CHAD Perks entró en el piso de Gezira que la empresa alquilaba para él, se fue directo al salón y salió a la terraza. Se apoyó en la balaustrada, contemplando el Nilo, soltó un sonoro pedo y, como hacía un montón de veces al día, pensó: «Joder, qué chula es la vida».
Director nacional de Barren del norte de África tal vez daba a entender más de lo que implicaba en realidad. Todas las transacciones importantes se gestionaban directamente desde Houston. Su función se acercaba más a las relaciones públicas. Como jefe de la delegación de El Cairo, tenía contactos con los mandamases de Egipto, los llevaba a cenar a lugares caros —como el de aquella noche en Justine—, pagaba a quien tenía que pagar y se trasladaba todos los meses a Luxor a controlar los avances en el nuevo museo, que había que inaugurar dentro de menos de una semana. Básicamente era el rostro de Barren sobre el terreno. Y, por qué no, los ojos y los oídos de Barren también. La empresa estaba tan pendiente de la licitación del gas en el Sahara que solo pensaba en controlar la atmósfera política del país —sobre todo desde que habían dado el pasaporte a Mubarak— y Chad Perks era un lince en eso de controlar. Cuando obtuvieran la concesión, pensaba, su función sería igual de importante que la de los que se dedicaban a perfilar los detalles del contrato. Algo que iba a reflejarse en la suculenta bonificación por rendimiento que recibiría una vez se hubiera dado por concluido el negocio.
Una remuneración generosa para un extranjero, un sustancial plan de pensiones, un lujoso piso frente al Nilo, un cargo que impresionaba aunque fuera algo pretencioso. «Psé, la vida es chula, ¡ya te digo!», pensaba Chad.
Lo era como mínimo hasta que notó que alguien detrás de él le colocaba una cuerda en el cuello y tiraba de él apartándolo de la barandilla de la terraza y le hacía perder el equilibrio.
Chad Perks tenía una serie de virtudes, pero la valentía no estaba entre ellas. Pataleó y luchó un momento, más por instinto que por el deseo innato de pelearse con el asaltante, pero luego se soltó. Vislumbró brevemente el Ramses Hilton del otro extremo del río, algo borroso, y notó también un leve perfume almizcleño de desodorante: es curioso lo que notas cuando te están estrangulando. Luego, de pronto, se encontró boca abajo sobre la alfombra del salón; la cuerda había desaparecido. Se hizo un ovillo, empezó a toser, a buscar aire, intentando desesperadamente recordar cómo decir «No me haga daño, por favor». (Las lenguas, como la valentía, nunca habían sido el fuerte de Chad).
No tenía que haber hecho tanto esfuerzo. Cuando su atacante abrió la boca, vio que hablaba en inglés. El hecho de oír una voz femenina le proporcionó un atisbo de esperanza. Pero el tacto de una pistola contra la sien se lo quitó enseguida.
—Vas a decirme qué hace tu empresa aquí, en Egipto —le espetó ella—. Qué haces tú exactamente. Y si me sales con chorradas, te voy a volar los putos sesos.
Chad le juró que no tenía intención de hacer nada más que colaborar.
—Vale. Empieza a hablar.
Chad empezó a hablar.