EN cuanto Jalifa dejó a Digby Girling hizo una llamada a la Universidad de El Cairo con la idea de obtener más información sobre el Laberinto de Osiris. La mujer con quien había hablado —una secretaria del departamento de arqueología— le había confirmado que los dos hermanos Raisuli, Hasán y Salma, en realidad eran las máximas autoridades del país en minería antigua. Por desgracia, en aquellos momentos se encontraban haciendo un trabajo de campo en el Sinaí y no iban a volver a El Cairo hasta pasadas unas tres semanas. Jalifa le dijo que era para un asunto urgente y ella respondió que intentaría localizarlos por teléfono vía satélite, puntualizó de todos modos que la comunicación era muy intermitente y podían pasar días antes de tener respuesta. Lo dejó en su mano, regresó a casa, ayudó a Batah con la cena, llevó a Yusuf a la cama y luego, presa de un súbito impulso de saber qué sensación le produciría volver a hacer la vida normal y corriente de pareja, planteó a Zenab salir a dar una vuelta por Luxor.
Ya casi nunca salían. Antes de la muerte de Ali lo hacían constantemente: iban a cenar con Mahmud al Tutankamón; al zoco a tomar café y a fumar con la sisha; bajaban a Karnak a dar un paseo nocturno en el desierto complejo del templo (una de las ventajas de tener pase de policía). Pero últimamente todo lo que conseguía era que se moviera de una punta del piso a la otra. Aquella noche, como siempre, Zenab había dicho que no quería salir, que no se veía con ánimos, pero ante su insistencia, había cedido, pues le había parecido que era algo importante para él. Y también para ella, en cierta manera. Así pues, salieron del brazo y enfilaron Medina al-Minawra hacia el centro de la ciudad. En silencio, pasando por entre el gentío que se iba a la calle de noche. Se pararon un rato a contemplar a los noctámbulos reunidos en una gran boda que se celebraba en el exterior y luego se metieron en un pequeño bar situado frente al parque de atracciones Medina Club. Allí se encontraban.
—¿Más té? —preguntó él.
—No, gracias.
Hablaba tan flojo que casi no se la oía.
—¿Una calada?
Le ofreció la boquilla de la sisha que fumaba. Ella negó con la cabeza.
—Es tufah.
Repitió el gesto.
—Antes te gustaba el tufah.
Respondió con un gesto de indiferencia. Frente a ellos pasó un carro tirado por un burro y cargado de bombonas de gas.
—Creo que tendríamos que pensar en volver —dijo ella.
—Pero si acabamos de salir.
—No me gusta dejar a los niños. Ya sabes que cuando se despierta empieza…
Jalifa le puso el brazo alrededor de los hombros.
—Los niños están bien, Zenab. Batah ya es mayor, es más que capaz de cuidar de su hermano unas horas. Si nos necesita, llamará.
Tocó con el dedo el móvil que llevaba en el bolsillo de la camisa.
—Este tiempo es nuestro, ¿vale? Intenta disfrutar de la noche.
Le pareció que ella iba a protestar, pero, con un leve gesto de asentimiento, estiró el brazo, buscó su mano y entrelazó los dedos con los de él.
—Tienes razón —dijo—. Nos hará bien estar un rato fuera. Lo que pasa es… —Se mordió el labio.
—Lo sé —respondió él, atrayéndola un poco hacia él—. Puedes creerme, Zenab, lo sé. Pero tenemos que intentar tirar para adelante.
Le estrechó la mano, dio una calada a la sisha y soltó luego una lenta bocanada de humo con aroma a manzana. De las mesas de alrededor les llegaba el murmullo de las conversaciones y el sonido de los dóminos; en el parque de atracciones del otro lado de la calle, los chiquillos gritaban mientras saltaban en unos trampolines gigantescos y se deslizaban por los toboganes.
—Eh, Mohamed Sariya me contó una buena el otro día —dijo Jalifa, intentando animarla, apartarla de sus quebraderos de cabeza—. Mubarak, Gadafi, Ben Ali y un camello se encuentran en un globo y de pronto se desencadena una tormenta…
Sonó el móvil. Zenab se puso rígida.
—No pasa nada —dijo él—. No pasa nada.
Dejó la boquilla y cogió el teléfono. No era el número de su casa. No era un número conocido. Le mostró la pantalla para tranquilizarla y respondió. Las interferencias dominaban el campo auditivo.
—¿Dígame?
Más interferencias.
—¿Dígame?
Nada. Se habían equivocado de número. O bien era una de aquellas llamadas automáticas con las que intentan vender algo. Hizo un tercer intento y, al no obtener respuesta, estaba a punto de colgar cuando oyó de pronto:
—… con nosotros sobre la minería de oro. Han dicho que era urgente.
La voz —femenina— se oyó alta y clara, las interferencias se convirtieron en una especie de silbido de fondo. Jalifa apartó el brazo de los hombros de Zenab.
—¿Señora Raisuli?
—Llámeme Salma, por favor.
—Yo soy Hasán. —Se oyó el eco de una voz de hombre al otro lado de la línea—. Lo sentimos, hemos tardado un poco en responder.
Al contrario, dijo Jalifa, precisamente no esperaba tener noticias de ellos tan pronto.
—Normalmente tenemos el teléfono desconectado —surgió de nuevo la voz femenina.
—Para no gastar batería —añadió el hombre.
—Pero teníamos que organizar una entrega de alimentos…
—… por ello hemos encontrado el mensaje de Yasmina, de la facultad.
Parecía que se iban turnando al hablar, que la línea de la conversación pasaba sin problemas de uno a otro y volvía al primero. Jalifa los imaginó sentados uno al lado del otro, sujetando el aparato entre los dos e inclinándose el que tomaba la palabra.
—¿En qué podemos ayudarle? —dijeron simultáneamente.
Tapando el móvil, se volvió hacia Zenab.
—Lo siento —dijo—, tengo que hablar con estas personas. ¿Te importa?
Ella movió una mano indicando que siguiera.
—¿Seguro? Puedo decirles que llamen más tarde.
Ella movió la cabeza para decir que no y con la mano le indicó que hablara. Jalifa se sentía mal, pensaba que lo mejor sería aplazar aquella conversación, pero por otro lado probablemente duraría poco y estaba muy interesado en conocer algo sobre la mina de oro. Tocó el brazo de su esposa, le dijo con señas que sería rápido y, volviéndose, puso a los Raisuli al corriente de la situación. No habló del asesinato, sino de todo lo referente a Samuel Pinsker. Al citar la carta de Howard Carter, uno de sus interlocutores soltó un grito ahogado y el otro un silbido: no habría sabido cuál correspondía a quién.
—Hace tiempo que circulan rumores de que alguien localizó el lugar —dijo Salma—, pero, a decir verdad, yo no me lo creí. Nunca oí hablar del tal Pinsker.
—¿Pero sí del Laberinto?
—Por supuesto. Es una de las pocas minas de oro antiguas que han recibido un nombre específico en lugar de pasar a la historia con el nombre genérico de bia.
—La palabra antigua que significa mina —intervino el hermano.
Después de las interferencias iniciales, la línea era nítida. Casi costaba creer que hablaba con gente que estaba en medio del desierto.
—¿O sea que realmente la mina existió? —preguntó Jalifa.
—Sí, sí —respondió Salma—. Todos los historiadores griegos la mencionan, aunque, claro está, lo hicieron hace quinientos años…
—Cerca de mil si hablamos de Diodoro —metió baza su hermano.
—… Pero también disponemos de unas cuantas buenas referencias actuales. Entre ellas, un par de inscripciones que nosotros mismos descubrimos.
Digby Girling había mencionado algo en este sentido. Jalifa echó una mirada a Zenab —seguía sentada con las manos sobre el regazo, contemplando a los que disfrutaban en el parque de atracciones de delante— y pidió más información.
—Una era un grafito encontrado cerca del fondo de Wadi el-Shaghab.
De nuevo habló Hasán:
—El lenguaje no es muy claro…
—¿Alguna vez lo es? —Sonó el eco de la voz de su hermana al fondo.
—… pero básicamente documenta el paso de una caravana procedente de la mina hacia el valle del Nilo. Puede que lo dejara alguno de los soldados que vigilaban el traslado. Hay un cartucho de Ramsés VII.
—O quizá de Ramsés IX.
—… lo que apunta que incluso en las postrimerías del Imperio Nuevo, la mina seguía con una gran producción.
Estallaron los chillidos cuando la gigantesca noria hidráulica empezó a girar en el aire. Jalifa se tapó el oído con la mano.
—¿Y la otra inscripción?
—Esta se encuentra en una de las caras de un risco por encima del Wadi Mineh —dijo Salma—. La encontramos el año pasado y aún no se ha publicado. Tiene un interés específico porque hasta hoy es la referencia más antigua sobre la mina.
—Principios de la dinastía XVIII —surgió la voz del hermano—. En el reinado de Tutmosis II.
—Ahí también el lenguaje es confuso —dijo Salma—, pero hasta el punto que hemos podido descifrar se trata de una proclama real que anuncia la nueva inauguración de la mina. Si espera un momento le…
Se oyó el frufrú de pasar páginas; probablemente consultaba una libreta.
—Aquí está.
Empezó a leer:
—«El terreno de la mina de oro que se reveló a mi padre y se encontraba en el dominio de Hathor se encuentra actualmente en el de Osiris, y el oro es suyo, y él es quien posee sus innumerables vías, de modo que a partir de ahora se denominará shemut net wesir, los corredores de Osiris».
Se oyó luego un ruido sordo que correspondía al cierre de la libreta o de lo que estuvieran consultando.
—Naturalmente, existen muchas interpretaciones posibles —prosiguió ella—, pero nosotros creemos que dice…
—Estamos seguros que dice —intervino de nuevo el hermano.
—… que una mina que empezó a explotarse al principio del reinado de Tutmosis I…
—O tal vez de Amenhotep I…
—… se ha excavado a tal profundidad que su patrocinio ha pasado de Hathor, la clásica divinidad egipcia de las minas, a Osiris, dios del submundo. Y si estamos en lo cierto, es algo del todo extraordinario. Me refiero a que la mayor parte de las excavaciones de oro en Egipto no eran más que zanjas a cielo abierto. Y las que se adentraban bajo tierra nunca medían más de unas decenas de metros.
—Cabe recordar que era el principio de la minería —dijo el hermano—. Pasaron unos… ¿cuántos serían?… cuatrocientos años de excavación. Incluso teniendo en cuenta que hubo períodos en que no se trabajó, la explotación tendría una envergadura increíble. No es de extrañar que la llamaran bia we aa en nub.
—La mayor de todas las minas de oro —tradujo Salma.
Jalifa buscó a tientas la boquilla de la sisha y echó una calada. Por muy interesante que le pareciera todo aquello, tenía que hacer esfuerzos por trazar una línea clara entre una mina de oro con tres mil años de antigüedad y una mujer estrangulada en una iglesia de Jerusalén. Era evidente que Barren Corporation estaba relacionada con la minería de oro. Y sabía por experiencia que el oro y la violencia nunca estaban tan alejados. Aun así, todo le parecía bastante poco claro. Y mucho menos si se añadía la perspectiva de la trata de blancas. Echó una nueva calada, miró a Zenab —seguía con la mirada fija al frente, ensimismada— e hizo la pregunta lógica:
—¿Y la mina se agotó del todo en la antigüedad?
Oyó un murmullo y luego a Salma Raisuli que respondía:
—Es algo un pelín discutible.
Aquella no era la respuesta inequívoca que esperaba Jalifa.
—¿A qué se refiere con discutible?
—Pues Heródoto fue muy claro en este sentido —oyó que decía la voz de Hasán—. El afirma que la mina se abandonó a finales del Imperio Nuevo porque se había sacado ya todo el oro. Pero luego, Diodoro Sículo, quien parece haber trabajado a partir de una fuente distinta de la de Heródoto…
—Y en esta cuestión concreta, en general se le considera el más fiable de los dos… —lo cortó su hermana.
—… Diodoro se limita a decir que en el caos de finales del Imperio Nuevo se perdió el emplazamiento de la mina. Lo que implica que no se había agotado, sino perdido. Por supuesto, no existen referencias contemporáneas de después de la dinastía XX.
—Existe, sin embargo, un papiro del Período Tardío que describe una expedición organizada para intentar localizar de nuevo la mina —dijo Salma—. Algo que no habrían emprendido de no haber estado convencidos de que aún había material por explotar. Lamentablemente, la expedición se perdió en el desierto y todos sus componentes murieron de sed, por consiguiente no tuvieron oportunidad de encontrarla.
—La cruda realidad es que nadie sabe nada. —Habló de nuevo Hasán—. Personalmente me inclino por Heródoto. Salma, mi hermana, mantiene la opinión contraria. Es imposible garantizar nada.
—Y lo será hasta que alguien encuentre por fin la mina —añadió Salma.
—Lo que al parecer consiguió Samuel Pinsker —murmuró Jalifa, aspirando de nuevo el humo de la shisha.
Llegó a su mesa un joven que empezó a coger con pinzas las brasas del papel de aluminio de la pipa y a sustituirlas por carbón nuevo. Jalifa apenas se percató de ello. Notaba otra vez el cosquilleo en la espalda. No era muy intenso pero ahí estaba. Se inclinó un poco en el asiento.
—Parece que Heródoto dice que la mina contenía tanto oro que uno podría…
—… cortarlo de la pared con un cuchillo. —Hasán terminó la frase.
—¿Hay algo de verdad en ello?
Se oyeron risas. De los dos hermanos.
—Ya se ve que la minería de oro no es su fuerte —dijo Salma.
Jalifa reconoció que no.
—Una buena imagen, pero totalmente irreal —intervino Hasán—. Los egipcios sacaron la mayor parte del oro de las vetas de cuarzo aurífero, básicamente cuarzo blanco con minúsculas motas de oro en su interior. Para obtener oro había que sacar trozos de cuarzo de la ladera, machacarlos y lavar con agua el polvo obtenido para extraer el metal precioso. O sea que no es tan simple como apunta Heródoto. Diodoro Sículo se ajusta más a la realidad.
—Lo que no quiere decir que los antiguos yacimientos no contuvieran una gran cantidad de oro —dijo Salma—, y todas las fuentes coinciden en que el de Osiris era el más abundante. Tal vez haya un punto de verdad en lo que dice Heródoto. Los análisis que hemos realizado en los escoriales sugieren que incluso las minas menos productivas sacaban entre cincuenta y sesenta gramos de oro por tonelada de mineral metalífero, es decir, casi el doble de lo que produce una mina moderna. Y su pureza era excepcional. Llegaba a veintitrés e incluso veinticuatro quilates.
A Jalifa los términos técnicos se le iban de la cabeza, pero había captado las líneas generales. El hormigueo seguía ahí, subía y bajaba en su columna. Sabía que algo iba a salir de todo aquello. Que había una confluencia. A punto de surgir. Ahora bien, que tuviera algo que ver con el caso de Ben Roi ya era algo distinto.
—¿Y lo único que tenemos claro sobre el emplazamiento de la mina es que se encontraba en algún punto del desierto oriental?
—Tal vez puede limitarse geográficamente un poco —respondió Salma—. Es posible que los dos wadis en los que encontramos las inscripciones (El-Shaghab y Mineh) se utilizaran como vías principales hacia la mina, El-Shaghab desde el oeste y Mineh desde el norte. Y también hay un par de inscripciones más que la mencionan en Bir el-Gindi. De modo que si triangulamos los tres puntos situaríamos la mina en algún lugar de las tierras centrales del desierto. Lo que sigue siendo una zona muy amplia…
—Y de lo más remoto —añadió Hasán—. Por las señales de vida, podríamos estar hablando de la luna.
A Jalifa le pareció recordar que alguien había usado recientemente aquella analogía. No recordaba en qué contexto, ni perdió tiempo en buscarlo.
—¿Tendría algún valor esta mina? —dijo en cambio—. ¿En caso de que alguien la encontrara?
La pregunta salió de sus labios casi por su cuenta. La conclusión que llevaba implícita era: ¿valor suficiente para matar por ella?
—Supongo que todo depende de cómo se defina el valor —dijo Hasán—. Arqueológicamente sería un descubrimiento asombroso. Sobre todo si la mina de alguna forma se hubiera mantenido íntegra, que no se hubiera derrumbado.
—Hablaba más bien en términos económicos —dijo Jalifa—. Suponiendo que aún hubiera oro allí.
—Es una suposición desmedida —dijo Hasán—. Independientemente de lo que insinuara Diodoro, no veo que pueda quedar nada en el yacimiento original. Sobre todo después de cinco siglos de explotación continua.
—¿Y si quedara algo?
—Entonces sí tendría valor, por supuesto. El oro es el oro, evidentemente. Es algo que todo el mundo codicia.
—De todas formas, no es tan fácil —añadió Salma—. Como he dicho antes, no es tan solo cuestión de llegar allí con un pico y empezar a cortar el oro de las paredes. La extracción del oro a partir del mineral metalífero es un proceso complejo, y dado que se encuentra en un lugar tan remoto, tendría que llevarse a cabo mediante un procedimiento industrial para que fuera económicamente viable. Está claro que los faraones podían explotar la mina porque tenían a su disposición una legión de esclavos. Hoy en día hay algún gasto indirecto de mayor envergadura. De modo que la respuesta a su pregunta es sí, tendría valor pero no para cualquiera. Solo el gobierno o un importante grupo minero podría aportar los recursos necesarios para hacer realidad el valor.
«Un grupo como Barren Corporation», pensó Jalifa.
Se sentó cómodamente, soltando hilillos de humo por las ventanas de la nariz, dándole vueltas al asunto, con la idea de que allí había algo, pero luchando aún por dar el salto desde una mina de oro en Egipto a un cadáver en Israel pasando por el tráfico de mujeres que se extendía a uno y otro lado de la frontera. Pasó un tiempo. Luego, consciente de que los Raisuli le estaban esperando y su mujer también, y de que en definitiva no era él quien debía dar aquel salto sino hacer lo que estuviera en su mano para ayudar a Ben Roi a llegar al otro lado, agradeció la ayuda a los dos hermanos, dijo que se pondría en contacto con ellos si necesitaba algo más y puso punto final a la llamada. Permaneció un par de segundos más con la entrevista en la cabeza y luego se giró.
—Siento que haya sido tan…
El asiento de Zenab estaba vacío. Echó un vistazo a su alrededor, pensando que habría entrado en el bar a buscar algo o que se había acercado a una de las tiendas de por allí para mirar el escaparate. Ni rastro de ella. Se levantó para observar la calle, a izquierda y derecha, intentando verla entre el gentío, y de la preocupación pasó directamente a la alarma.
—¡Zenab! —La llamó. Después, más fuerte—: ¡Zenab!
Alguien le tocó la muñeca. Se volvió, pensando que era ella, pero vio al hombre de la mesa de al lado.
—Allí delante —dijo el hombre, señalando al otro lado de la calle.
Jalifa siguió el dedo del hombre. La vio contra la reja que rodeaba el parque de atracciones, mirando a los niños que estaban dentro, agarrada a los barrotes como si mirara desde la celda de una cárcel.
—Oh, Zenab —murmuró él—. Oh, cariño.
Dejó dinero en la mesa y cruzó la calle corriendo. Notó las convulsiones en los hombros de su esposa. La rodeó con el brazo y la apartó de la reja, maldiciéndose a sí mismo por no haberla vigilado más de cerca.
—Traquila —dijo—. Ya estoy aquí.
Zenab se volvió y hundió el rostro en su pecho, sollozando sin control.
—Lo echo de menos, Yusuf. ¡Dios mío, cuánto lo echo de menos! Es que no puedo soportar el silencio.
La ciudad se había llenado de vida con mil sonidos —risas, música, el estruendo de las bocinas, el chacoloteo de carros y animales—, pero él sabía exactamente a qué se refería Zenab. Sin Ali, siempre habría un rincón de su vida que permanecería en un silencio anormal, el de una casa vacía.
—No pasa nada —repitió, estrechándola con fuerza, sin hacer caso de las miradas de los transeúntes, de las murmuraciones de los que no aprobaban aquellas muestras de intimidad entre un hombre y una mujer—. Saldremos adelante. Te lo prometo, Zenab, saldremos adelante.
Permanecieron un rato así, juntos, ajenos a la gente que se movía en torbellino a su alrededor, encerrados en su propio mundo de sufrimiento. Luego la cogió fuerte de la mano y la llevó a casa; se le había ido totalmente de la cabeza la conversación con los Raisuli.