BEN Roi también se desplazaba, en su caso en coche, de nuevo hacia el oeste por la carretera 1, descendiendo las colinas de Judea, camino de la llanura costera y el mar. Habían sido cinco días frustrantes.
Decir que la investigación se había atascado sería pecar de pesimismo; el caso era que no avanzaba a grandes zancadas. Más bien iba a paso de tortuga. Y en aquellos momentos en que la prensa ya había hincado el diente en la historia —la reticencia inicial había acabado siendo un aplazamiento temporal, la calma que precede a la tormenta—, la presión por conseguir una condena estaba superando los límites. Convocaban a Leah Shalev dos veces al día a reunirse con el comandante Gal y con el comisario Baum, una experiencia bastante incómoda teniendo en cuenta el poco material que podía aportarles. Dos días antes, Baum había llegado a apuntar que no estaba preparada para un caso tan importante y que tal vez tendría que tomar las riendas él mismo. Gal tenía el mérito de haber defendido a la inspectora, aunque el apoyo llevaba aparejado otro comentario: «Esto tiene que moverse, Leah, y pronto. Le doy una semana. Si para entonces no estamos en el camino de la resolución, tendremos que reconsiderar la situación».
Todo aquello llevaba a un ambiente de malestar. Y más con el agravante de que en el segundo caso de asesinato de la Ciudad Vieja —el del estudiante yeshiva apuñalado— tampoco se avanzaba. En los nueve años que llevaba Ben Roi en la comisaría nunca había vivido tanta tensión en la Kishle. Era como una caldera a punto de explotar. Realmente estaba contento de poder pasar el día fuera.
Tocó el claxon y aceleró para adelantar a un transporte especial del Ministerio de Defensa de Israel que llevaba un par de tanques Merkava hacia el sur de la costa. Una vez superado el obstáculo, se situó de nuevo en el carril de en medio, hizo una llamada rápida con el manos libres a Sarah —no se había encontrado bien por la noche y quería saber si estaba mejor— y echó un trago del café tibio que había comprado unos kilómetros antes en la estación de Paz. En Kol Ha-Derekh pasaron de «She’s Dead» de Pulp a una cantante americana llamada Susan Tedeschi con una pieza titulada «Looking for Answers». ¡Por favor, incluso la maldita radio estaba como ellos, buscando respuestas!
Seguían con una línea de investigación a tres bandas. Uri Pincas estaba aún con la pista rusa y la de Hebrón, pero se había ampliado su dominio hasta incluir el resto de amenazas de muerte que Rivka Kleinberg había recibido con los años, como consecuencia de su práctica periodística. Amos Namir continuaba su duro trabajo desde la perspectiva armenia, así como en lo referente a la chica, Vosgi, claramente relacionada con lo armenio. Ni uno ni otro llegaban deprisa a ninguna parte. Ninguno llegaba a ninguna parte y punto.
Ben Roi, por su lado, intentaba avanzar en medio de la espesa maraña de pistas y falsas pistas que habían sacado a la luz los artículos más recientes de Kleinberg. El tráfico sexual, Egipto, Barren, Nemesis Agenda, todas las piezas seguían en el tablero, aunque su función en él y la forma en que se relacionaban, si es que lo hacían, distaban mucho de su comprensión.
Para ser sincero tenía que decir que ciertamente se había progresado. Dov Zisky, que se iba convirtiendo en más indispensable con el paso de los días, había descubierto un par de asuntos importantes.
En este sentido estaba la cuestión del viaje a Egipto que proyectaba hacer Rivka Kleinberg. Aparte de que había reservado un vuelo para Alejandría la misma noche en que fue asesinada, resultaba que también tenía habitación en un hotel barato de Rosetta, una pequeña ciudad a sesenta kilómetros de Alejandría bajando por la costa sur. Lo que intentara hacer allí seguía siendo un misterio, aunque fuera lo que fuese estaba claro que no tardaría en resolverlo. La reserva era para una sola noche y después volvía en avión a Tel Aviv.
La otra pista hacía referencia a la omnipresente Barren Corporation. Zisky había seguido investigando sobre la empresa y había encontrado una relación con Armenia, aunque de muchos años atrás. Durante la década de 1980, Barren, a través de una filial denominada YGE —Yerevan Gold Exploration— había adquirido participaciones en una importante excavación de una mina de oro a cielo abierto en la parte oriental del país, en la frontera con Azerbaiyán. Los problemas con las diligencias que tuvieron con el gobierno armenio habían llevado a desmantelar la empresa en 1991, pero así y todo aquel seguía siendo un vínculo enigmático y podría tener su importancia.
También se habían producido otros progresos, entre los cuales estaba —y en este caso también era Zisky quien lo había detectado en la red— otro ejemplo de Nemesis Agenda contra Barren, un pirateo de la red informática de la empresa, pero la nueva pista que más prometía en realidad era la que había descubierto el propio Ben Roi, para alivio suyo, pues parecía que últimamente Zisky llevaba todo el peso del caso.
En su entrevista con Maya Hillel en el Refugio Hofesh, ella le había hablado de un proxeneta llamado Kremenko. El tal Kremenko, inmigrante de origen ucraniano —junto con su esposa y dos hijos—, habían dirigido una de las principales redes de prostitución de Tel Aviv, utilizando a chicas que habían llegado a través del tráfico procedente de Egipto, pasando por el Sinaí. Según Hillel, Rivka Kleinberg se había mostrado especialmente interesada por aquella ruta, y ya que parecía que Kremenko tenía el monopolio, Ben Roi había decidido investigar al proxeneta.
Hacía un par de meses que habían detenido a Kremenko y seguía en prisión preventiva en Abu Kabir, un centro de reclusión a tiro de piedra del Centro Nacional de Medicina Forense del sur de Tel Aviv. Ben Roi había acudido a la unidad antitráfico del crimen organizado, donde le habían proporcionado copias de toda la información que poseían sobre el hombre, que no era poca. Por lo que se deducía de ella, Kremenko había tenido sometidas a unas cien mujeres, la mayoría del este de Europa, aunque últimamente se inclinaba cada vez más por las orientales y las africanas. Las tenía trabajando de dos en dos o de tres en tres en pisos distribuidos por la ciudad —incluso tenía algunos en Neve Sha’anan—, anunciaba sus servicios en internet y hacía repartir propaganda en cabinas telefónicas y parabrisas de coches; hacía vigilar cada uno de sus movimientos por medio de una red de gorilas, sirvientas y macarrillas. Inspiraba tanto temor que a pesar del volumen de dinero que movía y las garantías de protección con la que contaba, los especialistas en delincuencia organizada no habían sido capaces de encontrar a una sola chica dispuesta a declarar contra Kremenko, y por ello, pese a disponer de tantas pruebas circunstanciales, la Fiscalía General había decidido que la mejor forma de condenarle sería a través de cargos sobre evasión fiscal y blanqueo de dinero en lugar de centrarse en el tráfico de mujeres y en las ganancias conseguidas de forma inmoral.
Sobre la operación de Kremenko en el Sinaí, lo que realmente interesaba a Ben Roi, los archivos prácticamente no contenían nada. Se había reclutado a las chicas en sus países de origen, las habían mandado a Egipto y las habían trasladado a través de la frontera por medio de grupos de beduinos. Más o menos lo que le había dicho Hillel.
Aquello parecía un callejón sin salida. Pero de pronto surgió un golpe de suerte de los que a veces consiguen un giro de ciento ochenta grados en un caso. Ben Roi tenía un contacto en Abu Kabir, un funcionario que había estado en la Academia de Policía con él antes de pasar a servicios penitenciarios. Los funcionarios siempre tenían las antenas puestas y, por casualidad, Ben Roi entró en contacto con él, le explicó el caso y le preguntó si sabía algo que pudiera serle de utilidad.
Y, quién se lo iba a decir, el hombre respondió.
Resultó que dieciocho días atrás, Genady Kremenko había recibido una visita. La visita de una mujer. Su nombre era Rivka Kleinberg.
Hacia allí se dirigía en aquellos momentos Ben Roi. Iba a Abu Kabir a charlar con el hombre al que llamaban el Maestro por la edad de algunas de las chicas a las que explotaba. Mirando de reojo las bolsas de Toys R Us que llevaba en el asiento del acompañante, aceleró para adelantar a otro transporte militar de tanques, con lo que se puso a ciento veinte. Solo le habían concedido una hora con Kremenko y no quería llegar tarde.