El Néguev

DESDE su infancia había estado atenta a cualquier ruido en la noche, y en el momento en que oyó fuera unas pisadas desconocidas —demasiado fuertes para ser de Tamar y excesivamente lentas y pesadas para Gidi o Faz— se desveló y metió la mano bajo la almohada en busca de la Glock. Los pasos se detuvieron, reemprendieron el camino, llegaron a la puerta. Oyó una respiración —floja, salvaje, como la de un animal que merodeara por allí—, luego el pomo empezó a girar. Apuntó con la Glock, mirando por debajo del cañón. Una vuelta, la prueba de la cerradura, luego otra, más fuerte, con más insistencia. La cerradura cedió a la tercera vuelta, la puerta empezó a abrirse; las consistentes piezas de roble se soltaron con el crujido de unas bisagras sin engrasar.

—Largo —dijo entre dientes, sin soltar el dedo del gatillo—. Voy a matarte. Largo.

—Solo quería hablar.

—¡Tú nunca quieres hablar! ¡Largo! ¡Largo!

—No me obligues a forzarte, Rachel.

Apretó el gatillo. Se había atascado. Lo probó de nuevo, y otra vez, un sabor ácido ascendía por su garganta, el corazón le latía con tal fuerza que creyó que iba a explotarle dentro del pecho. La Glock no disparaba. Empezó a patalear, a agitar los brazos. Él ya se había metido en la cama. Una mano empujaba bajo el cubrecama. Intentaba abrirle las piernas.

—No, por favor no…

—Chiiisss…

—Me haces daño. Para, por favor, me haces daño…

—Ya he pagado. Un montón de dinero.

—Hace daño. Hace daño.

—Chiiisss…

—¡Basta! Hace daño. Me desgarras… Por favor, Dios mío, no…

Se despertó de una sacudida.

Se quedó un momento allí tumbada, con la escena tan vivida en la cabeza que tuvo que pasar del sueño a la realidad con una gran lentitud. Luego hizo un esfuerzo por incorporarse, buscó a tientas la lámpara de la mesilla de noche y apoyó las rodillas en el pecho, sollozando.

Era siempre el mismo sueño. Noche tras noche. Los detalles variaban: a veces él entraba en la habitación, a veces ya estaba allí; en ocasiones lo reconocía, en otras era un desconocido. La esencia, de todas formas, la respiración, el peso, el repugnante impacto de la penetración, no cambiaba nunca. No había cambiado desde su recuerdo. Cada noche se metía en la cama suplicando ver otra película. Cada noche su subconsciente representaba la misma, insoportable, violación. Con ella como protagonista. Se secó los ojos y juntó bien las piernas, pues notaba un dolor vaginal a pesar de que no le había ocurrido nada.

Pasaron unos minutos. Poco a poco los sollozos fueron cediendo, el ritmo cardíaco se relajó. Miró el reloj. Las 2.17 de la madrugada. Pensó en ir a la habitación de Tamar, acurrucarse a su lado, buscar refugio en la calidez del cuerpo de ella, pero ya estaba despierta, sabía que era imposible tranquilizarse. Así pues cogió el portátil de la mesilla y lo encendió. Apareció el salvapantallas del edificio alto de cristal y acero, con las ventanas brillantes bajo la luz del sol: la sede de Barren Corporation en Houston. Tecleó la contraseña que había sacado de Chad Perks y empezó a navegar buscando algo, cualquier cosa que pudiera incriminarla. Sería una ayuda para abrir en canal la empresa. El dolor entre las piernas fue amainando a medida que todo su cuerpo se centraba en la misión.