Egipto

JALIFA llegó a Luxor a media tarde. A aquellas horas, el calor había obligado a la mayor parte de sus habitantes a permanecer dentro y las calles estaban anormalmente silenciosas y tranquilas. Un grupo de ancianos jugaban a la siga junto a la fuente seca de la rotonda de delante de la estación, con las cabezas cubiertas con shaals para protegerse del sol. Una calesa seguía su sistemática ruta arriba y abajo de Sharia al-Mahatta a la espera de la oportunidad de encontrar clientela. Aparte de esto, todo estaba muerto. Se compró un tetrabrik de Easy Mouzoo —de mango—, se sentó en los peldaños de la estación e hizo unas llamadas. La primera a casa, para ver cómo estaba Zenab: había pasado una noche peor de lo normal y la había dejado durmiendo, cuidada por Batah. Después contactó con Mohamed Sariya, en la comisaría. Por lo que dedujo, el jefe Hassani estaba en pie de guerra, se había puesto como un basilisco a raíz de unos carteles que habían aparecido en la ciudad en los que se acusaba a la policía de incompetencia y corrupción. Nadie se había dado cuenta de la ausencia de Jalifa, nadie había preguntado por él, por supuesto. Por lo visto, Sadeq no había hecho efectiva la amenaza lanzada en la despedida de hablar con Hassani. Al menos de momento.

—¿Puedes hacerme un favor, Mohamed? —le preguntó, aprovechando la ocasión—. Cuando tengas un momento, ¿me averiguas algo sobre una familia del poblado de Qurna? Se llaman el-Badri. Si queda alguno, se trasladaría a El-Tarif cuando demolieron las casas.

—¿Algo en concreto sobre esta gente? —preguntó Sariya.

—Hay que remontarse a un tiempo atrás, eran tres hermanos y una hermana. Uno de ellos se llamaba Mohamed y la mujer, Imán. Llevan mucho tiempo muertos, pero me interesa saber si hay algún pariente vivo. No es muy urgente. Hazlo cuando tengas un momento.

Sariya le dijo que lo haría y Jalifa colgó. Se pasó un minuto saboreando el zumo y observando un Travco de turistas que avanzaba por la rotonda: gente de piel blanca y aire aburrido. Apuró las últimas gotas de líquido, tiró el envase en una papelera, se levantó y se dirigió hacia la orilla occidental del Nilo y al Valle de los Reyes. Si unos carteles anónimos habían tenido la consideración de proporcionar cierta distracción, él podía aprovecharlo.

«Valle de los Reyes» no es un nombre apropiado. La antigua necrópolis ni es dominio exclusivo de reyes —era también la última morada de reinas, príncipes, princesas, nobles y animales domésticos de la realeza— ni es un único valle. El lugar abarca dos wadis ramificados: el más conocido como valle oriental, donde se encuentran las principales tumbas reales, entre ellas la de Tutankamón, y el valle occidental o Valle de los Monos, más amplio, mucho más desolado y poco frecuentado corredor funerario que se divide a partir del primero, más célebre, cerca de su entrada y emprende un camino serpenteante hacia las colinas.

Después de cruzar el río, Jalifa hizo autoestop hasta el aparcamiento de autocares situado en el punto de unión de los dos valles. Se quedó un momento contemplando la inmensa valla publicitaria que habían montado junto a la pista para anunciar el nuevo museo del valle oriental, BARREN CORPORATION, se leía en ella. RESPETAR EL PASADO DE EGIPTO, POTENCIAR EL FUTURO DE EGIPTO. Tiró el cigarrillo y emprendió el camino hacia el sector occidental de la necrópolis.

En comparación con el continuo hormigueo de turistas del valle gemelo, aquello se veía falto de vida, desierto: una inhóspita avenida de piedra caliza de un blanco cegador flanqueada por altísimos riscos donde reinaba el denso y asfixiante silencio del desierto. En una de las elevaciones, cerca de la entrada del valle se veía el maltrecho habitáculo en el que vivía el vigilante y, un poco más allá, un edificio abovedado más sólido que en otra época había sido la residencia del egiptólogo John Romer. Aparte de esto y de un par de placas metálicas que indicaban las tumbas de Amenhotep III y de Akenatón, no se veía nada más. Todo era roca, polvo y, de vez en cuando, un vencejo volando bajo por los despeñaderos. Si un egipcio de la antigüedad se hubiera paseado con Jalifa por aquel paraje, poca diferencia habría visto en el aspecto del valle entre su época y la actual.

Tardó casi cuarenta minutos en recorrer el wadi, pues el calor le obligaba a aminorar la marcha. Cuando ya empezaba a pensar que tal vez hubiera sido mejor esperar a que el calor no apretara tanto, el camino describía una curva a la derecha e iba a parar a un profundo anfiteatro natural rodeado por los muros rocosos que se alzaban al fondo. Se veía un refugio de madera y, junto a él, la entrada de la tumba de Ay, el visir de la dinastía XVIII que se convirtió en faraón. Cerca de allí había una polvorienta moto Jawa que tranquilizó mucho a Jalifa: le habría molestado haber llegado hasta allí para nada.

Al bajar los peldaños que conducían a la entrada de la tumba abierta, gritó en dirección al abrupto corredor:

—¡Profesora Dufresne!

No obtuvo respuesta.

—¡Profesora Dufresne! ¿Está usted ahí?

Más silencio. Luego surgió una voz incorpórea, que parecía proceder del averno.

—¡Yusuf Jalifa, se lo he dicho una y mil veces, me llamo Mary!

Jalifa sonrió.

—De acuerdo, profesora.

Se oyó el leve eco de unos pasos y desde abajo surgió una cabeza, mientras el resto del cuerpo quedaba oculto por la pronunciada pendiente del corredor.

—¿Qué demonios hace aquí?

—He venido a preguntarle algo.

—Será algo importante, supongo.

—¿Bajo?

—No, pensaba subir a que me dé un poco el aire. Estará sediento, imagino.

—Pues sí.

—Tiene usted suerte. Tengo un termo de seer limoon frío.

Mary Dufresne era estupenda.

—Un momento, por favor —añadió y desapareció en el corredor. Jalifa volvió a la sombra del refugio. Unos minutos después oyó movimiento a su izquierda y surgió una silueta de la entrada de la tumba. Dufresne era alta, tenía el pelo gris y llevaba vaqueros, una blusa caqui y un shaal de hilo blanco alrededor del cuello. Le saludó con un gesto animado y se acercó a él a una velocidad sorprendente teniendo en cuenta que tenía que rondar ya los noventa. Se estrecharon la mano.

—¿Qué tal, chico encantador?

—Muy bien, hamdulillah. ¿Y usted?

—Un vejestorio como yo no puede quejarse. ¿Y Zenab?

—Pues está… bien.

La mujer lo miró a los ojos. Al notar que no tenía ganas de seguir con el tema le acarició amistosamente el brazo y levantó el termo que llevaba en la mano.

—¿Un trago?

—Ya pensaba que no me lo iba a ofrecer.

Se sentaron, ella quitó el tapón del termo y le sirvió un vaso. También se puso uno para ella y brindaron.

—Me alegra mucho verle, Yusuf.

—Y a mí verla a usted, ya doctora.

Ella lo fulminó con la mirada.

—Mary —rectificó él, dejando a un lado la tendencia a la formalidad en el trato con los mayores o personas de más categoría. Ella asintió con la cabeza y tomó un trago de limonada.

Mary Dufresne —la doctora amrekanaya, como la conocía todo el mundo en Luxor— era una reliquia de otro tiempo. El último eslabón superviviente de una era dorada en la arqueología egipcia. Su padre, Alan Dufresne, había trabajado como conservador en el Met y había llegado allí a finales de los años veinte para trabajar con el gran Herbert Winlock. Se había traído a la esposa y a la hija, quien, aparte de pasar un breve período en Harvard estudiando para el doctorado, no se había movido de allí desde entonces. Winlock, Howard Carter, Flinders Petrie, John Pendlebury, Muhammad Goneim… aquella era la gente con la que se relacionaba. Un círculo selecto del que ella formaba parte con todas las de la ley. Mary Dufresne era, por aclamación popular, la mejor dibujante que había trabajado en Egipto. Se decía que incluso el arrogante Zahi Hawass la admiraba.

—¿Y qué tal el trabajo? —preguntó Jalifa, apurando la limonada de un trago y aceptando luego que le llenara de nuevo el vaso.

—Todo va lento —respondió—. Pero es tal como tiene que ir. Yo opino que el mundo se está acelerando demasiado.

Durante los últimos diez años, Mary había realizado dibujos a escala de hasta la última pintura e inscripción del valle occidental. Había permanecido en la tumba de Ay tres de estos años.

—Al parecer necesitaba hidratarse —dijo al ver que Jalifa volvía a apurar el vaso.

—El camino me ha parecido más largo de lo que recordaba.

—En verano ya ocurre. En cuanto refresca, el tiempo se hace muchísimo más corto. Diciembre pasa en un suspiro.

Sonriendo, le llenó el vaso por tercera vez.

—¿Cuál es esa misteriosa pregunta que quería hacerme?

Jalifa tomó un sorbo, disfrutando de aquel líquido: Mary preparaba su propia limonada y conseguía el justo equilibrio entre la acidez del limón y el dulzor de la caña de azúcar. Se secó los labios y dejó el vaso.

—Es sobre un hombre llamado Samuel Pinsker —dijo él—. Un inglés. Había trabajado aquí. Me preguntaba si por casualidad lo recordaba.

—Samuel Pinsker. —Pronunció el nombre como si aquel sonido le complaciera—. Madre mía, una bomba del pasado.

—¿Se acuerda de él?

—Vagamente. Cuando desapareció yo era muy pequeña. Encontraron su cadáver en los setenta. Se cayó en una tumba de pozo allí arriba en el gebel.

Jalifa había decidido mantener para sí la cuestión del asesinato de Pinsker. Como decía el jefe Sadeq, algunos relatos era mejor simplificarlos en la medida de lo posible. Preguntó, sin embargo, si recordaba algo del hombre.

—Me daba miedo, de eso sí me acuerdo —respondió ella apartando las moscas que se acumulaban en el borde del vaso—. Llevaba aquella máscara: con agujeritos para los ojos y una abertura para la boca. Le daba un aspecto de… no sé, monstruo, espíritu maligno o algo así.

Siguió con su gesto de apartar las moscas, acabó la limonada que tenía en el vaso y volvió a tapar el termo.

—Samuel Pinsker —repitió—. ¿Qué demonios le hace preguntar por él?

—El nombre surgió en un caso en el que trabaja un amigo mío. Le dije que intentaría investigar algo sobre él. —Encendió un cigarrillo y añadió—: Un amigo israelí.

Dufresne levantó las cejas, sorprendida.

—¿Qué relación puede tener Samuel Pinsker con un caso policial israelí?

—Esperaba que usted me lo pudiera aclarar.

Ella negó con la cabeza.

—Lo siento, Yusuf, no creo que pueda serle de mucha ayuda. Prefiero pensar que aún no tengo demencia senil, pero aun así ochenta años son un montón de años. Yo tendría, no sé, seis o siete años cuando desapareció. Las cosas se difuminan, desaparecen.

Se apartó un mechón del ojo y se sentó cómodamente. Cruzó las piernas y se puso bien el shaal alrededor del cuello.

—Lo recuerdo yendo de acá para allá con aquella moto tan estruendosa —dijo después de una pausa—, y también aquella vez en un templo que me dio el canguelo, y perdone el lenguaje. No sé en qué templo fue, ni qué demonios hacía yo allí. Solo recuerdo que surgió de detrás de una columna. Estuve semanas con pesadillas.

—¿Le hizo daño? —preguntó Jalifa, pensando en la chica a la que Pinsker había violado.

—¿Cómo? ¿Se refiere a si abusó de mí?

Jalifa se encogió de hombros.

—Que yo recuerde, no. Lo que tengo muy vivo es que apareció de pronto, yo salí despavorida, gritando, y él me perseguía con aquella horrible máscara.

Agachó la cabeza, reflexionando, y la levantó de nuevo con cara de disculpa.

—Y eso es todo, creo. Sinceramente, ni siquiera estoy segura de que la cosa fuera así. Ya sabe que los recuerdos se lían entre ellos y quedan hechos una maraña. ¡Cuidado!

Señaló el banco de cemento en el que se había posado un abejorro enorme junto a la mano de Jalifa. Empezó a revolotear y se colocó en el borde de su vaso. Jalifa lo ahuyentó con el cigarrillo, se tomó lo que le quedaba de limonada, se levantó y llevó el vaso afuera para dejarlo encima de una piedra. El abejorro lo siguió.

—Max lo conocía —dijo cuando Jalifa volvió a sentarse.

—¿Max?

—Legrange. Un arqueólogo francés. Un genio en cerámica. Trabajó con Bruyére y Cerny en Deir el-Medina.

—Nunca había oído hablar de él.

—Anterior a su época, jovencito. Ya murió, por supuesto. Todos están muertos. Solo quedo yo de aquella generación.

Con un suspiro dirigió la vista hacia el valle y pareció que se adentraba mentalmente en otro marco temporal. Aquello duró unos segundos y luego se sumergió de nuevo en la conversación.

—Recuerdo que después de que encontraran el cadáver tomé el té con Max y este habló de Pinsker, de cómo era. No es que tuviera muchas cosas positivas que contar. Al parecer era un bebedor empedernido y siempre se peleaba con todo el mundo. Tuvo una fuerte pelea con unos qurnauis y a uno lo dejó fuera de combate.

Jalifa pensó de nuevo en la chica violada. También era de Qurna. Veía que Pinsker iba entrando en su foco de atención. La deformidad facial lo apartaba del resto, pero el carácter era bastante típico: el inglés violento, grosero, que se cree superior y reivindica su parte del patrimonio egipcio, mientras considera a los habitantes del país una raza subordinada a la que trata con condescendencia, abusa de ella y la viola. El clásico inglés de la era colonial y de la vieja escuela.

—Creo que Carter le tenía simpatía —dijo Dufresne—, algo comprensible, pues el propio Howard tenía también su genio. ¿Sabe que en una ocasión lo echaron del departamento de antigüedades por golpear a un turista francés?

Jalifa no conocía la historia.

—¿Algo más? —preguntó procurando buscar algún punto de relación con el caso de Ben Roi.

—Lo cierto es que no recuerdo palabra por palabra la conversación —respondió Dufresne—. Cuarenta años siguen siendo muchos años.

Agachó la cabeza, pensando.

—Creo recordar que dijo que Pinsker era un ingeniero con un gran talento, que había trabajado mucho apuntalando monumentos aquí y en la orilla oriental. Ah, sí, y que tenía costumbre de desaparecer en el desierto, donde pasaba semanas.

Jalifa se había inclinado para aplastar el cigarrillo en el suelo de cemento del refugio. Al oír aquello levantó enseguida la vista. La patrona de Pinsker en Kom Lolah había declarado casi lo mismo a la policía tras la desaparición del inglés, aunque sin mencionar el desierto.

—¿Dijo de qué desierto se trataba? —preguntó, incorporándose, con interés.

—Creo que el oriental. Sí, seguro, el desierto oriental.

—¿Sabe qué hacía Pinsker allí?

Dufresne lo negó con un gesto. A Jalifa la cabeza le iba a cien: una pieza del engranaje se articulaba con otras. La noche en que fue asesinado, Samuel Pinsker volvía de otro viaje misterioso en algún lugar remoto, se emborrachó, violó a una chica, llegó tambaleando a casa de Howard Carter y empezó a fanfarronear diciendo que había encontrado algo «que medía kilómetros». Aquella panorámica lo llevaba a alguna parte, lo intuía, lo que ya no podía afirmar era que no condujera a algo que tuviera que ver con el caso de Ben Roi. Estaba realmente intrigado.

—¿Oyó decir alguna vez que Samuel Pinsker encontrara algo?

—¿Qué quiere decir «encontrara algo»?

—No sé, quizá una tumba, una… —Intentó pensar en algo que pudiera describirse diciendo «que medía kilómetros». Un hallazgo del que se habría jactado Pinsker. No se le ocurrió nada. Una tumba tampoco se habría descrito así—. Algo grande —dijo sin convicción.

Dufresne lo miró asombrada, sin entender hacia dónde quería ir. A modo de explicación, Jalifa sacó el expediente de 1931 que llevaba en la bolsa de plástico, extrajo la carta de Carter y se la pasó. Mientras la iba leyendo, los ojos se le ponían como platos con la sorpresa.

—Extraordinario —dijo al terminar—. Es casi como si oyera la voz de Howard. «Payasadas», él siempre decía esta palabra.

—¿Le dice algo? El fragmento sobre… —Jalifa se inclinó un poco y señaló los puntos más importantes.

—Nada de nada, lo siento. Estoy tan a oscuras como usted. Realmente es un misterio.

Iba a devolverle la carta, pero antes de que la cogiera Jalifa, se la quedó de nuevo para releerla. Algo de aquel gesto, la forma en que parpadeaba como intentando alcanzar un recuerdo distante indicó a Jalifa que de pronto se había establecido una conexión.

—No —murmuró—. No puede ser.

—¿Cómo?

—Eso fue años más tarde. En un contexto completamente distinto. Aunque fue Howard. Y el lenguaje era muy similar.

Parecía hablar más para sus adentros que para explicar algo a Jalifa. Durante un breve momento este pensó que tal vez la edad empezaba a hacer algún estrago, que sus facultades mentales sufrían algún desgaste. Pero en cuanto lo miró vio claro que tenía la mente lúcida como siempre.

—¿Cómo? —preguntó de nuevo.

—Lo que no quisiera es enmarañar la cuestión. Y casi seguro que lo que he pensado no tiene ninguna relación, pero… —Bajó la vista hacia la carta y se apoyó en una de las columnas que aguantaban el techo del refugio—. Es algo que oí por casualidad. Unos ocho años después de la desaparición de Pinsker. Se me quedó grabado y ahora, leyendo esto, «Lo he encontrado, Carter», me ha venido a la cabeza. Como digo, puede que no tenga nada que ver, pero… —No siguió y empezó a mover la cabeza.

—¿Me lo quiere contar?

—Claro. De hecho, es una de las cosas de este período que recuerdo con mayor claridad. Tal vez porque fue la última vez que vimos a Howard vivo.

Guardó silencio unos segundos ordenando sus pensamientos.

—Fue tres o cuatro meses antes de que muriera. Pongamos que a finales de 1938 o principios de 1939. Por aquel entonces vivía en Londres, pero pasaba el invierno en Luxor y a menudo venía a cenar a nuestra casa. A mí me solían mandar arriba pero, como hacen la mayoría de críos, bajaba al rellano e intentaba oír qué decían los mayores. No recuerdo exactamente quién estaba allí… mi padre y Howard seguro, y tal vez también Herbie Winlock y Walt Hauser…

Se calló un momento, buscó entre los recuerdos y después hizo un gesto con la mano.

—No importa. Lo cierto es que hubo una gran disputa y Howard empezó a gritar. Siempre se mostraba irascible y en la última época más, con la enfermedad de Hodgkin. Ni idea de lo que les llevó a la discusión, pero recuerdo que Howard gritaba a voz en cuello: «Él no lo encontró. Todo esto son payasadas. Una entelequia. Podéis excavar todo el puñetero desierto oriental y no lo encontraréis, por la simple razón de que el Laberinto nunca existió».

Jalifa frunció el ceño.

—¿Laberintio?

No conocía la palabra.

Mahata —tradujo ella.

—¿Y qué significa?

—Realmente no sabría decírselo. El único laberinto del que he oído hablar es el del complejo de pirámides de Amenemhat, pero esto está en Hawwara, en el Fayum. Y encima lo descubrió Petrie afínales de 1880.

Echó un último vistazo a la carta y se la devolvió.

—¿Ha terminado? —preguntó Jalifa, guardando la hoja en la carpeta—. ¿No recuerda nada más?

—No, lo siento.

—¿Ni idea de qué hablaban? ¿De quién era ese «él»?

—Lo siento, Yusuf. Era tan solo este pequeño fragmento. Tal vez se tratara de Petrie y Hawwara, y Howard podía haber confundido los desiertos, tomar el oriental por el occidental. O que sea yo quien me haga un lío… al fin y al cabo no tenía más que ocho años. Los recuerdos engañan. De pronto se me ha ocurrido que había una coincidencia. Y ante la mención del desierto oriental…

Se encogió de hombros con aire de disculpa. Jalifa volvió a meter la carpeta en la bolsa de plástico. En un momento determinado había pensado que iba a decirle algo realmente esclarecedor. Y ahora le parecía que la cuestión aún se oscurecía más. Samuel Pinsker afirmaba haber encontrado algo que medía kilómetros, lo más probable que en algún desierto. Otro, que tanto podía ser Pinsker como otra persona, mantenía que había encontrado un laberinto, posiblemente en el desierto oriental. Eran dos reivindicaciones poco claras; ninguna parecía tener una relación clara con el caso en el que trabajaba Ben Roi. Era, citando una de las frases preferidas del jefe Hassani, como jugar a tawla con un par de anteojos hechos de boñiga de búfalo.

Seguro que la perplejidad se dibujó en su expresión, pues Dufresne se le acercó y lo cogió del brazo.

—Podría hablar con una persona —le dijo.

Él levantó la vista.

—Un inglés. Digby Girling. Un tipo gracioso, gordito, que parece un globo. Hace unos años, en realidad bastantes, escribió un libro sobre personajes secundarios en la excavación de Tutankamón. Seguro que se menciona a Pinsker. Yo creo que Digby tiene que saber algo más.

—¿Cómo podría ponerme en contacto con él?

—Pues vive en Inglaterra, en Londres, en Birkbeck, creo, pero en esta época del año casi seguro que lo encontrará dando conferencias como invitado en uno de los cruceros del Nilo.

Jalifa tomó nota mentalmente y miró el reloj. Era más tarde de lo que pensaba.

—Tendría que volver. No me gusta que… ya me entiende… Zenab.

Ella le apretó otra vez el brazo.

—Lo comprendo perfectamente, Yusuf. Me sabe mal no haberle sido de más ayuda.

—Me ha ayudado muchísimo.

—Como mínimo le he rehidratado. —Sonrió, señalando el termo de limonada—. ¿Lo llevo a Dra Abu el-Naga?

Dufresne inclinó la cabeza señalando hacia la moto. Jalifa rechazó la oferta porque no quería molestarla, pero ella insistió diciendo que de todas formas tenía que bajar a recoger unas cosas. Una mentira flagrante, pero la perspectiva de emprender otra vez la caminata por el valle bajo el calor abrasador de la tarde convenció a Jalifa de tragarse el orgullo y aceptar la oferta.

—Gracias —dijo.

—A usted. No ocurre todos los días eso de llevar a un atractivo joven en el asiento de atrás.

Se fue a dejar el termo al interior de la tumba, cerró la puerta y emprendieron la marcha por el wadi, hacia la pista asfaltada que serpenteaba por las colinas del Valle de los Reyes hasta la verde llanura cultivada de abajo. En lugar de dejarlo en Dra Abu el-Naga siguió hasta el río, a lo que Jalifa solo se opuso por compromiso. Le resultaba de lo más agradable notar el viento en la cara.

Se despidieron en la orilla de Nilo, en Gezira, donde él pagó sus cincuenta piastras para coger el transbordador hasta la margen oriental, sin dejar de pensar en Samuel Pinsker, en el crimen que había cometido, en la dura muerte que había sufrido y en el misterioso objeto o lugar que afirmaba haber descubierto. Hasta que el transbordador no hubo atracado en la otra orilla y no hubo desembarcado en medio de la aglomeración de pasajeros, hasta que no hubo subido a la cornisa del Nilo no notó aquella sensación de agarrotamiento que le hizo parar en seco.

Era la primera vez en nueve meses que había estado en el agua sin pensar en su hijo Ali. Se volvió hacia el río, desconcertado, sin saber si tenía que sentirse aliviado por haberse olvidado momentáneamente de la pena que le embargaba siempre o aterrorizado ante la idea de que su hijo se le escurría de la mente.