LA ciudad de Qena —colgada en un meandro del Nilo que le daba el nombre— estaba a sesenta kilómetros de Luxor en dirección sur, pero, a diferencia de esta, hacía poquísimas concesiones a los visitantes. No tenía hoteles de lujo, ni restaurantes que sirvieran pescado rebozado con patatas fritas y desayuno inglés, y todas las señales estaban en árabe. Pocos turistas se acercaban a Qena y a los pocos que lo hacían —en general para visitar el templo de Hathor, al otro lado del río, en Dendera— se les controlaba de cerca. Gamaa al-Islamiya había perpetrado una serie de atentados en la zona y nadie quería correr riesgos.
Ibrahim Sadeq vivía en un bloque frente al río, a cinco minutos del centro de la ciudad. No había sido fácil organizar la entrevista, pues el exjefe de la policía era muy celoso de su intimidad y no le gustaba recibir visitas. De todas formas le había intrigado que Jalifa le preguntara si le importaba que hablaran del caso Pinsker y, después de un tira y afloja, el hombre había accedido a recibirle a condición de que no le robara mucho tiempo. Jalifa lo llamó justo al bajar del tren y en cuanto pulsó el telefonillo el otro le facilitó inmediatamente la entrada. Sadeq lo esperaba junto a la puerta de su piso. Era un saidi alto, delgado, con el pelo gris muy corto, mirada fría y dientes mellados. Los dos hombres se estrecharon la mano, intercambiaron las cortesías de rigor y pasaron dentro.
Sadeq era más veterano que Jalifa. Este había coincidido brevemente con él en cuestiones oficiales y en realidad nunca habían hablado. Pero conocía su fama. Sadeq era un hombre duro. Aunque no duro como el jefe Hassani y como Ehab Ali Mahfouz, el predecesor de Hassani. La dureza de estos era física, se concentraba en los puños. Sadeq era más mental: un conspirador y un manipulador. Mientras Hassani y Mahfouz estaban siempre dispuestos a arremangarse y abalanzarse contra un sospechoso, Sadeq prefería quedarse al acecho en la sombra tirando de los hilos mientras los demás se ensuciaban las manos. Todo el mundo lo había temido, tanto policías como civiles. Corría el rumor de que nunca los torturadores habían tenido tanto trabajo como durante el mandato de Sadeq.
Hizo pasar a Jalifa a la salita de estar —espartana, pulcra, funcional—, donde le sirvió té una mujer muy bien vestida, que Jalifa tomó por la esposa de Sadeq. En cuanto ella se hubo retirado, el exjefe de policía se instaló cómodo en su sillón, cruzó las piernas y apoyó el vaso de té en la rodilla. En la estancia se oía el zumbido del aparato de aire acondicionado y de la cocina llegaba el crepitar del matamosquitos eléctrico, un sonido que a Jalifa le parecía desconcertante. Había oído decir que la electricidad había sido uno de los métodos que más había utilizado Sadeq en los interrogatorios.
—O sea que ha venido a hablar del hombre sin rostro, inspector.
Nada de hablar por hablar, directo al grano, un leve énfasis en la palabra «inspector», simplemente para recordar a Jalifa el lugar que ocupaba en la jerarquía. Tendría que hablar con pies de plomo. Incluso jubilado, Sadeq era una persona a quien nadie quería contrariar.
—Usted llevaba la investigación —empezó Jalifa, sacando el último de los dos expedientes policiales que había dejado en la bolsa de plástico a sus pies—. Quisiera aclarar un par de cosas.
—¿Cuarenta años después de los hechos?
—Un amigo me ha hablado del caso. Se me ha ocurrido echarle un vistazo. Simplemente por interés personal.
Pensó que era mejor dejar a Ben Roi al margen. Sabía que Sadeq tenía un hermano al que los israelíes habían hecho prisionero durante la guerra del Ramadán de 1973 y estaba seguro de que no tendría ganas de colaborar aunque fuera de forma indirecta en una investigación de aquel país. El saidi lo miró de hito en hito; había algo de reptil en sus ojos: parecían no parpadear. Durante un instante, Jalifa creyó que iba a hacer más preguntas, pero se tranquilizó al ver que dejaba el té a un lado y alargaba el brazo.
—Déjeme ver.
Jalifa le pasó la carpeta. Sadeq se puso unas gafas y la abrió.
—Ha llovido mucho desde la última vez que vi esto —murmuró mientras hojeaba su contenido—. Mi primer caso como inspector jefe. Un debut memorable.
Sacó una foto y la acercó a la luz. Se veía el cadáver de Pinsky sentado, apoyado en la esquina posterior de la cámara funeraria, momificado por el seco calor del desierto, con la cabeza hacia atrás, la piel reseca y anormalmente tensa, como si hubieran envuelto el esqueleto en papel de un tono blancuzco. En una mano llevaba una máscara de cuero con tiras y hebillas sujetas a ella; donde se habría encontrado su cara se veía una especie de espacio vacío, liso, a excepción de las dos pequeñas cavidades de los ojos, una hendidura lineal sin labios y, en medio, una ligera concavidad que daba idea del punto en el que se había hallado la nariz.
—Un tipo bien parecido —murmuró Sadeq, metiendo de nuevo la imagen en la carpeta—. Había visto muertos terribles en mi época, pero este… Creo que ya ha visto el informe de la autopsia.
En efecto, Jalifa lo había visto. Algo macabro. El hombre, además de romperse las dos piernas, el brazo derecho y tres costillas al caer al pozo, presentaba también rotura del bazo y graves laceraciones en la parte posterior de la cabeza. A pesar de las heridas se las había ingeniado para sobrevivir, como demostraba el hecho de que se hubiera arrastrado hacia la cámara y hubiera improvisado unas tablillas para las extremidades fracturadas y una compresa para la cabeza. El tiempo y el estado de desecación del cuerpo habían impedido una evaluación definitiva, pero el patólogo había calculado que el inglés había sobrevivido entre dos y tres días antes de sucumbir por fin a la deshidratación, la pérdida de sangre y el traumatismo interno. Evidentemente, no había muerto sin sufrir.
Sadeq cerró la carpeta y se quitó las gafas.
—¿Y qué es lo que quiere aclarar?
—Sobre todo algo relacionado con la declaración de la mujer —respondió Jalifa, cogiendo de nuevo la carpeta—. La ingileezaya, la señora… —Buscó el nombre en las notas—… Bowers. Hay algo que me pareció ilógico.
Sadeq cogió el vaso, tomó un sorbo de té y con un gesto indicó a Jalifa que siguiera.
—Pues según su relato, paseaba por la colina con su marido, se detuvo a… —Volvió a consultar las notas para encontrar la palabra precisa—… «hacer lo que debe una señora», que me imagino que significa…
—Mear.
—Exactamente. Perdió el equilibrio, resbaló y rodó por la pendiente hasta caer dentro del agujero. —Miró a Sadeq, quien inclinó levemente la cabeza para indicar que la cronología era correcta—. Dijo además que no se había fijado en el pozo porque su entrada estaba cubierta de ramas.
En esta ocasión, Sadeq no hizo gesto de asentimiento, se limitó a esbozar la más leve sonrisa con las comisuras de los labios.
—Fue usted quien tomó la declaración, ¿verdad? El día del accidente, después de que la llevaran en helicóptero al General de Luxor.
—Eso es lo que recuerdo.
—Sé que hace mucho tiempo, pero ¿recuerda en qué estado se encontraba? ¿Conmocionada, confusa…?
—Era hawaga. Por la experiencia que tengo, es gente confusa.
Jalifa sonrió ante la broma.
—Adonde quería ir a parar yo…
—Sé adonde quería ir a parar. —Las comisuras de sus labios se levantaron un milímetro más, la sonrisa se hizo más pronunciada, como si comprendiera el hilo del pensamiento de Jalifa y disfrutara con él—. Y no, la mujer no parecía confusa ni mucho menos. Al contrario, teniendo en cuenta que acababa de caer a un agujero de seis metros y de encontrar un cadáver al fondo, estaba sorprendentemente lúcida.
—¿Y se mantuvo firme en lo de las ramas? ¿En que cubrían la entrada?
—Sí, sí, totalmente firme. Más firme imposible.
—Eso es lo que no entiendo. Si las ramas estaban en la parte superior del pozo…
No siguió. Sadeq levantó la mano para hacerlo callar. El exjefe ya sonreía de oreja a oreja aunque su mirada seguía dura, un contraste inquietante, como si en parte le siguiera la corriente y en parte le estuviera advirtiendo de algo. De la cocina llegó un crepitar sordo, la inmolación de otro insecto. Se hizo un silencio y luego Sadeq dijo:
—Cuentan que usted es listo.
—¿Cómo dice?
—Hassani, Mahfouz. Otros con los que he hablado. Por lo visto uno de los más listos del cuerpo. De los que ven lo que otros no.
Dejó el té y apoyó las manos en los brazos del sillón, curvando los dedos alrededor de los extremos, decorados en forma de escarabajos. Jalifa se fijó en que llevaba las uñas de los pulgares mucho más largas que las de los otros dedos, como si se las dejara crecer deliberadamente.
—Y también insubordinado, por lo que he oído. En mi época no se habría salido con la suya. En aquellos tiempos nadie se insubordinaba.
La sonrisa se tensó y la mirada de Sadeq pareció más fría. Jalifa se removió en su asiento, sin saber muy bien adonde le llevaba aquello, preguntándose si se había equivocado al ir hasta allí. Las cosas cambiaban en Egipto, pero aún había que vigilar sobre todo cuando uno estaba cerca de algún escorpión como Sadeq. Se hizo otro silencio incómodo. Luego, para sorpresa de Jalifa, el exjefe levantó las manos y dio unas palmadas como si aplaudiera.
—Excelente observación, inspector. Ni siquiera el profesor que llevó a cabo el estudio de la tumba detectó el problema de las ramas. Pero yo sí. Y usted también. Muy listo.
Volvió a apoyar las manos en los brazos del sillón y con los índices iba tamborileando. Se oyó un apagado clic en el vestíbulo, al abrirse la puerta de la entrada, que luego se cerró, probablemente la esposa de Sadeq había salido.
—En cuanto la ingileezaya me habló de las ramas comprendí que algo pasaba. Mi primera idea, y la suya, por lo que veo, fue que la mujer estaba confusa, no recordaba bien. Pero se mantuvo categórica en eso. El pozo estaba cubierto con ramas. Lo que significaba que las habían colocado después de la caída de Pinsker, de lo contrario él las habría desplazado. Y como quiera que no se ve ni un árbol a diez kilómetros a la redonda, alguien tuvo que llevarlas hasta allí ex profeso, subirlas y colocarlas. Existían posibles explicaciones, pero la más clara era que había alguien que no quería que se encontrara o bien la tumba o bien a Pinsker. Y la explicación lógica es que…
—Pinsker no cayó allí por accidente.
Sadeq volvió a juntar las palmas. Al parecer, la consulta de Ben Roi era algo menos rutinaria de lo que esperaba.
—En su informe no se cita nada de esto —dijo Jalifa.
—Dadas las circunstancias, me pareció mejor hacer un relato simple.
—Pero habían asesinado a un hombre.
—Es una forma de verlo.
—¿Hay otra?
—Siempre hay otra forma de ver las cosas, inspector. Si algo he aprendido en cuarenta años en el cuerpo es que nunca nada es claro como el agua.
Tomó otro sorbo de té con los ojos fijos en Jalifa, como si quisiera animarlo a insistir en aquel punto. Jalifa había tratado con gente como Sadeq —en toda su carrera le había tocado relacionarse con ellos— y sabía cuándo había que apretar y cuándo permanecer callado. En aquellos momentos tenía que permanecer callado. Se quedaron en silencio: Jalifa moviendo los pies, Sadeq sorbiendo el té. Luego, con un gesto de asentimiento, el exjefe apuró el vaso y lo dejó.
—¿Interés personal ha dicho?
—En efecto.
—¿Seguro? —Le dirigió una dura mirada.
—Seguro.
—Si es así, no veo razón para mantenerlo a oscuras. Al fin y al cabo, de eso hace muchos años. Y en cierta manera se hizo justicia.
Señaló la bolsa de plástico a los pies de Jalifa.
—Supongo que es el expediente sobre la desaparición de Pinsker.
Jalifa admitió que sí. Sadeq le indicó con un gesto que se lo pasara.
—Identificamos el cadáver de Pinsker con bastante rapidez —dijo, poniéndose de nuevo las gafas y hojeando el contenido—. No llevaba documentos personales, pero es difícil que alguien olvide una cara como esta. Había unos cuantos qurnauis que aún se acordaban de él, aunque hubieran pasado cuarenta años. En cuanto tuvimos un nombre, no costó mucho encontrar el registro sobre el caso y no tardamos en llegar al fondo de la cuestión.
Sacó una hoja de la carpeta. Era la declaración del hombre que afirmaba haber visto a Pinsker caminando borracho por las colinas de Tebas. Era Mohamed el-Badri de Sheij Abd el-Qurna.
—Conozco a los el-Badri —dijo Sadeq—. Mala gente, pendencieros. El viejo Mohamed seguía vivo, lo pescamos, le apretamos las tuercas. Resistió, pero por fin cantó. Siempre lo hacen.
Dejó el papel en su sitio.
—Resulta que Pinsker violó a su hermana. Una chica llamada Imán. Ciega, no había cumplido ni los veinte. La arrastró hasta el río, le pegó una paliza e hizo lo que quiso con ella. Al parecer, Imán lo rechazó, luchó, pero era un hombre demasiado fuerte. Yo no me fiaría de los el-Badri ni loco, pero Mohamed tenía un testigo que corroboró la historia, un chico de allí, respetable. Era muy joven por aquel entonces. La noche de autos había salido a pescar, oyó el llanto de la chica y lo vio todo. Se lo contó a los el-Badri, a Mohamed y a sus dos hermanos… Claro que esto ocurría en 1931, nadie había olvidado lo de Danishaway. Y ya sabe cómo son los fellaheen. Orgullosos. Hacen las cosas a su manera.
Se quitó las gafas, las dobló y las dejó sobre la mesa de centro al lado del vaso vacío.
—Estoy en contra de la justicia paralela —dijo—. Si hubiera ocurrido en mi época, lo habría abordado de una forma muy distinta, pero de aquello hacía cuarenta años. Dos de los hermanos estaban muertos, Mohamed tenía más de setenta, no le quedaba mucha vida, Pinsker no tenía familia o al menos no podemos localizar a nadie. No iba a beneficiar a nadie abrir viejas heridas. Ya era suficientemente lamentable la violación de la chica. ¿Por qué recordar a todo el mundo la vergüenza que había pasado? Mejor dejar las cosas como estaban. Mandé que vapulearan al viejo para que aprendiera y lo dejé así. Caso cerrado. Y así se quedará.
Contempló un momento la carpeta, la cerró y la tendió a Jalifa.
—Espero que esto aclare las cosas.
Jalifa cogió el expediente. Era curioso, pero la historia lo dejaba frío. Evidentemente, la violación era impactante: la chica tenía la edad de su hija Batah. Y era ciega como un murciélago, pero en cuanto a la suerte que corrió Pinsker… Un año atrás le habría horrorizado lo ocurrido. La turba perpetrando linchamientos, los que se tomaban la justicia por su mano… eran cuestiones que siempre le habían repugnado, por más grotesco que fuera el delito. En aquellos momentos parecía no tener tan fijada la brújula moral. El hombre había muerto de una forma terrible, pero también había hecho algo terrible. Como decía Sadeq, no era claro como el agua. Ya no había nada claro como el agua. No existía certeza en nada, no todo era blanco o negro. La vida se había convertido en algo… de un gris impenetrable.
Jugueteó con las carpetas que tenía sobre las rodillas y sus pensamientos volvieron a la relación que podía tener aquello, si es que tenía alguna, con una mujer a la que habían estrangulado en una iglesia de Al-Quds. No veía un vínculo claro: dos asesinatos, ochenta años entre ellos, distintas nacionalidades, distintos países.
—¿No habría algún indicio de elemento religioso en el asesinato? —preguntó, buscando a tientas una conexión—. Ya que Pinsker era judío y tal…
Sadeq lo miró.
—Una muchacha recibió una paliza, fue violada y por poco la matan. Una muchacha ciega. Yo diría que es motivo suficiente sin mezclar en ello la religión. Y además esto ocurrió antes del naqba. En aquella época les importaban poco los judíos.
Se oyó el clic de la puerta de la casa abriéndose y luego el frufrú de unas bolsas de la compra. Sadeq levantó la vista y luego miró el reloj. Estaba convencido de que había respondido a todo lo necesario y de que era hora de poner punto final a la conversación.
—¿No sabrá qué ocurrió con las pertenencias de Pinsker? —preguntó Jalifa, intentando arañar lo último antes de que lo despidieran.
Sadeq soltó un bufido de impaciencia.
—Si mal no recuerdo, todo lo que encontramos en la tumba fue enterrado con Pinsker en El Cairo. Poca cosa. Solo la ropa y la máscara esa.
—¿Ningún documento? ¿Papeles? ¿Cartas?
Los dedos del anciano empezaron a tamborilear en los extremos de los brazos del sillón en forma de escarabajo. La paciencia que había dedicado a Jalifa se estaba agotando.
—Ningún documento —respondió él, tajante—. Y ahora si no le importa…
—¿Y sus cosas de 1931? ¿Tiene idea de lo que fue de ellas?
Sadeq dejó de mover los dedos y agarró con fuerza los escarabajos.
—Ni la más remota idea. Que yo sepa, se hundieron en el Nilo. De eso hace ochenta años y ya no tiene ninguna importancia.
—¿Más té? —Se oyó la voz de su esposa desde la cocina.
—No hace falta —respondió Sadeq—. Ya hemos terminado, ¿verdad?
Era más una afirmación que una pregunta. La paciencia se había agotado. Jalifa asintió, agradeció al anciano el tiempo que le había dedicado, puso de nuevo los expedientes en la bolsa de plástico y se levantó. Sadeq lo acompañó hacia el recibidor.
—Para ser un asunto de interés personal, yo diría que se lo toma muy en serio, inspector —dijo al llegar a la puerta—. No estoy en contra de que la policía tenga su propia iniciativa, pero hay que desplegar la iniciativa con conocimiento de causa. Tal vez tendré que hablar con Hassani. Conseguir que le dé un trabajo como Dios manda.
Abrió la puerta y Jalifa salió al rellano. Tenía la impresión de haberse pasado de la raya; no podía llevar las cosas más lejos. Las personas como Sadeq podían acabar siendo desagradables. Muy desagradables.
—Una última pregunta.
Sadeq lo fulminó con la mirada.
—En el expediente de 1931 hay una carta de Howard Carter, el arqueólogo. Al parecer, la noche en que fue asesinado Pinsker dijo a Carter que había encontrado algo. Un objeto o un lugar «que medía kilómetros». ¿Le dice algo?
Estaba convencido de que el hombre perdería los estribos. Pero no fue así. En lugar de ello, y de forma inesperada, puso una mano en el hombro de Jalifa.
—Estoy al corriente de su tragedia, inspector. Le ruego que acepte mi más sentido pésame. Y que lo transmita a su familia. Espero que siga bien.
Del modo que lo dijo, parecía más una advertencia que un deseo.
—Y respondiendo a su pregunta, la carta de Carter no significa absolutamente nada para mí. Y ahora, si no le importa, tengo que comer. Que tenga un buen viaje de regreso. No volveremos a vernos.
Apretó el hombro de Jalifa con fuerza, hundiendo literalmente los dedos en él, y luego, con una leve inclinación, se hizo atrás y cerró con un portazo. Del interior del piso le llegó a Jalifa el crujido de otra mosca que se asaba en el matainsectos eléctrico.