El Néguev

HABÍA leído todas las discusiones y especulaciones en internet, la intrincada teoría sobre quiénes eran y qué vínculos exactos los unían a Nemesis. Todo, estupideces. No había habido una lucha interna por el poder en Nemesis, ni tampoco escisión alguna, y ni mucho menos agentes provocadores procedentes de alguna multinacional sospechosa. La verdad pura y simple era que ella misma había mandado un correo electrónico a la web de Nemesis exigiendo un compromiso más radical y que quienes la dirigían se habían puesto en contacto con ella y le habían dado luz verde. Un breve contacto y había nacido el ala militante de Nemesis Agenda. Aun en aquellos momentos la sorprendía lo fácil que había sido todo.

Claro que había algo más. No se había limitado a mandar el mensaje en un arranque; no se había despertado una mañana pensando: «Vamos a joder el sistema». Se había hecho un trabajo preparatorio. Años de trabajo. Primero en Estados Unidos, después de huir, pasando de un grupo de protesta a otro —anticapitalistas, antiglobalización, comunistas, anarquistas, ecologistas—, en marchas y disturbios, cantando y haciendo ondear pancartas; enterrando su pasado, reconstruyendo su identidad.

Luego, más tarde, en Israel, adonde había llegado después del accidente, donde la ira había alcanzado un nivel muchísimo más elevado. Y también la vergüenza, a pesar de que ella sabía que no tenía que avergonzarse de nada. No se lo había buscado. No era culpa suya.

En Israel había conectado con Tamar —habían coincidido en un furgón policial después de una detención en una mani—, y a través de Tamar había conocido a Gidi y a Faz. La atracción se produjo por la coincidencia en la ideología. Aunque lo que les había juntado no eran tanto las ideas como las personalidades, el hecho de que todos se veían empujados por un motivo oculto, algo más íntimo que el simple deseo de poner palos en la rueda del capitalismo. Faz, el árabe-israelí cuya vida había sido una constante carrera de obstáculos en el tema de la discriminación y de la negación de derechos; Gidi, el recluta vilipendiado por sacar a la luz las atrocidades del ejército en Gaza; Tamar, hija de unos haredim ultraortodoxos, a quien habían avergonzado y condenado al ostracismo a causa de su sexualidad. Cada cual proyectaba en la amplia panorámica de la injusticia mundial su propio paisaje interno. Cada cual, como ella, tenía sus propios demonios secretos. Y todos, también como ella, buscaban el exorcismo.

Y lo más importante: unos y otros habían llegado a la conclusión de que el sistema de protesta tradicional —manifestaciones, concentraciones, sentadas y demandas— era una puñetera pérdida de tiempo. Aquello era una guerra y, en definitiva, las guerras solo podían ganarse por medio de la violencia.

Por eso empezaron a trabajar juntos. Primero acciones de menor envergadura: un asalto a unas oficinas aquí, un incendio allí. Llegaron luego las misiones más complejas. El sabotaje de unas conducciones en Nigeria; la bomba en una fábrica de munición en Francia; el secuestro y simulacro de ejecución de un importante especulador estadounidense del sector alimentario, con cuyos negocios había obtenido millones para su banco de inversión en Wall Street, al tiempo que condenaba a morir de hambre en África y en India también a millones de seres humanos. Emprender la lucha contra el enemigo.

Habían trabajado bien juntos, habían formado un buen equipo, muy cerrado: Faz con el ordenador reuniendo la información interna; Tamar al control de la logística; Gidi proporcionando las armas.

¿Y ella? Era el cerebro, la dirigente del grupo. Los colectivos también necesitaban un líder y definitivamente ella lo era.

Ella escogía las misiones, lo planificaba todo, hasta el último detalle, y había comprendido desde el primer momento que únicamente con las misiones no iban a ninguna parte. Por cada objetivo cubierto había otros mil que necesitaban cubrirse y no podía hacerse. Les faltaba alcance. Eran una gota en un océano. Porque en definitiva no se trataba de la violencia per se. Lo que se pretendía más bien era conseguir la onda expansiva, el impulso más amplio que generaba. Y ellos no creaban ese impulso.

Precisamente por ello se plantearon unir fuerzas con Nemesis Agenda. Aprovechar su web para atraer la atención mundial que jamás iban a conseguir ellos por su cuenta, por muchos ejecutivos que aterrorizaran, por muchas instalaciones en las que pusieran bombas. En un primer momento, los demás se habían mostrado escépticos, pero ella había insistido en que Nemesis tenía ya un perfil y unos seguidores y en que aliándose con ellos podían empezar a cambiar cosas. Le había hecho falta una buena dosis de persuasión pero por fin había ganado.

Se habían filmado ellos mismos poniendo la bomba en las oficinas de la multinacional en Tel Aviv como tarjeta de visita, habían hecho llegar la filmación al buzón seguro de la web planteando lo de unir fuerzas. En un mes no obtuvieron respuesta, pero una noche en la que Faz y ella se encontraban frente al ordenador, de pronto la pantalla se quedó en blanco. Antes de que Faz pudiera determinar qué problema se había producido, empezó a formarse en el centro del monitor un puntito, que fue ampliándose hasta formar esta frase: OFERTA ACEPTADA, LUCHAMOS JUNTOS.

Conexión establecida. Así de simple.

En realidad nunca había descubierto quién había detrás de Nemesis. ¿Un par de pirados que se reunían en algún lugar oscuro? ¿Un intrincado local de activistas con alcance mundial? Nadie tenía ni idea, pero pensándolo bien ella sospechaba que, fueran quienes fuesen, ella iba a ser uno de los suyos durante un tiempo. Desde el instante en que se comprometió con el movimiento había tenido la impresión de que la observaban. Y seguía con aquella idea, incluso allí, en medio del desierto. Intentaba no obsesionarse con ello. Se había metido dentro y aquello era lo más importante. Servía a la causa con sus capacidades. Castigaba a quienes merecían ser castigados. Maltrataba a los maltratadores.

Después de aquella primera fase de romper el hielo, el contacto se había reducido a un mínimo. Llevaban a cabo las misiones, lo canalizaban a través de Nemesis y lo pasaban a la web. Todo se reducía a esto. Su equipo se concentraba en lo de la acción directa, los de Nemesis se ocupaban de la parte informática, si bien en alguna ocasión le proporcionaban pistas y sugerencias, y gracias a los conocimientos tecnológicos de Faz podían incluso lanzar algún ataque informático por su cuenta. No existía reglamento de ningún tipo. Todos estaban en la misma lucha.

Solo existía una esfera de actividad claramente demarcada. Barren Corporation era de ella. Había insistido en que así fuera desde el principio. Nemesis dejaba aparte a Barren. Si había que cargarse la empresa, sería ella quien lo hiciera. Porque, al fin y al cabo, de eso se trataba. Solo de eso. Habían sido los asaltos informáticos a Barren lo que le había llamado la atención sobre Nemesis Agenda. Era Barren lo que la obsesionaba, día y noche, en especial después de lo de la catedral. Todo tenía su base en Barren, todos los caminos conducían allí. Barren era su motivo oculto. Lo había sido siempre y siempre lo sería.

—¡Mierda!

Pegó un frenazo. El Land Cruiser dio un bandazo y derrapó en el ardiente asfalto. Tan ensimismada estaba en sus pensamientos que había rebasado la valla. Refunfuñando, dio marcha atrás y volvió sobre sus pasos. Un kilómetro después, por la carretera 10, frenó de nuevo y aparcó al lado de la pista, pegando unas sacudidas en la grava y contra el alambre de espino que marcaba el límite. A este lado, Israel y el Néguev. Al otro, Egipto y el Sinaí. El gobierno estaba construyendo un barrera menos permeable para contener el tráfico de drogas y de personas: doscientos quince kilómetros de puestos de vigilancia y una valla electrificada que se extendería entre Gaza y Eilat. De todas formas, todavía no habían iniciado el trabajo en aquellas zonas y por el momento se podía cruzar sin problemas. En general se llevaba a alguien, pero aquella misión quería llevarla a cabo sola. Cuando se trataba de Barren, casi siempre iba por su cuenta.

Bajó e inspeccionó el panorama. Por las señales de vida, igual podía encontrarse en Marte. Esperó un minuto, superó la valla y levantó y apartó el alambre de espino en el punto donde lo habían cortado. Pasó con el Land Cruiser, en el que colocó las placas de matrícula egipcias, dejó la valla como estaba antes y salió a todo gas. Era la mejor parte de los cuatrocientos kilómetros que había hasta El Cairo y quería llegar a la ciudad antes de que amaneciera.