Tel Aviv

DESPUÉS de haber dejado a Zisky en el centro de Tel Aviv, Ben Roi llamó a su amigo periodista Natan Tirat para preguntarle si le apetecía quedar para tomar una copa. Su segunda intención era la de utilizarlo para sonsacarle algo de la Barren Corporation. Tirat tenía que acabar algo urgentemente —una historia fascinante sobre un agujero negro en el fondo de pensiones de Defensa—, pero le dijo que si podía esperarle en una hora estaría listo. No tenía prisa por regresar a Jerusalén, por tanto quedaron en tomar una cerveza en un bar de Dizengoff que los dos conocían.

Llamó otra vez a Sarah, le dejó un mensaje y, como tenía tiempo de sobra, aparcó en una calle lateral de Ha-Yarkon y se fue hacia el paseo marítimo a dar una vuelta.

La cornisa estaba a rebosar como todos los sábados: unos paseaban, otros hacían footing y los demás iban en bici o patines; los bares estaban de bote en bote, un gran número de parejas jugaba a matkot detrás del Sheraton Moriah y el sonido de las pelotas y los bates retumbaba en unos cientos de metros en ambas direcciones. Se oía música, una multitud se había reunido para bailar salsa y en la playa se aglomeraban los que tomaban el sol con unos bañadores tan minúsculos que lo mismo podían ir desnudos. No solo daba la impresión de ser una ciudad distinta a Jerusalén, sino que parecía pertenecer a otro mundo: mucho más relajada y despreocupada, mucho menos vehemente y pretenciosa. En Jerusalén siempre cargabas un peso sobre los hombros: religión, historia, política irreconciliable sobre la cuestión palestina. Allí, en la costa, se disipaba la carga: hasta parecía que Israel era un país normal. No era la primera vez que Ben Roi se preguntaba por qué demonios se había trasladado.

Se compró un helado —de dos bolas: fresa y pistacho— y siguió hacia abajo por el paseo, a su derecha el mar y a su izquierda las altas fachadas de los hoteles situados frente a la playa formando un ininterrumpido muro de hormigón. Pensó en llegar hasta el parque Clore, estirar bien las piernas, pero finalmente solo llegó hasta el edificio de la Ópera, que recordaba un zigurat. Se quedó un rato escuchando un cuarteto de cuerda que improvisaba un concierto bajo una palmera. Luego pegó el último mordisco al cucurucho del helado y volvió sobre sus pasos. Sus pensamientos dieron un giro con él: se le fueron de la cabeza las cavilaciones sobre Tel Aviv, sobre Sarah y el pequeño y sobre la dirección que iba tomando su vida para volver al caso Kleinberg. Gracias al dardo de despedida de Zisky en la cárcel, estaba ya claro que existía un punto de contacto entre Genady Kremenko y Barren Corporation; ahora bien, ¿quién podía adivinar cuál era este punto? Por otra parte, la implicación de Kremenko en el mundo del sexo lo vinculaba sin duda con Vosgi, quien, por su lado, proporcionaba una conexión con la pista armenia. Hasta ahí todo correcto. Pero ¿y la Agenda Nemesis y el inesperado viaje de Kleinberg hasta Mitzpe Ramon? ¿Tal vez Nemesis había hecho aflorar algo importante para el artículo sobre el que hacía la investigación Kleinberg en la época en que fue asesinada? ¿Les había aportado algo Kleinberg? Llegados a un extremo, según cómo, podría hacerse encajar aunque de una forma no del todo satisfactoria. Así pues, Barren, Kremenko, el tráfico, Vosgi, la catedral armenia, Nemesis, todo podía conectarse, eso sí, con algún eslabón débil.

El elemento problemático eran los artículos que había consultado Kleinberg sobre la minería de oro y Samuel Pinsker. Lo de las minas de oro tenía su relación clara con Barren pero era poco consistente con Samuel Pinsker, quien por lo visto había sido ingeniero de minas. Y Pinsker estaba conectado con Egipto, un centro de trata de blancas. A pesar de todo esto, uno tenía la sensación de que las dos historias contrastaban desmesuradamente, que eran desviaciones inexplicables de la dirección general del trabajo de Kleinberg.

Pinsker en concreto le daba dolor de barriga. La experiencia le había demostrado que cada caso ponía al descubierto como mínimo un elemento avieso, una pieza del rompecabezas que se niega rotundamente a encajar con el resto. Esta pieza era Pinsker. El inglés parecía pertenecer a otro panorama que no tenía nada que ver con aquello. Ben Roi había tenido la esperanza de que Jalifa descubriría algo, pero habían pasado cinco días y seguía sin noticias del egipcio. Aquello lo colocaba en una situación delicada. Necesitaba de todas todas comprender lo de Pinsker, pero al mismo tiempo no quería presionar a Jalifa para que le pusiera al corriente de lo que había encontrado, y más con todo lo que tenía que lidiar el egipcio en ese momento. Ya lo había llamado una vez, le había dejado un mensaje, y él no había contestado, por eso no quería insistir. Por otra parte, tampoco podía esperar indefinidamente. Tenía un asesinato que resolver y, de una forma u otra, Samuel Pinsker estaba vinculado de algún modo con aquel asesinato. ¿Tenía que hacer de tripas corazón y llamar de nuevo? ¿O debería empezar a hacer sus propias averiguaciones y mandar a Zisky a huronear por ahí? Estaba intentando tomar una decisión cuando sonó su móvil.

Vaya, vaya. Jalifa. ¡Judío y musulmán en sintonía!

—Ahora mismo estaba pensando en ti —dijo, intentando quitarse de encima a un vendedor que trataba de endosarle una gorra.

—Espero que sea para bien —dijo Jalifa.

—Aquí luce el sol y reina el amor, amigo mío.

Suponiendo que a Jalifa le hubiera hecho gracia la salida, no lo demostró. Se disculpó por no haber llamado antes, le explicó que había querido hablar con un par de personas antes de ponerse de nuevo en contacto con él y pasó luego a un amplio resumen de lo que había descubierto hasta entonces: la violación, el asesinato como venganza, la carta de Howard Carter, el misterioso hallazgo que Pinsker afirmaba haber hecho poco antes de morir, que no se sabía si tenía alguna relación con el Laberinto. Si Ben Roi había esperado que le arrojara mucha luz sobre el caso, tenía que estar bastante decepcionado. Un estado de ánimo que últimamente se repetía.

—¿Tú sacas algo en claro? —preguntó cuando Jalifa hubo terminado.

—No lo sé, la verdad —respondió el egipcio—. Lo del Laberinto es enigmático, pero si es lo que interesaba a la víctima del asesinato…

Dejó la frase a medias y empezó a gritar, enojado, en árabe, a alguien que tenía que estar cerca de él.

—Dispensa, unos críos que iban a cruzar la calle —explicó—. Insensatos. Hay que mirar antes de cruzar.

Ben Roi iba a sonreír, pero se arrepintió al pensar que aquel tipo de cosas debía de traerle muchos recuerdos a su amigo. Luego le preguntó si creía que podía existir alguna relación entre los dos asesinatos: el de Luxor en 1931 y el de Jerusalén de la actualidad. El egipcio soltó un hrumph apagado, el equivalente verbal de levantar las manos.

—No veo ninguna con claridad. Aparte de que las dos víctimas eran judías. E incluso esto me parece… ¿cómo lo diría?… endeble, teniendo en cuenta que han pasado ochenta años entre un asesinato y el otro. Claro que tampoco conozco todos los detalles de tu caso y por ello puedo perderme algo.

Tenía toda la razón. Ben Roi solo le había proporcionado una perspectiva básica de la situación. En parte porque las autoridades habrían visto con malos ojos que pasara información confidencial sobre un caso a un tercero, y sobre todo a un tercero árabe. Y principalmente porque no había querido que Jalifa se inmiscuyera demasiado para no aprovecharse de su amistad.

De todas formas, incluso sin contar con Jalifa podía haber alguna conexión que se le había pasado por alto. Alguna conexión básica. Dudó un poco, intentando equilibrar lo fundamental para encontrar respuestas, reticente a la hora de presionar a su viejo amigo. Pero fue el propio Jalifa quien resolvió el dilema.

—¿Podrías mandarme más información? —le preguntó.

—¿Que quieres que te mande más información?

—¿Por qué no? Lo que pueda tener que ver con las relaciones árabe-israelíes.

En esta ocasión, Ben Roi sí sonrió.

—Tendrás algo mañana —dijo—. Y te agradecería que esto quedara entre nosotros.

—Descuida. Lo pasaré a la cadena de televisión estatal, pero aparte de eso será nuestro secreto.

Ben Roi tuvo que volver a sonreír. A pesar de todo lo que había vivido, Jalifa seguía ahí. Tocado, pero ahí.

—Tengo una posible pista —prosiguió el egipcio—. Un académico inglés. Al parecer ha llevado a cabo alguna investigación sobre Pinsker y tal vez podría cubrir alguna laguna. Ahora mismo da conferencias en un crucero por el Nilo. He buscado el itinerario y he visto que el barco hará escala en Luxor mañana por la tarde. Me acercaré hasta allí para ver qué puede contarme.

—Te lo agradezco —dijo Ben Roi.

—Descuida.

—De verdad que te lo agradezco.

—Descuida, de verdad.

Parecía que no había más que hablar, al menos sobre el caso, por tanto se hizo el silencio. Ben Roi siguió por el paseo marítimo; Jalifa, en Luxor, se quedó mirando unas fotos familiares del escaparate de una tienda de Fujifilm, en la esquina de Al-Medina con El-Mahdy. No habrían sabido explicarlo, pero ni uno ni otro deseaban poner fin a la llamada.

—¿Cómo está Zenab?

—¿Cómo está Sarah?

Hablaron al unísono. También se disculparon al unísono.

—Tú primero —dijo Ben Roi—. ¿Cómo está Zenab?

—Bien —respondió Jalifa. Y tras un breve silencio, añadió—: No, no es cierto. No está nada bien. Duerme poquísimo, tiene pesadillas, se despierta llorando. La muerte de Ali la ha afectado muchísimo. Nos ha afectado a los dos.

Ben Roi intentó encontrar unas palabras de consuelo, pero no le salía nada que no le pareciera totalmente insustancial.

—Lo siento —murmuró.

—Estas cosas van como van —respondió Jalifa—. Saldremos adelante.

En una de las fotos del escaparate de Fujifilm se veía a un muchacho de aproximadamente la edad de Ali que miraba serio a la cámara. Jalifa lo observó un momento y luego siguió su camino por Sharia al-Medina al-Minawra.

—¿Y Sarah? —preguntó—. Supongo que está bien.

—Sí —respondió Ben Roi. En realidad, no se había encontrado bien la noche anterior, pero le pareció que no era algo como para comentar teniendo en cuenta las vicisitudes por las que estaba pasando su amigo.

—¿Y el bebé?

—También bien. Gracias.

Se hizo otra vez el silencio; uno y otro valoraban la presencia del amigo, pero no sentían la necesidad de poner palabras a tal sentimiento. Jalifa, que seguía avanzando cansinamente hacia casa, pasó por delante del restaurante inglés Puddleduck y del edificio de la Dirección de Seguridad de Luxor; Ben Roi se detuvo frente al hotel Crowne Plaza a contemplar el baile del sábado por la tarde: una veintena de parejas, viejas y jóvenes, ágiles y patosas, se movían al ritmo de la estridente música de un gran radiocasete. En su camino de ida bailaban salsa. Ahora tocaba el vals.

—¿Qué es eso que oigo? —preguntó el egipcio.

Ben Roi se lo contó.

—Eso me gusta —dijo Jalifa—. Que la gente baile en la calle. En Egipto no hacemos cosas así, aparte de lo de los bailarines del Zikr. Y en las revoluciones. Siempre bailamos cuando hay revolución.

—No me gusta nada el baile —respondió Ben Roi—. Un elefante tendría más sentido del ritmo que yo.

Aquello hizo reír a Jalifa. No mucho, pero ya era algo.

—Antes, Zenab bailaba mucho —dijo después de otro silencio—. En la otra casa, volvía de la comisaría y me la encontraba con un cásete de Amr Diab a todo volumen, saltando por allí. Le encantaba bailar. Por desgracia, eso se acabó.

Ben Roi hizo de nuevo un esfuerzo por encontrar un comentario adecuado, algo relacionado con la situación de Jalifa que no pareciera muy trillado o sensiblero. Sarah habría sabido exactamente qué había que decir. Tenía un sexto sentido para cosas de aquel tipo y él pensaba que siempre encontraba las palabras adecuadas. Un don que, a pesar de sus buenas intenciones, Ben Roi no poseía. Siguió con su intento, tartamudeando y, convencido de que algo tenía que decir, soltó:

—Llegará el día en que volverá a bailar.

No había terminado la frase y ya pensaba que era de un vulgar terrible, le recordaba el título de una balada ñoña. Mejor habría sido permanecer schtum.

Inshallah —respondió Jalifa.

Siguieron un rato hablando de cualquier cosa, Ben Roi incómodo frente a las parejas que bailaban, intentando buscar algo más adecuado que decir, algo que pudiera demostrar a Jalifa cuánto lo apreciaba. Cuando ya habían colgado y él seguía su paseo frente al puerto deportivo, contemplando distraídamente los yates y las lanchas, sintiéndose el amigo más inútil del mundo, de pronto le vino a la cabeza. Dejó que la idea madurara un poco y luego llamó a Sarah para preguntarle qué opinaba.

—Creo que es una idea fantástica —dijo ella—. Pero ¿y si es una niña?

Ben Roi no respondió; tenía el presentimiento de que no. En el fondo estaba convencido de que sería un niño. Lo sabía.