tres azucarillos a su vaso y revolvía el té—. No estamos hablando de unos impetuosos ríos subterráneos ni nada por el estilo; pero el agua circula de una forma distinta a la de otros puntos del acuífero. Muy despacio, en general; unas decenas de metros al año como máximo. Ahora bien, si la fisura se encuentra en una pendiente pronunciada, o bien si en su recorrido consigue penetrar agua procedente de precipitaciones repentinas, el movimiento se acelera considerablemente. El año pasado llevaron a cabo un experimento en Gebel Hammata: introdujeron un tinte en una de las grietas poco antes de una avenida de agua y comprobaron que se había desplazado casi cinco kilómetros en cinco meses.

—Fascinante —murmuró Jalifa, y se preguntó adonde demonios le llevaba todo aquello.

Ornar le leyó el pensamiento y levantó un dedo para advertirle que tuviera paciencia, que ya llegaba lo más interesante.

—Hace muy poco que se han empezado a observar con detalle estas fallas —dijo—. Sobre todo porque antes no contábamos con la tecnología adecuada. Pero ahora hay un equipo en la Universidad de Helwan que utiliza teledetección aérea para situar las fisuras, al menos las más importantes. Y por suerte una de las zonas que han estudiado es la que te interesa. —Dio otra palmada al mapa—. Tuve una corazonada. Me puse en contacto con ellos y les pasé las coordenadas de los puntos en que el agua estaba envenenada. ¿Y qué crees que encontraron?

—¿Que todos estaban en alguna falla? —aventuró Jalifa.

—Exacto. Los siete pozos se excavaron en fisuras hidroconductoras. El agua que sacan es agua que se mueve. Tenlo muy presente —añadió dando unos golpecitos en la sien de Jalifa—, y ahora fíjate en la distribución de los pozos.

Volvió a señalar las siete cruces rojas.

—A primera vista parece totalmente aleatorio, ¿no es cierto? Una serie de pozos sin ninguna pauta de conexión. Pero si se toma en consideración cuándo se envenenaron, empieza a surgir la pauta. El primer incidente denunciado se produjo aquí, en Deir el-Zeitun.

Tocó la cruz más cercana al centro del mapa, que indicaba el monasterio del que Demiana Barakat había hablado a Jalifa.

—Y el más reciente, aquí. —Puso el dedo en la cruz que indicaba la casa de Attia—. Y de aquí, Deir el-Zeitun, hasta aquí, la casa de Attia, los envenenamientos forman una secuencia claramente determinada por el tiempo. Básicamente, cuanto más se alejan de las tierras altas del centro, más tarde les llegan.

Se estaba acumulando un dedo de ceniza en la punta del Cleopatra de Jalifa. Ni se había fijado en ello. No sabía de dónde venía, pero volvía a notar el cosquilleo en la espalda.

—Existen distintas vías para racionalizar la citada pauta —prosiguió Ornar—. Cabe la posibilidad de que se trate de una coincidencia. O bien que, por razones que solo él sabe, alguien ha orquestado una campaña de envenenamiento de pozos empezando por los que se encuentran más alejados. Aunque para mí, la explicación clara, la única real, es que los pozos no se están envenenando desde la superficie sino desde abajo. Y lo que provoca el envenenamiento entra, de la forma que sea, al acuífero aquí. —Golpeó con los nudillos el centro del mapa, en las curvas de nivel del Gebel el-Shalul—. Y se filtra hacia el exterior y hacia abajo siguiendo las fallas hidroconductoras.

La ceniza del extremo del cigarrillo de Jalifa saltó y se esparció por el mapa. Él mismo la quitó. El cosquilleo se hacía más intenso. Mucho más intenso.

—Y todo eso nos lleva directamente al análisis del agua —dijo Ornar, cogiendo el informe que Jalifa había dejado en otra mesa—. He tardado un poco, he tenido que pedir algún favor, pero he conseguido muestras de los siete pozos. Ayer me llegaron los resultados. Como imaginaba, los siete pozos fueron envenenados por el mismo producto, con ligeras variaciones en cuanto a concentraciones específicas. La sorpresa fue el material con el que se llevó a cabo el envenenamiento.

Abrió el informe, lo hojeó y continuó:

—Niveles de trazas de mercurio. Altos niveles de selenio, fluoruro y cloruro. Niveles fuera de escala de… —Echó una mirada a Jalifa—… arsénico.

Jalifa se quedó boquiabierto.

—¿Alguien arroja arsénico al agua?

—Eso parece. Aunque lo interesante no es tanto el propio arsénico como descubrirlo en combinación con esos otros elementos. Es algo que se aleja un poco de mi campo, pero he hablado con algunos conocidos y parece que se ha llegado al consenso de que nos encontramos ante una precipitación de efluentes gaseosos de un tostado de azufre.

El rostro de Jalifa pasó de la boca abierta como un buzón a unos ojos como platos.

—¿Qué demonios significa eso?

—Yo he tenido que preguntar lo mismo —respondió Ornar, riendo—. Por lo visto es una fase del proceso de separar el mineral de la roca. Se utiliza en distintas formas de extracción de metales: cobre, zinc, plomo. En este caso, sin embargo, los elevados niveles de arsénico apuntan más hacia los restos de…

—La minería de oro —acabó la frase Jalifa.

El hormigueo había desaparecido. En su lugar, unos intensos pinchazos en la boca del estómago. Miró fijamente el mapa, las tierras altas del desierto central y luego aplastó el Cleopatra en el cenicero que sujetaba el extremo sudeste del mapa.

—¿Me disculpas un momento, Ornar? —dijo—. Tengo que hacer un par de llamadas urgentes.