BEN Roi dio dos rápidos rodeos antes de irse a Abu Kabir a entrevistarse con el proxeneta Genady Kremenko.
Hizo la primera parada en el Refugio Hofesh de Petaj Tikva, donde dejó los juguetes que había comprado en el Toys R Us de Jerusalén. Lo hizo como si nada, dejando las bolsas al guardia del portal y diciéndole que eran para los niños del refugio. El hombre quería llamar a Maya Hillel, pero Ben Roi le dijo que tenía prisa y siguió su camino. No quería que pensara que pretendía impresionarla. O peor aún: que era un blandengue.
La segunda parada la hizo en el centro de Tel Aviv, donde pasó a recoger a Dov Zisky. El joven había ido a pasar el fin de semana en la ciudad con unos amigos y le había preguntado si podía acompañarle en la visita, lo que a Ben Roi le pareció perfecto, aunque no entendió por qué quería perder uno de sus días libres con un canalla como Kremenko.
Le esperaba delante del Gran Beach Hotel, en Nordau, apoyado en una farola, con unos vaqueros ceñidos, una camiseta blanca apretada, sandalias y unas Ray-ban. Ben Roi paró en la acera y abrió la puerta del Toyota.
—¿Vas a la shul con esta pinta? —le preguntó en cuanto entró en el coche con su fuerte olor a loción para después del afeitado.
—Pues claro.
—Hueles como un chapero.
—¿No dicen que el perfume complace el olfato del Señor? —Cerró la puerta de golpe y pasó una bolsa de papel a Ben Roi—. La comida.
Ben Roi olió la bolsa y soltó una risita.
—Y también dicen que los latkes complacen el olfato de tu jefe. Muy bien.
Sacó una de las empanadillas, le pegó un mordisco y dio la vuelta a la esquina para dirigirse a Ha-Yarkon. Estuvieron un rato en silencio, después Zisky preguntó:
—O sea que tú hueles a muchos chaperos, ¿no?
Los dos se miraron y se echaron a reír.
El centro de detención de Abu Kabir —conocido también como el Hilton de Jaffa— se encontraba en el extremo meridional de la ciudad, muy cerca del Centro Nacional de Medicina Forense, donde habían practicado la autopsia a Rivka Kleinberg. Era un imponente bloque de tres plantas con ventanas enrejadas y una gran torre de vigilancia en una esquina, rodeado por una valla encalada con un acabado de alambre entrelazado. Alguna alma sensible había tenido la idea de colocar a lo largo del muro varias esculturas de terracota con la intención de animar un poco aquel lugar. Una pérdida de tiempo y de dinero, opinaba Ben Roi. Una cárcel era una cárcel y como no echaran abajo el muro —así como los barrotes y las puertas—, sería imposible dar un aire alegre al lugar.
Dejaron el coche en el aparcamiento que había junto al portal de acero replegable del complejo y se presentaron ante la ventanilla de seguridad. El guardia apretó el botón para dejarlos entrar y llamó al edificio principal para anunciar su llegada. Un par de minutos después, otro guardia los recogió para acompañarlos.
—¿No está por aquí Adam Heber? —preguntó Ben Roi mientras cruzaban un patio de hormigón, refiriéndose a su amigo funcionario.
—Ahora mismo hace el turno de noche —respondió el hombre—. Le manda recuerdos. Me ha dicho que espera que lo pase bien en la visita.
—Estoy seguro de que será emocionante —refunfuñó Ben Roi.
Llegaron al edificio principal de la cárcel y pasaron de la luz del sol al sombrío interior. Tuvieron que llenar unos impresos y luego un funcionario los llevó por un pasillo, cruzaron un patio interno vallado por una tela metálica muy elevada y desde allí entraron en otra ala. Se oían radios, charlas y, desde algún punto situado bastante arriba, el martilleo de una lata contra unos barrotes. No se veía a nadie. Al igual que en todas las prisiones que había visitado, Ben Roi tuvo la terrible impresión de que no eran seres humanos reales quienes hacían los ruidos sino que era cosa del propio edificio.
—Ahí está —dijo el funcionario deteniéndose frente a una puerta y metiendo una llave en la cerradura—. Voy a buscar al preso. Su abogada ya está aquí.
Abrió la puerta y se apartó, señalándoles la sala del fondo: suelo de linóleo, ventana con rejas situada a gran altura, mesa de madera con una jarra de agua, vasos desechables y cenicero encima. Frente a ellos, al otro lado de la mesa, una mujer alta, de mediana edad, muy bien vestida, con expresión algo hermética y comprimida, como si hubieran tenido que encajar todos los rasgos en un espacio demasiado reducido. Los dos inspectores se sentaron.
—Esto tenía que ser una charla informal —dijo Ben Roi mientras tras ellos se cerraba la puerta y se oía el clic de la cerradura—. No hacía falta asesoramiento legal.
—Mi cliente prefiere que todo sea diáfano.
—Lástima que no aplicara la misma norma en sus negocios.
La mujer hizo chasquear la lengua y juntó las manos. Sin alianza, se fijó Ben Roi. Una de aquellas adictas al trabajo, tan centradas en sacar del atolladero a canallas como Kremenko que no tenían ni tiempo para formar una familia. O eso o era bollera. En todo caso, no le gustaba. No le gustaban las que eran como ella: arrogantes, escurridizas, que volvían todos los días a casa contentas de haber dejado a la policía como idiotas y de haber conseguido que otro puto pederasta volviera a campar a sus anchas. Maldita zorra.
—Espero que podamos relacionarnos de forma civilizada —dijo ella—. Es el cumpleaños de mi hija y quisiera volver a casa del humor que ella se merece.
Vale, ahí fallaste, Ben Roi.
—Así que estas son las reglas básicas —prosiguió la mujer—. Mi cliente está de acuerdo en responder a las preguntas que le formulen y ofrecerles la ayuda que pueda en su investigación. A cambio, le pediríamos que limite las preguntas a lo acordado y, puesto que no se ha considerado al señor Kremenko sospechoso en el caso que les ocupa, ni ha sido declarado culpable en otro delito, que se le trate con respeto y cortesía.
—¿Tengo que cambiarle también el pañal?
—Déjese de sandeces, inspector, y rápido si no quiere que la entrevista se acabe ahora mismo.
«Que te den», pensó él.
—¿Quién es él? —Señaló a Zisky con la cabeza. Ben Roi hizo las presentaciones—. En la petición de entrevista solo constaba usted.
—Él ha venido como observador. Quisiera mostrarle cómo funciona esto. Que vea la importancia del respeto y la cortesía.
Aquello la hizo sonreír aunque su expresión delataba rencor.
—De acuerdo, puede quedarse. —Hizo unas anotaciones sobre Zisky en su bloc—. Voy a grabar la conversación. —Puso una grabadora sobre la mesa—. Y esto va a ser el documento legalmente válido en caso de que se desvíen del tema. También prestaré una atención especial al tiempo. Creo que hemos acordado sesenta minutos.
—Cree bien.
—Pues vamos a ceñirnos a ello.
Una vez concluido el preámbulo, se puso cómoda y cruzó los brazos. De algún punto distante llegaba el eco de una música. Ben Roi resistió la tentación de invitarla a bailar.
Pasaron unos minutos, se oyeron pasos en el comedor y el clic de una llave en la cerradura. Se abrió de nuevo la puerta y entró en el recinto quien iba a ser entrevistado. La abogada se puso de pie; los dos inspectores permanecieron sentados.
Quienes se dedicaban al proxenetismo y a la trata de blancas presentaban aspectos muy diversos y procedían de distintos segmentos de población, pero si alguna vez había habido un estereotipo este podía ser Genady Kremenko: un hombre voluminoso, gordo, medio calvo, rostro rosado, mandíbulas prominentes y ojos de cerdito. El tipo combinaba el aire campechano con el trasfondo de una inquietante amenaza. Lucía una colección de joyas de oro —sólida cadena en el cuello, pulsera no me olvides, sortijas de sello— y, para fastidio de Ben Roi, pues se trataba de su equipo, una camiseta verde y blanca del Maccabi Haifa. En el antebrazo destacaba el tatuaje de una chica abierta de piernas, con las extremidades, el torso y la cabeza dibujados en tinta verde y la vulva de relieve en rosa.
—Un lugar acogedor, ¿verdad? —dijo con una risita en hebreo, con un fuerte acento de algún país de la Europa del Este—. Siempre es un placer recibir a nuestros valientes muchachos de azul. Sobre todo si son tan atractivos.
Sonrió mirando a Zisky, quien tuvo el mérito de no entrar al trapo.
—Les daría un abrazo a los dos, pero por desgracia… —Levantó las manos, que llevaba esposadas.
—No creo que sean necesarias aquí —dijo la abogada.
El funcionario miró a Ben Roi y este hizo un gesto de asentimiento. Le quitaron las esposas.
—¿Quién puede culparlos? —exclamó Kremenko, riendo, frotándose las muñecas y haciendo girar las manos—. Solo hay que mirarme para comprender que soy un asesino nato. Hace unos años me cargué a todo un regimiento de tanques con un pedo. —Hizo una pedorreta y soltó una risotada.
—Creo que será mejor empezar —dijo la mujer, toda remilgada.
El funcionario les mostró un timbre en la pared, que podían pulsar si necesitaban algo, se acercó a la puerta y salió. Kremenko pasó al otro lado de la mesa y se sentó junto a su abogada.
—¿Pido champán? —preguntó, señalando el timbre y soltando otra carcajada.
Sin hacer caso del comentario, la letrada miró el reloj, se inclinó hacia delante, puso en marcha la grabadora y la colocó entre Kremenko y Ben Roi. Recitó el lugar, la fecha, la hora y los nombres de los que se encontraban en la sala, y luego se apoyó en el respaldo e indicó que podía empezar la entrevista.
—Quisiera que constara que el más joven de los dos inspectores tiene una piel realmente bonita —dijo Kremenko con una risita.
Zisky sonrió y cruzó las piernas, sin alterarse. Ben Roi sacó la carpeta que había traído y se puso manos a la obra.
—Hace poco, señor Kremenko…
—Genady, por favor. Estamos entre amigos.
—Hace poco recibió la visita de una periodista llamada Rivka Kleinberg.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Si usted lo dice… Últimamente se me olvidan mucho las cosas. Serán los aires de por aquí. Embotan el cerebro.
Ben Roi apretó las mandíbulas. Aquello iba a ser duro.
—Vamos a ver si refrescamos un poco la memoria, Genady. El 30 de mayo, la señora Kleinberg se puso en contacto con Shabas para solicitar una entrevista con usted. Le informaron de ello y usted aceptó.
—Sin mi conocimiento —le interrumpió la abogada.
—Se indicó que se trataba de una visita «personal». Kleinberg acudió a la cárcel la tarde del 6 de junio, y entre las 13.30 y las 14.05 usted estuvo solo con ella en esta sala.
—Sin follar ni nada, se lo aseguro —saltó Kremenko, resoplando.
—¿De modo que se acuerda?
—De repente he caído en la cuenta. Una puta gorda, prepotente, con enormes… —Abrió las manos frente a su pecho—. Algo realmente desagradable. Debí borrarlo de mi cabeza.
La letrada, a su lado, seguía impasible.
—Pues ahora que lo ha recordado —dijo Ben Roi—, ¿hará usted el favor de decirme a qué vino Kleinberg?
Kremenko hizo un gesto de indiferencia.
—Para mí que se encontraba sola. No sé si me entiende: una gorda, a quien nadie se tira, que va saliendo adelante como puede. Creo que buscaba compañía. Vio mi jeta en el periódico, pensó que era un tipo simpático y decidió venir a charlar conmigo.
Ben Roi le siguió la corriente, dejó que bromeara a su estilo.
—¿Y de qué charlaron exactamente?
Kremenko cruzó los brazos y se arrellanó en el asiento mirando el techo con aire pensativo.
—Déjeme pensar un momento. Lo del tiempo cayó seguro, ha hecho un calor anormal para esta época, ¿no cree?, y me parece recordar que también salió algo de política: las elecciones municipales, hamatzav, lo de si iban a dar por culo a Tzipi Livni…
La letrada se puso tiesa y se sonrojó. Kremenko notó que estaba violenta y esbozó una sonrisa burlona.
—Le tomaba el pelo. No es verdad que habláramos de eso.
—No me diga —murmuró Ben Roi.
Kremenko deslizó una mano bajo el hombro de la camiseta de fútbol que llevaba y sacó un paquete de Marlboro. Con los dientes tiró del mechero que estaba dentro y, apoyando los codos en la mesa, encendió un cigarrillo.
—Vale, se acabaron las gilipolleces, vamos al grano —dijo, soltando una densa nube de humo hacia Zisky, quien apartó la fumarada con un gesto de la mano—. La mujer esa va y dice que quiere venir a verme para hablar conmigo. Yo no la conozco ni por el forro, pero digo ¿por qué no? Aquí uno se aburre, cualquier distracción es bienvenida. Nunca se sabe, podría ser un bomboncito digno de una buena paja. Pero no lo era. Más parecida a un balón de gimnasio que a otra cosa. Me dejó planchado.
Soltó otra bocanada de humo y obligó con ello a Zisky a apartar unos centímetros la silla.
—Lo siento, cariño.
—¿Y de qué quería hablar con usted la señora Kleinberg? —preguntó Ben Roi, planteando de nuevo la cuestión.
—De esto y de aquello.
—¿Y esto y aquello se traduce en…?
—Mis negocios, las chicas…
Intervino la letrada.
—Considero que en las circunstancias actuales no habría que entrar en…
Kremenko extendió un dedo para hacerla callar. Un gesto insignificante, apenas perceptible, pero algo que interesó muchísimo a Ben Roi. Actuaba como el hombre acostumbrado a que le obedecieran, sobre todo las mujeres.
—Relájese —dijo—. Estoy aquí para ayudar a estos señores. No tengo nada que esconder, nada de que avergonzarme.
Se puso un poco más cómodo y dio una profunda calada al Marlboro, sujetando el cigarrillo por el extremo del filtro, del modo que suelen hacerlo los veteranos. A su lado, la mujer cruzó las manos y miró al otro lado de la mesa sin abrir la boca.
—Resulta que se equivocan todos —dijo Kremenko—. La policía, los periódicos. Dicen que soy un proxeneta que me dedico a la trata de blancas y no sé ni qué significan estas palabras. Soy lisa y llanamente un hombre de negocios. Un empresario. El único delito que he cometido, y lo admito ante… —Levantó las manos con gesto teatral—… es el pecado de ser demasiado bueno. Esas chicas llegan a Israel, no conocen a nadie, no hablan la lengua. Yo las ayudo… les consigo alojamiento, algo de dinero cuando no tienen nada, les ayudo a levantar la cabeza.
—Pues lo que me ha llegado a mí, más bien sería que las tumba boca arriba —espetó Ben Roi.
Volvió a intervenir la abogada.
—Otro chistecito de mal gusto y esta conversación…
—¡Tranquila, gatita! —soltó Kremenko riendo e indicándole con un gesto que se callara—. El inspector estaba de cachondeo. No podemos ofendernos cada vez que bromee. ¿Verdad que no, mariposilla?
Lo último se lo dedicó a Zisky, a quien volvió a resbalarle el comentario. Había que ver el mérito del muchacho a la hora de mantener la calma. De haber sido Ben Roi el blanco de las indirectas, Kremenko ya habría recibido lo suyo.
—¿Y eso es lo que dijo a la señora Kleinberg? —preguntó.
—Exactamente. Le dije que para esas chicas yo era como un padre. ¿Cómo iba a saber que a mis espaldas se portarían tan mal conmigo? Créame, aquí la víctima soy yo. Víctima de mi carácter confiado.
Movió la cabeza simulando indignación. Ben Roi miró de reojo a Zisky y luego a la abogada, cuya expresión seguía resueltamente neutral, a pesar de que era evidente que el hombre al que defendía no decía más que memeces. Se preguntó si la inquietaba defender a un indeseable como Kremenko. Probablemente no. La ley es imparcial, argumentaría la mujer, todo el mundo tiene derecho a una defensa justa. Quizá no le cayera bien aquel hombre, pero seguro que estaba convencida de que trabajaba por una causa más elevada. En opinión de Ben Roi, aquella era tan puta como las chicas a las que explotaba Kremenko. Más si cabe, pues ella como mínimo había podido elegir.
—Hábleme de la ruta de Egipto —dijo.
—¿Y eso qué es? —De simular indignación pasó a simular perplejidad.
—La ruta que hacen seguir a las víctimas de tráfico de mujeres para llegar a Israel, a través del Sinaí y el Néguev.
—No sé nada de eso.
—Dicen que la dirige usted.
Kremenko se encogió de hombros.
—La gente dice tantas cosas… También dicen que ustedes son una panda de coños con uniforme, lo que no quiere decir que tengan pipa ni meen sangre todos los meses.
A la letrada se le crispó el rostro. Si Ben Roi no se hubiera sentido tan frustrado por las evasivas de Kremenko, le habría divertido la incomodidad de ella.
—¿Le habló Kleinberg de Egipto?
—Puede. Si lo hizo, le respondería lo mismo que a usted.
—¿El qué?
—¡Que no tengo puta idea de nada!
El proxeneta echó una ojeada impaciente a aquel reloj ostentoso a más no poder que llevaba. Ben Roi rebobinó.
—Volvamos a las chicas —dijo—. ¿Le habló Kleinberg de alguna en concreto? ¿Citó algún nombre?
—Que yo recuerde, no.
—¿María? ¿Salió este nombre?
Kremenko entrecerró los ojos como si reflexionara y luego negó con la cabeza.
—¿Vosgi?
Otra negativa.
—Tal como le dije a la gorda, tengo un montón de inquilinas, no puedo recordar todos los nombres.
—Tal vez recuerde una cara. —Ben Roi abrió la carpeta, sacó una foto y la dejó sobre la mesa frente a Kremenko—. ¿Era una de sus inquilinas?
La abogada captó el sarcasmo y dirigió una mirada de advertencia a Ben Roi. Kremenko no se dio cuenta o decidió pasarlo por alto. Cogió la foto y la miró haciendo el paripé.
—Nunca la he visto —respondió después de una pausa exagerada, y le devolvió la foto.
—¿Seguro?
—Tan seguro como que tengo un agujero en el culo.
—Es armenia. Hace unos meses desapareció de un refugio.
Ben Roi soltó aquello por si desencadenaba una reacción. Nada. Kremenko se limitó a mirarlo con aquellos ojos hinchados, rosáceos, algo divertido. Intentó captar qué escondía aquella mirada, hurgar más al fondo, pero las persianas estaban cerradas herméticamente y no consiguió vislumbrar nada. Kremenko empezó a reír.
—¡Vaya pesca, inspector! Con una caña rota en un estanque vacío y preguntándose por qué cojones no pican.
Una metáfora torpe pero no tan alejada de la realidad. El chulo dio la última calada al cigarrillo, se inclinó hacia delante y apagó la colilla en el cenicero.
—¿Sabe qué? Voy a ayudarle —dijo—. Encuentro que son una pareja agradable. —Guiñó otra vez el ojo a Zisky—. Y yo soy una persona dócil, siempre impaciente por complacer. Vamos a ver…
Se apoyó en el respaldo, juntó las manos, apretó los codos contra aquellas tetas masculinas y la vulva del antebrazo pareció abrirse ante los encendidos ojos de Ben Roi.
—Con la mano en el corazón le diré que no me gustó la tal Kleinberg. Accedí a verla, le concedí un tiempo y ¿cómo me lo agradeció? Pues mostrándose grosera, maleducada y mandona, la muy zorra. Me hizo todo tipo de preguntas fuera de lugar, desagradables insinuaciones sobre mi vida personal y profesional. Lo siento, pero al final perdí la paciencia y le dije que se la picara un pollo, que es francamente algo más de lo que cualquiera sería capaz de hacer con ella. En resumen, sin tapujos, no hicimos buenas migas. Ahora bien, si lo que me pregunta, y sospecho que en efecto me lo pregunta con mil rodeos, es si tuve algo que ver con el asesinato de esa mujer…
La letrada iba a protestar, a decir que aquello no correspondía a lo pactado en la entrevista, pero Kremenko la mandó callar de nuevo.
—Si esto es lo que me pregunta, le diré, con la mano en el corazón, por el honor de un judío, que no, no tuve nada que ver. Y si pretende insinuar lo contrario, más le vale contar con unas pruebas de puta madre que lo respalden, porque si no esta señora encantadora que tengo al lado va a bombardearlo con cien toneladas de la mierda más espesa que haya podido salir nunca de un trasero humano.
Miró de arriba abajo a los dos inspectores con los puños cerrados; las bromas desaparecieron como si se hubiera descorrido una cortina para dejar al descubierto la auténtica naturaleza del hombre que estaba detrás: duro, brutal, matón. Luego, con la misma rapidez que se había desencadenado la tormenta, se disipó y Kremenko volvió a ser todo sonrisas.
—Y ahora que hemos dejado esto claro, volvamos a lo nuestro. —Sonrió de oreja a oreja y cogió la jarra del agua—. ¿A alguien le apetece?
La entrevista siguió durante cuarenta minutos más, pero Ben Roi no se apartó de la rutina. No esperaba que Kremenko le contara nada más y no se equivocó. El proxeneta se mantuvo hermético rechazando cada una de las preguntas del inspector con la rápida indiferencia de aquel que ha pasado toda su vida jugando al gato y al ratón con las autoridades, más que seguro de su capacidad de evadir a quien lo perseguía. Evidentemente, mentía sobre sus actividades como proxeneta y en la trata de blancas, de la misma forma que había mentido sobre Rivka Kleinberg. La cuestión no se centraba tanto en lo que ella le había sacado como en lo que había esperado sacarle. Y una y otra vez Ben Roi volvía al mismo punto: la chica era la clave de todo. Kleinberg había pedido una visita con Kremenko al día siguiente de enterarse de que Vosgi ya no estaba en el refugio, y fuera cual fuese la información que intentaba sonsacarle, Ben Roi estaba convencido de que tenía alguna relación con la desaparición de la armenia. ¿Había sido una de las chicas de Kremenko? ¿La habrían raptado los de Kremenko, tal vez para que no declarara en su contra? ¿Tanto se había acercado Kleinberg a la verdad que también se habían visto obligados a quitarla de en medio? Todo aquello era posible —el escenario más probable de los que había podido imaginar—, aunque dejaba un montón de cabos sueltos y de preguntas sin respuesta. Había intentado llevar la entrevista hacia aquella dirección, presionando a Kremenko, mostrándole la foto de la muchacha, con el propósito de abrir una rendija en su coraza. En vano. Quizá más adelante pudiera atacar con más contundencia, llevar a Kremenko a la Kishle, apretarle bien las clavijas, pero así y todo dudaba de que la cosa surtiera efecto. Como decía él, estaba pescando: muchas suposiciones, ni una puñetera prueba. Y Kremenko era consciente de ello. Cuando la entrevista iba tocando a su fin, vio en el chulo la expresión de quien ha pasado una tarde entretenida.
En el preciso instante en que el reloj marcó los sesenta minutos —ni un segundo después—, la abogada anunció la hora. Apagó la grabadora, se levantó, se dirigió al timbre y lo pulsó para llamar al funcionario.
Kremenko apoyó el brazo en el respaldo del asiento vacío de su defensora.
—Realmente ha sido un placer, caballeros —dijo con una risita—. Mejor dicho, señoras y caballero. —Otra mirada burlona a Zisky—. Si puedo ayudarles en algo más, no duden en ponerse en contacto conmigo. Esta será mi residencia durante unas semanas más, pero después espero volver a casa.
Miró de reojo a la letrada, que tenía el aire de haber pasado la última hora sentada sobre un cactus. Fue a sentarse, vio dónde tenía Kremenko el brazo y siguió de pie. Se hizo un silencio incómodo hasta que se oyó el sonido de unos pasos que se acercaban. Ben Roi y Zisky se levantaron, la puerta hizo clic y se abrió. Esta vez entró otro funcionario.
—Cuidadito —dijo Kremenko, levantando aquella mano carnosa, llena de sortijas y moviendo los dedos en un gesto de despedida—. Y no se corten.
Ben Roi intentó lanzar algo cáustico como dardo de despedida, algo con lo que marcharse de allí con la dignidad intacta, pero no se le ocurrió nada y, haciendo un gesto hacia Zisky, se fue hacia la puerta, adonde lo siguió su compañero. El funcionario se apartó para dejarlos pasar. De repente, Zisky entró de nuevo.
—¿Qué es lo que hacía en concreto con Barren Corporation, Genady?
Había lanzado un tiro al aire, lo mismo que Ben Roi antes al decir que Vosgi venía de Armenia. Pero a diferencia de lo que había ocurrido con su compañero, esta vez pareció que pescaba a Kremenko desprevenido. Aquello duró un brevísimo instante, tal vez un par de segundos, pero aquellos ojos tan abiertos del proxeneta, la ligera tensión en sus labios, mostró que la pregunta lo había pillado con la guardia baja, que había dado en el blanco. De todas formas, se recuperó casi de inmediato.
—¡Cuánto me gusta! —dijo riendo—. Pequeñita y con agallas. ¡Qué guapa! Si me dedicara al macarroneo, todo el mundo sabe que no es el caso, creo que podría hacerme ganar bastante pasta.
Sonrió a Zisky, levantó el brazo, se chupó la punta del dedo, que pasó por la vagina que llevaba tatuada. La chulería personificada. Se había puesto nervioso. Estaba clarísimo. Muy nervioso.
Dejaron la sala y cruzaron de nuevo la cárcel. Ben Roi puso la mano sobre los hombros de Zisky.
—Muy bien, chico —dijo.