EL Eye of Horus amarró a media tarde; formaba parte del convoy de barcos procedentes de Asuán, que maniobraban en la orilla como un grupo de nadadores sincronizados que avanzaban en columna de tres.
Jalifa esperaba de pie en el muelle. En el momento en que levantaron las pasarelas, saltó a bordo y fue en busca del doctor Digby Girling, el hombre que según Mary Dufresne podía saber algo sobre el misterioso Samuel Pinsker. Finalmente lo localizó en un salón de proa, en el que daba una charla sobre antigua cosmética egipcia a un grupo de mujeres de mediana edad. Jalifa se quedó en el fondo hasta que se acabó la reunión y el público empezó a dispersarse. Entonces se acercó a Girling, se presentó y explicó por qué estaba allí.
—¡Un inspector! —exclamó sonoramente—. ¡Qué maravilla, cómo me intriga! ¿Se ha cometido algún crimen?
Hasta cierto punto, reconoció Jalifa. No podía entrar en detalles.
—¡Por supuesto! ¡Por supuesto! ¡Punto en boca!
El inglés se tocó la nariz con gesto cómplice. Mary Dufresne lo había comparado a un globo. Jalifa le veía más la forma de una pera. Un pera supermadura embutida en un traje de hilo blanco, con corbata y sandalias.
—¿Quiere que hablemos aquí? —preguntó—. ¿O prefiere que nos retiremos a popa?
Donde él se sintiera más cómodo, respondió Jalifa.
—Pues vamos a popa. Dentro de veinte minutos hay danza del vientre para las de nivel medio y no quisiera que nos molestaran. ¡Un inspector de carne y hueso! ¡Madre mía, es como si estuviera en un episodio de Morse!
Recogió las notas de la charla, se encasquetó un sombrero de paja y, con un vistoso gesto a lo que quedaba de su público, se dispuso a abandonar el salón.
—¡No se olvide de lo de esta noche, doctor Digby! —le dijo una de las mujeres.
—Voy a ser un auténtico Salomón —respondió él—. ¡Justo, pero muy, muy firme!
Hizo otro gesto teatral y se dirigieron hacia la escalera, toda enmoquetada, oyendo aún las risitas de aquellas mujeres.
—El concurso de momias del sábado por la noche —explicó el inglés a Jalifa mientras subían—. Treinta divorciadas con una buena melopea van a exhibirse envueltas en papel de váter y en mí recae el honor de escoger a la ganadora. ¡Qué vergüenza!
Movió la cabeza con gesto afligido y siguió hacia el final de la escalera para dirigirse a la cubierta superior del barco. En un extremo se veía una pequeña piscina rodeada de bañistas descansando en sus tumbonas. En el otro, un toldo bajo el cual habían puesto unas cuantas sillas de plástico. El barco era el último de una hilera y por eso desde cubierta se veía el macizo de Tebas envuelto en una neblina; el inglés paseó la mirada, distraído por aquella protuberancia poco definida. Luego dio una palmada y se dirigió hacia el toldo, se sentó en una de las sillas e indicó con un gesto a Jalifa que se acomodara a su lado.
—O sea que… Samuel Pinsker —dijo—. Espero poder ofrecerle alguna ayuda, inspector.
No era el único que podía proporcionársela. Después de una reunión interminable en la comisaría en la que Hassani les había estado dando la lata sobre la próxima inauguración del museo en el Valle de los Reyes —solo quedaban cuatro días—, Jalifa se había pasado el resto de la mañana estudiando las notas que le había enviado Ben Roi. Una llamada al hotel Rosetta, donde Rivka Kleinberg había reservado una habitación, no le había aclarado nada más de lo que ellos mismos habían dicho al equipo de Ben Roi. Los de la criminal de Alejandría no tenían constancia de ninguna relación entre el Rosetta y la trata de blancas, el pirateo informático o cualquier otra forma de delito organizado que no fuera un caso ocasional de pesca ilegal de langosta. La licitación de Barren del gas del Sahara, suponiendo que se hiciera realidad, se convertiría, según un contacto que tenía Jalifa en Al-Masry al-Youm, en uno de los negocios más importantes firmados por el gobierno egipcio con una empresa extranjera. Pero ahí tampoco había vínculo alguno con un asesinato en Jerusalén. En definitiva, no había avanzado nada sobre lo que ya sabían los israelíes. Si quería ayudar a Ben Roi en aquel caso —y cuanto más ahondaba en él, más interés sentía— tenía que hacerlo descubriendo por qué Rivka Kleinberg investigaba sobre Samuel Pinsker. Y era consciente de que solo podría conseguirlo en aquella conversación con Digby Girling. De modo que le iba mucho en ella.
—Según tengo entendido, usted ha investigado un poco sobre Pinsker —empezó.
—Para un monográfico modesto que escribí hace unos años —le confirmó el inglés—: «Todos los hombres del rey niño: Los miembros del equipo de excavación de la tumba de Tutankamón que quedaron en el olvido». Se vendieron veintiséis magníficos ejemplares en la librería del Museo Petrie. Un auténtico superventas según las normas de referencia egiptológicas. Pinsker destacó por su tarea en el diseño de la entrada de la tumba. ¡Por favor, Salah!
Se dirigió a un camarero con chaqueta blanca que daba una vuelta por la piscina. El hombre se acercó a ellos para preguntar qué deseaban. Jalifa levantó una mano para indicar que no quería nada. Girling pidió un Pimm’s.
—Siempre compro unas cuantas botellas en el aeropuerto —le confió—. Ahmed, el de la barra, tiene un don para la mezcla. Mucha menta, este es el secreto.
Parpadeó, se sacó un pañuelo y empezó a secarse la frente, que en los dos minutos que hacía que habían salido del interior, con aire acondicionado, se le había cubierto de sudor. Jalifa encendió un cigarrillo y se dispuso a reemprender la conversación, pero Girling se le adelantó.
—Un tipo interesante ese Samuel —dijo—. Sale muy poco en el libro, pero al final investigué bastante sobre él. Hoy ya nadie se acuerda de él, claro, pero en su época tuvo su importancia. Muchas veces me he planteado hacer otro libro con las notas reunidas.
Dio un toque final a la frente con el pañuelo, se quitó el sombrero y empezó a abanicarse con él.
—Era ingeniero de profesión. Ingeniero de minas judío en Manchester, para ser más exactos, algo que no creo que abarque mucho a escala demográfica. En un principio llegó a Egipto para instalar un sistema de cabestrantes en una mina de fosfato cerca de Jariyá y acabó quedándose, como asesor en alguna misión arqueológica en Luxor. Fue el primero que se dio cuenta de la importancia de ventilar de forma adecuada las tumbas más profundas del valle. De no haber sido por él, hoy en día no quedaría decoración alguna. Tampoco es que a esos les importara tanto…
Ladeó la cabeza hacia la piscina, donde dos mujeres en bikini se habían colocado sobre los hombros de dos hombres obesos y chillaban y reían mientras se mojaban con pistolas de agua.
—La sirena del Femina britannica —suspiró Girling, poniendo los ojos en blanco y girando un poco más la silla para no ver tan de lleno la piscina.
Por detrás de él, la extensión esmeralda del Nilo relucía bajo el sol de la tarde, y por un breve instante Jalifa se sorprendió a sí mismo observando una barcaza que surcaba las aguas río arriba, hacia la orilla occidental con la proa que abría una profunda y espumosa brecha en el agua sin darle tiempo a hundirse en aquella ensoñación, cuando resonó de nuevo la voz de Girling:
—… procedía de un suburbio de Manchester. Era hijo de un zapatero analfabeto que hablaba yidis. Tuvo que vivir las mayores penurias y una atroz discriminación para conseguir el título de ingeniero. Fue un hombre inteligente, a decir de todos, aunque también algo difícil. Muy resentido, de profundas convicciones socialistas, lo que evidentemente lo enfrentó a la gran mayoría de colonialistas de por aquí. Era dado a la pelea, todo el mundo sabía que por menos de nada sacaba los… ya me entiende…
Hizo un gesto de boxeo con los puños. Jalifa recordó la historia que le había contado Mary Dufresne sobre Pinsker, que había atacado a un hombre de Qurna.
—En efecto, parece que hubo alguna especie de altercado —reconoció Girling cuando Jalifa citó el incidente—. No pude encontrar los detalles precisos, tan solo que Pinsker se ofendió por algo que le había dicho el hombre y le pegó una solemne paliza. Aquello creó al parecer mucho resentimiento, aunque cabe decir que Pinsker no era así de natural. Casi todo el mundo coincide en que era muy respetuoso con los egipcios. Tal vez tuviera algo que ver con lo de… —Levantó la mano hacia la boca con el gesto de beber—. O bien esto o su cara. Su aspecto era un tema muy delicado.
—Iba a preguntarle sobre esto —dijo Jalifa—. Lo de su cara era… ¿cómo se dice?… ¿Deformidad de nacimiento?
—¿Defecto de nacimiento? —Girling lo negó con la cabeza—. No, no, quedó desfigurado mucho más tarde. En realidad, era un hombre bastante atractivo a juzgar por las fotos que hemos visto de él. Ojos oscuros, pronunciados rasgos semíticos. Lo de la cara fue gas.
Jalifa no lo entendió.
—Gas mostaza —explicó el inglés—. En la Primera Guerra Mundial. En la batalla de Passchendaele. Pinsker era zapador. Se encontraba al frente de un equipo que excavaba por debajo de las líneas alemanas, los teutones se percataron de ello, abrieron un pozo por su cuenta y bombearon una carga de gas hacia el túnel británico. Pobres desgraciados, los quemaron vivos. Pinsker se jugó la vida intentando tapar la brecha para que los demás pudieran escapar. Le concedieron la más alta condecoración militar británica por todo lo que pasó, pero siguió sufriendo hasta el final de sus días. Al parecer, el dolor era constante. Sin alcohol ni morfina no podía hacer vida normal. Un personaje trágico en muchos aspectos.
Jalifa dudaba de que la chica a la que había violado Pinsker pudiera verlo de la misma forma. Pero se guardó el pensamiento, pues no quería atascarse en los detalles de la violación. Sacó una fotocopia que llevaba en el bolsillo y dirigió la conversación hacia el aspecto de la historia de Pinsker que realmente le interesaba: la carta de Howard Carter.
—Me imagino que esto no le dirá nada… —dijo, pasándole la fotocopia.
Girling se puso otra vez el sombrero y, sacando unas gafas de media luna, se dispuso a leer la carta. A medida que iba avanzando en el texto, sus ojos se abrían como platos.
—¿De dónde demonios ha sacado esto? —preguntó, levantando la vista cuando hubo terminado.
—Estaba en unos antiguos archivos policiales. La descubrí hace un par de días.
—Ojalá la hubiera tenido antes. La habría incluido en el monográfico. Extraordinario. Algo absolutamente extraordinario.
—¿Tiene idea de a qué se refiere? ¿Cuando habla de encontrar algo?
—Pues evidentemente no estoy seguro al cien por cien —dijo Girling, escrutando de nuevo la carta—, pero bien mirado, casi me jugaría el cuello a que se refería al Laberinto de Osiris.
Lo dijo con tal convicción que dejó desconcertado a Jalifa. No había previsto una respuesta tan directa, creía que tendría que dedicar más tiempo al trabajo preparatorio. Avanzó lentamente, mientras el hormigueo de la expectativa se apoderaba de su espina dorsal. Corrió un velo sobre lo que se había dicho hasta entonces.
—¿Qué es este laberintio?
—Laberinto —lo corrigió Girling—. Una de las dos antiguas maravillas de Egipto a partir de las que los griegos le confirieron el nombre. La otra, claro está, es el complejo funerario de Amenemhat III, en Hawwara. De todas formas, en mi opinión, el Laberinto de Osiris es de lejos la más interesante de las dos.
—¿Se trata de una tumba?
—No, no, no. —A Girling le temblaban los carrillos al negar con la cabeza—. Era una mina. En realidad, la mina. La principal fuente de oro de los faraones del Imperio Nuevo.
El cosquilleo que notaba Jalifa se intensificó. Según las notas que le había mandado Ben Roi, Rivka Kleinberg había estado leyendo sobre minas de oro.
—Nunca había oído hablar de ello —dijo Jalifa.
—Es normal si no se tiene un interés particular en la tecnología de las sustancias naturales del antiguo Egipto. Si quiere que le diga la verdad, yo tampoco sabía gran cosa hasta que surgió en la investigación que llevaba a cabo sobre Pinsker y leí sobre el tema. Por lo visto, eclipsa el resto de minas de oro. En los tesoros de Tutankamón, en las riquezas encontradas en Tell Basta, en las joyas de Ahhotep, en la sepultura de Djehuty, en todas partes hay un montón de posibilidades de ver oro extraído del Laberinto. Una verdadera ciudad subterránea, según cuenta Heródoto.
—¿Y Pinsker buscaba esa mina?
—Por supuesto —respondió Girling—. Se ve que se convirtió en una especie de obsesión para él. Lo que no sé es dónde tuvo la primera noticia de ello, pero prácticamente desde que llegó a Egipto se dedicó a organizar expediciones hacia el desierto oriental con el objetivo de localizarla. Y supongo que es algo de lo que existe constancia, sobre todo teniendo en cuenta que él era ingeniero de minas. Existe una carta de él en Manchester, en el Archivo Bracken (Joseph Bracken fue un sindicalista de los años veinte, un compañero de guerra de Pinsker), en la que le habla de esto, de lo extraordinario que sería encontrarlo. Y no tanto desde el punto de vista del oro, sino por la información que podría proporcionar la mina sobre el trabajo en aquella época. En el momento en el que en Egipto todo quisque buscaba faraones y tesoros, a Samuel Pinsker solo le interesaba el proletariado. Un auténtico discípulo de Marx. ¡Ajá, ahí está la caballería!
Se acercó el camarero sosteniendo una bandeja con las puntas de los dedos. Dejó el Pimm’s de Girling y, a pesar de que Jalifa no había pedido nada, le sirvió un vaso de agua helada.
—¡Salud! —exclamó el inglés y acto seguido se tomó una tercera parte del vaso de un trago. Aquel cuello tan carnoso temblaba y se hinchaba como el de un pelícano. Jalifa tomó un sorbo de agua, contento de que se la hubieran servido.
Hubo un momento de silencio, que se cortó con:
—«Tan profundos son sus pozos, tan numerosas sus galerías, tan desconcertante su complejidad que al traspasar su puerta uno se pierde del todo; el propio Dédalo se desorientaría allí».
Girling tomó otro generoso trago y se apoyó el vaso en la curva de la barriga.
—Así describe Heródoto el Laberinto —dijo—. Como mínimo esto es una paráfrasis de Heródoto. Recuerdo el pasaje al pie de la letra. Al parecer había tanto oro en aquel lugar que uno podía sacar pedazos de este mineral de la pared con un cuchillo como si cortara carne. Y cuando salías a la luz del sol, suponiendo que salieras alguna vez, tu pelo brillaba como encendido a causa del polvillo áureo. Nunca se quedaba corto, nuestro Heródoto.
Soltó una risita mientras hacía girar una ramita de menta en lo que quedaba del Pimm’s. Jalifa tiró del último cigarrillo que le quedaba.
—Naturalmente, solo se refirieron a la mina como Laberinto los griegos —añadió Girling—. Es un concepto que no tenían los egipcios, que lo llamaban con un nombre algo más prosaico: shemut net wesir, los corredores de Osiris. Por supuesto, Osiris era el dios del Inframundo.
Shemut net wesir le sonaba, aunque solo de pasada. Pese a que le fascinaba el pasado de su país, la minería antigua nunca había sido un tema al que Jalifa hubiera dedicado mucha atención.
—¿Heródoto es el único que cita esta mina? —preguntó.
—No, no, existen referencias en distintos lugares —respondió Girling, dando una última vuelta a la ramita de menta antes de sacarla del vaso, inclinarse un poco y chuparla—. No pretendo ser una autoridad, pero sé que en Diodoro Sículo encontramos un pasaje sobre el tema. Explica que en su apogeo trabajaban en la mina hasta diez mil esclavos y que producía oro suficiente para compensar el peso de un elefante colocado en uno de los platos de una balanza. Y creo recordar que hay también algún fragmento en Agatárquidas. Además de las antiguas fuentes egipcias que, como tales, son algo más crípticas y abiertas a la interpretación.
Dejó caer la menta dentro del vaso, apuró lo que quedaba de Pimm’s, volvió a sacar el pañuelo y lo pasó por las gotas que le habían caído sobre la camisa y el pantalón. Desde la piscina llegó la voz de una mujer que preguntaba dónde había puesto Janine el Ambre Solaire. En el Nilo se acercaba una lancha turística que llevaba pintado en el techo un nombre no del todo fuera de lugar: New Titanic.
—Claro que siempre hay quien considera todo esto simples supercherías —retomó el tema Girling sin gesto alguno por parte de Jalifa—. Afirman que es un mito. Una especie de Eldorado egipcio. Carter, por ejemplo, siempre lo desechó, aunque también es verdad que solía despreciar todo lo que pudiera hacer sombra a su propio descubrimiento. Pero los textos son curiosamente congruentes, por supuesto teniendo en cuenta sus parámetros antiguos, y creo que no hace mucho han aparecido nuevas inscripciones que proporcionan más pruebas. El principal obstáculo es que nadie ha encontrado el maldito lugar. Pero parece que ahora alguien lo ha hecho. Mejor dicho, alguien lo hizo. —Blandió la carta—. Extraordinario. Absolutamente extraordinario.
—¿Cree que decía la verdad? —preguntó Jalifa.
—No veo por qué tendría que mentir. Era el típico impulsivo del norte, sin arrebatos de fantasía. Si dijo que lo había encontrado, yo me fiaría de él. Absolutamente extraordinario. ¿Le importa que haga una copia de esto?
—Puede quedárselo —respondió Jalifa—. Tengo el original en mi despacho.
—Se lo agradezco mucho. Ya veo que tendré que ponerme a trabajar en esto de Pinsker. Creo que incluso es más interesante de lo que había pensado. Una especie de Mallory en el campo de la egiptología.
Jalifa no captó la referencia, ni tampoco le hizo caso. Su cabeza iba a cien intentando dar con la razón por la que una periodista israelí que trabajaba en un reportaje sobre el tráfico sexual de mujeres podría haberse interesado por el descubrimiento de una antigua mina de oro en Egipto. No era su obligación, la investigación era de Ben Roi, pero no podía evitarlo. Había algo en aquel caso que lo tenía enganchado. Y además de una forma que nada lo había logrado desde entonces.
—¿Sabemos algo más de esa mina?
—¿Humm…? —Girling estaba leyendo de nuevo la carta, ensimismado.
—La mina. ¿Sabemos algo más sobre ella?
—Pues como le decía, de hecho no es mi especialidad. —El inglés dobló la carta y se la metió en el bolsillo de la camisa—. Yo siempre me he inclinado más por lo griego y lo romano. Era algo sin duda importante: todas las fuentes coinciden en ello. La madre de todas las antiguas minas egipcias. Y al parecer se utilizó durante toda la época de Imperio Nuevo. Unos quinientos años de excavación y construcción de túneles. Teniendo en cuenta que las tumbas más profundas del Valle de los Reyes se excavaron en unos veinte años, vemos un poco la posible escala del lugar. Evidentemente se explotó del todo en la antigüedad, pero así y todo constituiría un gran descubrimiento.
—Y estaba situada en algún punto del desierto oriental —dijo Jalifa.
—Ahí es donde parecen situarla las fuentes. La mayor parte de las explotaciones de oro se encontraban en esta parte del mundo. O ahí o en Nubia, que es, por supuesto, donde nace nub, el antiguo término egipcio que designa el oro.
Sacó el pañuelo y volvió a secarse la frente.
—Con quien debería usted hablar es con los Raisuli —dijo—. Han estado recorriendo esta parte de Egipto durante los últimos veinte años y poseen una gran información sobre la minería antigua.
Aquel nombre también le sonó a Jalifa.
—¿Hermano y hermana?
—Exactamente. Una pareja excepcional. Esas nuevas inscripciones de las que le he hablado estoy casi seguro de que fueron los Raisuli quienes las encontraron. Si quiere saber algo más del Laberinto es con ellos con quien tiene que hablar. Creo que están en la Universidad de El Cairo.
Jalifa tomó nota mental de contactar con ellos. Hizo alguna pregunta más a Girling, pero este no pudo añadir mucho a lo que le había dicho, aparte de que se dio cuenta de que iba mirando de soslayo el reloj. Jalifa le agradeció su ayuda y decidió concluir la entrevista.
—Espero no apurarlo —dijo Girling en tono de disculpa—, pero a las cinco tengo que llevar a un grupo a la Avenida de las Esfinges y el tiempo ya empieza a echárseme encima.
Jalifa le dijo que no se preocupara, que tenía todo lo que le hacía falta.
—Un trabajo magnífico el de la avenida, por cierto —añadió Girling, levantándose del asiento—. Una obra extraordinaria. Ha transformado totalmente la ciudad. Supongo que como habitante de Luxor se sentirá orgulloso.
Jalifa no respondió, se levantó y tomó el último sorbo de agua. Durante un breve instante su mirada quedó fija en una enorme extensión de ward-i-nil, que ondeaba en el centro del río, con una garza real plantada, arrogante, encima, cual barquero al timón de su embarcación.
Luego, agitando la cabeza, siguió al inglés.
—Otra cosa —dijo mientras cruzaban la cubierta—. En su investigación sobre Pinsker, ¿encontró algo que lo relacionara con Israel?
El inglés frunció el ceño.
—Ahora mismo no se me ocurre nada. En la época de Pinsker, Israel ni siquiera existía. Entonces era el Mandato británico de Palestina. ¿O era el Mandato de la ONU? Nunca me acuerdo. De cualquier forma, casi pondría la mano en el fuego a que Pinsker nunca estuvo allí. Más bien se mostraba escéptico sobre toda la cuestión sionista. Pero sí estuvo en Egipto, o sea que no es imposible que no hubiera hecho una visita. Yo no tengo noticia de que lo hiciera.
Llegó a la puerta del barco, pero antes de salir se volvió.
—Un momento, un miembro de la familia se trasladó allí. A finales de los treinta. Una prima suya o así, pero muy lejana. Se quedó un par de años, se desilusionó y volvió a Inglaterra. No me acuerdo de su nombre.
Reflexionó un momento, se encogió de espaldas con aire de disculpa y se metió dentro. Jalifa se quedó contemplando el ward-i-nil a la deriva hacia el mar, que giraba lentamente empujado por la corriente. Luego encendió otro Cleopatra y siguió a Girling.
—Hay que reconocer que se trata de un caso enigmático. —Se oyó la voz del inglés desde la escalera—. Antiguas minas de oro, arqueólogos que desaparecen, misterios en Tierra Santa… Se diría el argumento de una novela. Me encantaría saber de qué va todo esto.
Jalifa dio una calada al cigarrillo.
—Ya somos dos —murmuró.