Jerusalén

EL domingo por la mañana, Ben Roi se levantó pronto. Redactó a toda prisa una lista pormenorizada de cuatro páginas sobre los puntos clave del caso y se la mandó a Jalifa. Después, porque sí, entró en Google para buscar el accidente de coche en el que había muerto la esposa de Nathaniel Barren. No encontró mucho más de lo que le había contado Natan Tirat. El coche se había salido de la carretera al norte de Houston, se había estrellado contra un poste y ella había muerto en el acto. Un testigo afirmaba haber visto a otra persona en el vehículo poco antes del golpe, pero nadie más había podido corroborarlo, de modo que una investigación detallada había concluido que el accidente había sido pura y simplemente… accidental. Después de buscar durante unos cuarenta minutos decidió que todo se reducía a una maniobra de distracción —tanta que al fin se te iba el santo al cielo— y apagó el ordenador. Llamó a Dov Zisky para decirle que llegaría tarde, compró un ramo de rosas en la floristería de delante de su bloque y se dirigió hacia la casa de Sarah.

—¿Y esto? —preguntó ella al abrir la puerta.

—Me apetecía verte.

Le dio las flores que había escondido detrás.

—He estado tan liado con el trabajo… He pensado que podríamos desayunar juntos y luego te llevo a la escuela.

—No entro hasta las doce.

—Perfecto. Podemos pasar la mañana juntos.

Ella lo miró con recelo.

—No es muy propio de ti, Arieh.

—¿Qué es lo que no es propio de mí?

—Tomarte una mañana libre en plena investigación. Pasa algo. —Se lo dijo en un tono más de burla que de enfrentamiento—. Vamos, confiesa. Has hecho algo. O quieres algo.

—Solo quiero pasar un rato contigo y con Bubu. Os he echado de menos a los dos.

Y era cierto. Parecía que algo en aquel caso —todo el asunto de la trata de blancas, la muerte del hijo de Jalifa— le había llegado al alma de una forma distinta. La noche anterior, a la vuelta de Tel Aviv, pasó mucho rato en la cama pensando en Sarah y en el bebé, con ganas de que estuvieran a su lado, reprochándose que no fuera así. En general, en una investigación que exigía tanto como aquella, el caso lo apartaba de sus seres más queridos. En esta ocasión parecía que lo empujaba hacia ellos. Cada día veía más claro que tenían que darse otra oportunidad. Que él tenía que darse otra oportunidad. Al fin y al cabo, ¿quién si no él lo había fastidiado todo?

—¿Vas a ponerlas en agua?

—Por supuesto. Muchas gracias. Son preciosas.

Sarah cogió el ramo.

—Y tengo algo más —dijo él—. Fíjate.

Se sacó el móvil y lo puso frente a los ojos de Sarah como un mago que empieza un número. Luego, con un gesto teatral, arqueó un dedo y pulsó la tecla de apagado, acompañándose con un sonoro «¡tachan!». Ella se puso a reír y se le echó al cuello, apretando la barriga contra la de él, lo que le produjo una maravillosa sensación.

—¡Y yo que creía que vería al gran rabino comiéndose un cóctel de gambas antes de que tú hicieras ese gesto! —bromeó ella.

—Pues ya ves. Los milagros existen. ¿Quieres que prepare el desayuno?

—¡Qué bien!

Eso hizo, pero la tortilla francesa se convirtió en huevos revueltos y las tostadas hicieron disparar la alarma de humo de la cocina. Le recordó en broma lo inepto que era para la cocina, lo que desencadenó el comentario jocoso sobre lo de morder la mano del que te da de comer… cachondeo y juego. El tipo de juego de siempre, que se había interrumpido aquel último año. ¡Qué guapa le parecía!

Después de desayunar —en la terraza, con una atmósfera curiosamente cargada, como si se hubiera tratado de algo así como un primer encuentro—, Ben Roi pasó al segundo milagro de la mañana al ocuparse de recoger y fregar los platos.

—Pero ¿de dónde ha salido este dios doméstico? —preguntó ella, simulando sorpresa.

—No tiene nada que ver conmigo. Habrá entrado alguien en la casa. Yo que tú llamaría a Urgencias.

Más risas. El mejor sonido del mundo.

Después, ella se tumbó en el sofá, así Arieh pudo colocar la mano sobre su barriga y notar cómo el enano empezaba una tabla de pilates especialmente enérgica. Al cabo de un rato, Sarah sugirió acercarse al centro comercial Mamilla a comprar ropa para Bubu. Ben Roi no soportaba ir de compras, consideraba que era tanto o más aburrido que hacer la declaración de la renta. Pero se sobrepuso, feliz de poder pasar un rato con ella, aunque ello supusiera aguantar mecha durante dos horas mientras Sarah repasaba un interminable repertorio de peleles y cocodrilos en miniatura.

—¿En serio no te aburres? —iba preguntando ella.

—¡Qué va! —iba mintiendo él.

De pronto dieron las doce y él la acompañó siguiendo los muros de la Ciudad Vieja hacia la ludoteca que dirigía ella en Silwan, un barrio árabe atestado hasta la ladera de la colina, al sur de la Ciudad Vieja. Era una iniciativa experimental pensada para integrar a críos israelíes y palestinos por medio del juego. Cuatro años antes habían reunido allí a más de treinta niños. En aquellos momentos no llegaban a doce, lo que decía mucho sobre el proceso de paz.

—¿Qué pasa con los colonos? —le preguntó él al desviarse en Ma’ale Ha-Shalom y enfilar la pronunciada cuesta de Wadi Hilwah.

—¿A ti qué te parece? La mierda de siempre.

Un grupo de colonos —ultraortodoxos, financiados por Estados Unidos, como la mayoría de los de por allí— había comprado la casa de al lado de la escuela y no dejaba de crear problemas.

—El otro día uno lanzó una bolsa con orines en el patio —dijo ella—. Por poco le da a uno de los pequeños. ¡A un niño judío! —Movió la cabeza con rabia—. Aunque todo hay que decirlo: la semana pasada un grupo de shebab les arrojó una bomba incendiaria desde nuestro minibús.

—Como mínimo habéis dado de beber a estos pirados de su misma medicina —dijo él en broma, aunque no arrancó ni una leve sonrisa de ella.

—La verdad es que no creo que podamos seguir durante mucho más tiempo —dijo ella—. Hubo un momento en el que parecía que iba a funcionar, pero como están las cosas hoy…

Se frotó las sienes.

—Te digo una cosa, Arieh, los locos se están apoderando del manicomio. Si no lo han hecho ya. A veces me pregunto si es este el país en el que quiero ver crecer a mi hijo.

Ben Roi aminoró la marcha y le cogió la mano.

—Nuestro hijo tendrá el mejor hogar del mundo, Sarah. El más feliz y el más seguro. Eso te lo prometo. De todo corazón.

Ella le estrechó la mano, se acercó a él y le dio un beso en la mejilla.

—Te quiero, Arieh. Me sacas de quicio, pero te quiero. Bueno, espabila, que llegaré tarde.

Arieh le acarició el pelo y siguieron cuesta abajo hasta el edificio de hormigón con rejas en las ventanas y un portal de acero lleno de pintadas. La ayudó a salir del coche y se acercaron a la entrada, haciendo caso omiso del edificio contiguo, en cuyo tejado ondeaba una bandera gigante blanca y azul de Israel. Sarah tocó el timbre.

—Gracias por esta mañana tan agradable.

—Gracias a ti.

—Tendríamos que repetirlo.

—Lo haremos.

—Las tostadas estaban deliciosas.

—¡Anda ya!

Se echaron a reír y se estrecharon las manos. Él quería decir algo más, ir un poco más al fondo, comentarle que para él era única, que significaba mucho, que lo que más deseaba en el mundo era compartir el futuro con ella. No tuvo tiempo de abrir la boca porque se abrió el portal. Sarah puso los ojos en blanco: tal vez habían pensado lo mismo.

—Llámame —dijo.

—Descuida.

Le dio un beso en la nariz, con su abultado vientre rozó el de él y diciendo «Adiós, papá» entró en el edificio. Una rápida oscilación y el acero sonó al cerrarse. Ben Roi se quedó allí mirando, pensando que la vida sería mucho más fácil si tuviera un trabajo normal, algo que no le bloqueara eternamente el cuerpo y el alma con muerte, violencia y sufrimiento. Agitó la cabeza, sacó el móvil, lo encendió y se fue despacio hacia el coche. Al llegar, una serie de pitidos lo avisaron de que tenía llamadas perdidas y mensajes. Un montón de llamadas perdidas y mensajes. Muchos más de la cuenta. Frunció el ceño, reclamó el buzón de voz y, apoyado en el coche, empezó a escuchar.

Ya dentro del edificio, Sarah circulaba por la zona de juegos con su compañera Rivka, le contaba que se lo había pasado muy bien y que quizá, solo quizá, ella y Ben Roi lo intentarían de nuevo. De pronto una voz conocida retumbó en el extremo más alejado del edificio.

—¡Oh, no, no, no, ignorante de mierda! ¿Qué haces?

La sonrisa de ella se apagó.

—Fue bonito mientras duró —suspiró.

Ben Roi conducía como un loco, el pie apretando al máximo el acelerador, la sirena, ensordecedora, la luz parpadeando frenéticamente en el techo del Toyota. En cinco minutos se plantó en la Kishle. Ornar Ibn al-Jattab estaba saturada: varios cientos de armenios cantaban, gritaban, insultaban a la hilera de agentes que se habían desplegado para evitar que se acercaran a la comisaría. Y contemplando la panorámica, un enjambre de periodistas, fotógrafos y equipos informativos de televisión. Realmente lo que esperaba, teniendo en cuenta que acababan de detener al arzobispo armenio Petrossian como sospechoso del asesinato de Rivka Kleinberg.

Se acercó con el Toyota al portal de seguridad de la comisaría, enseñó la placa y entró como una flecha al aparcamiento situado en la parte posterior del edificio. Zisky le estaba esperando, pues le había llamado antes.

—¡Esto es obra de Baum! ¿O no? —exclamó, saltando del coche—. ¡Es Baum quien está detrás de todo!

—Ha abusado de su autoridad con la sargento Shalev —le confirmó Zisky—. Dice que tiene pruebas suficientes para acusarlo.

—¿Qué pruebas? ¡No fastidies!

Zisky no conocía los detalles, sabía tan solo que el comisario jefe afirmaba tener un caso sin fisura alguna.

—Sin fisuras como el puto Titanic, ¡si hacemos caso al historial de Baum! ¿Dónde está Leah?

Al parecer la habían mandado a casa para que se tranquilizara. Había perdido los papeles al enterarse de lo ocurrido. Ben Roi pegó un puñetazo al techo del Toyota y se fue hacia el edificio, con Zisky pisándole los talones.

—¿Y el comandante Gal?

—En la otra punta de la ciudad, informando al ministerio.

—¡Por Dios santo, menuda pifia! Tenemos una comunidad que se comporta y va y me la exalta. Me la saca a la calle delante de la prensa. ¡Será tarado!

Entró como una flecha en el recinto de inspectores. Allí estaban Uri Pincas, Amos Namir y el sargento Moshe Peres sentados con los pies sobre las mesas. Parecían convencidos de que aquello era un hecho consumado.

—Todo un detalle…

—¿Dónde está Baum? —espetó Ben Roi sin dejar terminar a Pincas.

—… que te unas al grupo —prosiguió Pincas acabando la frase—. Arriba. Sorteando las preguntas de la prensa.

—Es capaz… —refunfuñó Ben Roi. Acto seguido, giró sobre sus talones, volvió corriendo al aparcamiento y se metió en el túnel de entrada de la comisaría. Al final de este, la multitud empujaba contra el portal de seguridad, los gritos impregnaban la atmósfera. El cordón de agentes se las veía y se las deseaba para mantener la distancia. Ben Roi entró por una puerta pequeña y se metió en una escalera.

—¿Te acompaño? —preguntó Zisky, aún detrás de él.

Ben Roi se dio media vuelta.

—Lo que tendrías que hacer es salir ahí fuera a buscar a un tipo llamado George Aslanian. Es el dueño de la Taberna Armenia. Todo el mundo le conoce. Dile que llevo el caso y a ver si puede hacer algo para calmar a toda esta gente. ¿Vale?

—Vale.

—Y llévate un par de agentes. No quisiera que le ocurriera nada a ese cutis tan fino que tienes.

Le dio una palmadita en la mejilla, se volvió de nuevo y abordó los escalones de dos en dos.

El comisario jefe Yitzhak Baum estaba en su despacho, sentado en su escritorio hablando por teléfono. Era un hombre bajito y rechoncho, con un uniforme perfectamente planchado, la hoja y la estrella de la insignia de sgan nitzav superreluciente en sus hombros; siempre había irradiado un aire de afectada autosatisfacción, algo que aquella mañana destacaba más mientras insistía en que solo podía comentar que en aquel estadio no se buscaba a nadie más en relación con el asesinato de Rivka Kleinberg. Ben Roi entró en el despacho hecho un basilisco, pulsó con el dedo el botón de colgar el teléfono y cortó aquella comunicación.

—Pero ¿qué coño hace? —chilló Baum, indignado—. Estaba hablando con el Jerusalem Post.

—Que se jodan los del Jerusalem Post —saltó Ben Roi, apoyándose en el escritorio y acercándose al rostro de su superior—. ¿Qué ocurre?

A Baum le costó un momento recuperar el tono; aquella boca carnosa se retorcía, crispada, haciendo esfuerzos por controlar el enojo.

—Lo que ocurre, inspector Ben Roi, es que estoy resolviendo un asesinato. Algo que está a leguas de lo que ha estado haciendo usted durante estos putos diez días.

—¡Petrossian! —Ben Roi no daba crédito—. ¡Un sacerdote de setenta años! ¿Y eso cómo se explica?

—¡Se explica por medio de un proceso de larga tradición de recogida de pruebas y de saber adonde llevan estas!

—¡Huy, haga el favor de ahorrarme el ingenioso rollo!

—¡Y usted de demostrarme un poco de respeto, Ben Roi!

—¡No me joda!

—¡No me joda, usted!

Baum se había levantado y los dos se estaban midiendo. Una joven agente asomó la cabeza para preguntar qué era todo aquel jaleo.

—¡A tomar viento! —rugió Baum.

Con tres zancadas se acercó a la puerta, la cerró y volvió a su escritorio.

—¡Vaya con cuidado, Ben Roi! —gritó el jefe—. ¡Habrase visto, hablarme de esta forma! Mucho cuidadito si no quiere que le abra un expediente.

—¡Mire cómo tiemblo!

—¡No estaría de más! ¡Qué desgracia! Usted y ese putón con ínfulas detectivescas…

—¡No se atreva…!

—¡No se atreva!

—¡Maniak!

—¡Esa lengua!

—¡Maniak!

El toma y daca de gritos e insultos siguió un buen rato hasta que la furia fue extinguiéndose y los dos se quedaron en silencio, jadeando, mientras llegaban de fuera los gritos de los armenios concentrados en la plaza. Pasaron diez segundos y Baum volvió a sentarse. Ben Roi levantó las manos y se apartó un paso de la mesa.

—¿El comandante Gal está al corriente de todo?

—Naturalmente. ¿Usted cree que yo haría algo a sus espaldas? Le he mostrado las pruebas, ha dado su autorización y ha firmado la orden.

Ben Roi movió la cabeza. Gal no tenía un pelo de tonto: casi seguro que había autorizado la detención porque Baum le había presentado el caso de forma que pareciera más convincente de lo que era en realidad.

—¿Y cuáles son esas pruebas? Esas pruebas irrefutables…

Baum se acomodó en el sillón, aún resoplando.

—Tiene antecedentes.

—¿Petrossian?

—Atacó a un sacerdote ortodoxo griego en el Santo Sepulcro. No lo estranguló de milagro. Perdió totalmente los papeles.

—¿Cuándo…?

—En 2004.

Ben Roi soltó una risita displicente.

—Vaya, pues ya tenemos al asaltante en serie.

Baum se irritó pero no mordió el anzuelo.

—Y hay más.

—Adelante.

—En los setenta lo sorprendieron amañando la contabilidad de la catedral. Era responsable de las finanzas y desviaba fondos de las cuentas para reinvertir en bonos de riesgo. Esos bonos se fueron al garete y la institución estuvo al borde de la bancarrota. Ha’aretz publicó un exhaustivo reportaje.

Ben Roi no daba crédito a lo que estaba oyendo.

—¿Y eso tiene alguna relación?

—Por supuesto.

Los resoplidos de Baum fueron en aumento.

—La periodista que firmó el artículo era una joven en prácticas que publicaba su primer trabajo importante. Se llamaba…

—Rivka Kleinberg.

Ben Roi había terminado la frase. Baum esbozó una sonrisa de autosuficiencia como si hubiera marcado un tanto.

—Lo ha descubierto Namir. Un buen inspector ese Amos. Impecable. —Dejó aquello en el aire y luego prosiguió—: Gracias a Kleinberg, mandaron a Petrossian de vuelta a Armenia, pues cayó en desgracia, y tuvo que pasar tres años purgando sus pecados con trabajos de captación en el culo del mundo. Perdió toda oportunidad de llegar a patriarca. Lo que a mi modo de ver le da un motivo cojonudo.

—¡Treinta y cinco años después de los hechos! —Ben Roi no paraba de mover la cabeza—. Vamos, Baum, incluso aplicando sus criterios es insostenible. Con la consistencia de una meada de gato.

—Una pieza después de otra, Ben Roi. Es así como funciona. Una pieza después de otra y se va construyendo el caso. Y voy a mostrarle otra de las piezas. Petrossian mintió sobre dónde se encontraba la noche del asesinato.

Ben Roi abrió la boca y volvió a cerrarla. Aquello parecía más condenatorio. Baum vio que lo tenía en una situación comprometida y su sonrisa se amplió.

—Dijo que se encontraba en sus estancias cuando Kleinberg fue asesinada. Gracias a un trabajo excelente realizado por su amigo mariquita, sabemos que en esas residencias hay una puerta particular que da a la calle. Y ahora disponemos de grabaciones de Petrossian de paseo por el barrio armenio cuando afirma que se encontraba en la cama.

Ben Roi tenía que haberle pegado un puñetazo por lo de «mariquita», pero decidió dejarlo.

—¿Qué grabaciones? Si no hay cámaras en el barrio armenio.

—No las hay de la policía. Pero en la tienda de la esquina de Ararat con San Jaime, en Sammy’s, tienen vídeo de seguridad encima de la puerta. Namir le echó un vistazo por si acaso. Como le decía, un buen inspector ese Namir. Impecable. ¿Y qué cree que descubrió? Unas imágenes clarísimas de su encantador arzobispo, que bajaba por Ararat a las 18.04 del día del asesinato y subía de nuevo a las 20.46. Lo que le sitúa justo en el lugar exacto, Ben Roi. Más en el centro imposible.

El comisario estaba animado, se lo pasaba bien.

—¿Qué tenemos? Una persona que no es de fiar, un motivo claro, una coartada falsa. —Iba contando con los dedos, con los dedos suaves de la persona que en su vida ha hecho algo parecido al trabajo duro—. Y en caso de que quedara la menor duda, contamos también con una confesión.

Ben Roi volvió a abrir la boca, y también a cerrarla antes de decir nada. Baum asintió con gran satisfacción, consciente de que se estaba imponiendo claramente. Levantó un papel que tenía en la mesa y empezó a leerlo: despacio, saboreando cada una de las palabras.

«Su muerte está en mi conciencia. El culpable soy yo. Yo la maté».

Levantó la vista hacia Ben Roi y luego siguió leyendo, llevando el agua a su molino.

—Evidentemente, aquí me estoy perdiendo algún significado oculto, pero no veo de qué se trata. Tal vez usted pueda ayudarme.

El sarcasmo era pronunciado, provocador.

—¿Eso le dijo a usted?

—A uno de los arzobispos. Y uno de los informadores de Namir lo oyó al pasar.

—O sea que no es una confesión formal, ni mucho menos.

Baum no respondió: se limitó a cruzar los brazos y a girar en su asiento de ejecutivo. Era consciente de que en aquellos momentos llevaba el timón.

—Eso le revienta, ¿verdad?

Ben Roi solo le dirigió una mirada fulminante.

—Le revienta a usted. El gran balash, merecedor de tres menciones por su excelente labor policial. Siempre llega al fondo en un caso. Y esta vez se ha quedado en el margen. Lo ha resuelto otro y todas sus patéticas pistas se han convertido en una mierda pinchada en un palo. Eso tiene que torturarlo.

—Lo que me tortura —contestó Ben Roi— es que usted haya jodido a toda una comunidad, la armenia, y que haya estado a punto de crear un importante desorden callejero por un caso que cualquier fiscal con dos dedos de frente hará trizas en cuanto llegue a sus manos. Todo es circunstancial, Baum: no tiene usted nada, nada que relacione a Petrossian directamente con el crimen.

Baum dejó de girar en el sillón y se inclinó hacia delante de la mesa.

—Lo conseguiremos, inspector. Créame, lo conseguiremos. Petrossian es nuestro hombre, y si no la estranguló él directamente, sabe quién lo hizo, más claro el agua. Ahora mismo el personal forense está en su casa. Enseguida iremos hasta allí Namir y yo para apretarle las tuercas. Y usted —dijo señalándolo con el dedo, agresivo— se irá a su despacho y se dedicará a salvar lagunas.

—Voy a asistir al interrogatorio.

—¡A su puto trabajo irá usted! —exclamó Baum, haciendo una breve pausa al darse cuenta de que no surtía el efecto esperado. Pero siguió—: Usted siempre ha sido un cabrón con ínfulas, Ben Roi, y eso se va a acabar. Ahí está nuestra línea de investigación y se ceñirá a ella. ¿Entendido? O eso o le degrado a shoter y lo mando a hacer guardia en el último garito dejado de la mano de Dios. Vamos, para abajo y manos a la obra. Es una orden.

Ben Roi lo miró fijamente, sin hacer ningún esfuerzo por disimular el odio que sentía, y luego se dio media vuelta y se acercó hacia la puerta. Una vez allí, se volvió otra vez para decir:

—¿Sabe qué me recuerda todo esto?

El otro levantó las cejas.

—Las tortillas que he hecho esta mañana.

Baum parecía desconcertado.

—Huevos —explicó Ben Roi—. Un montón de huevos espumeantes. Y le caerán directos a la cara. Se ha equivocado de persona y más le vale tener una buena toalla a punto porque cuando todo esto explote tendrá un revoltijo que no habrá quien se aclare.

Fue a salir pero dio marcha atrás inmediatamente.

—Y que conste que si vuelve a hablar de mi compañero en esos términos le partiré la cara. Y lo mismo vale para Leah Shalev. Maniak.

Ya estaba a media escalera y a Baum no se le había ocurrido una respuesta adecuada.