YUSUF Jalifa dio una calada al Cleopatra, mirando por la ventana del tren que traqueteaba despacio en dirección norte. Ante sus ojos iban pasando pueblos con casas de adobe, campos de maíz, plantaciones de caña, un puesto de un carnicero con unos macabros colgajos de tripas y cabezas de cordero. De pronto el tren paró con una sacudida y ante la ventanilla Jalifa vio a un grupo de chavales jugando con una balsa en medio de un canal de riego. Todo su cuerpo se tensó luchando con la imperiosa necesidad de sacar la cabeza y gritarles que salieran del agua. Era una lucha —cada recuerdo era una lucha—, y soltó un suspiro de alivio cuando el tren siguió avanzando con otras sacudidas y aquella panorámica desapareció de su vista. Apuró lo que le quedaba del cigarrillo y lo apagó con el tacón, procurando no molestar al anciano que llevaba a cabo el salat del mediodía en el suelo del vagón, frente a él.
No se habían producido novedades en la casa de Attia. Seguía esperando a que su amigo Ornar le diera los resultados de los análisis del agua, pero cada vez era más de la opinión de que el jefe Hassani estaba en lo cierto y que todo aquello era buscar una aguja en un pajar. Tenía a unos cuantos que se ocupaban de los bloques talatat que habían desaparecido y hacían el seguimiento de las historias de un operativo de tráfico de drogas en el zoco de Luxor, que en definitiva no habían sido más que eso: historias. Aparte de esto, poco le esperaba en su mesa y, con el jefe y casi la comisaría en pleno obsesionados por la inauguración del museo del Valle de los Reyes, había tenido tiempo para hacer las investigaciones de Ben Roi sin que nadie se fijara.
Una investigación que inesperadamente había resultado interesante.
El israelí le había mandado un esquema básico del caso, en el que figuraba una posible relación con una empresa denominada Barren Corporation. La misma Barren Corporation que patrocinaba el nuevo museo del Valle de los Reyes, una curiosa coincidencia.
El nombre de Samuel Pinsker era completamente nuevo para él. Ben Roi le había proporcionado enlaces de una serie de referencias de internet, aunque poco le habían aclarado, aparte de que Pinsker era británico, había trabajado en arqueología en la necrópolis de Tebas, desapareció en 1931 y presentaba algún tipo de deformidad facial. Ni tan siquiera el espectacular descubrimiento de su cadáver en 1972, en el fondo de una remota tumba de fosa, lejos, en el macizo occidental, había atraído el interés, si no era para centrarse en la escabrosa suposición de la agonía solitaria y lenta que había sufrido el hombre. Pinsker había vivido y trabajado en Egipto y había encontrado la muerte en las colinas situadas por encima del Valle de los Reyes: más allá de esto, no veía relación alguna con los detalles del caso que le había proporcionado Ben Roi.
Los archivos de la policía egipcia le habían aportado mejores pistas. Y también más interrogantes.
Como sorpresa, la aparición de un expediente ya existente. Todo había sucedido hacía mucho tiempo —muchísimo tiempo en el caso de la desaparición de Pinsker—, y Jalifa casi habrían esperado que de haber existido notas sobre los hechos se hubieran destruido o perdido con el tiempo. Afortunadamente, la fijación de la policía egipcia, no tan solo con la creación sino también con la acumulación de papeleo —en general algo que irritaba mucho a Jalifa—, en este caso había trabajado a su favor. Le había costado un poco localizar lo que necesitaba, pero por fin había dado con ello un par de días antes. Dos grupos de notas —uno relacionado con el descubrimiento del cadáver de Pinsker; el otro, con su desaparición— atados con un cordel y abandonados en el estante de unos archivos gubernamentales situados en Esna.
Moviéndose con cuidado para no molestar al hombre que rezaba en el suelo, Jalifa levantó la bolsa de plástico que tenía junto a los pies y sacó de ella las dos carpetas.
La de 1972 era de lejos la más voluminosa. Ocupaba la mitad un fajo de fotografías en blanco y negro: de la tumba, un profundo foso con una simple cámara funeraria excavada en la roca, abierta al fondo; del cadáver momificado de Pinsker in situ; del cadáver en una mesa de autopsias. Había también un informe del patólogo, otro de un inspector, declaraciones de la pareja que había descubierto el cadáver e incluso un informe de un tal Geoffrey Reeves, experto en arquitectura funeraria tebana, en el que se analizaban las dimensiones y la excavación de la tumba y concluía que databa del Imperio Nuevo, casi con toda probabilidad, de la dinastía XVIII. Al fondo, lo último de la carpeta, una carta de una tal Yahudiya Aslani, de la Comisión para el Bienestar Judío de Egipto. Aceptaba, a falta de familiares, hacerse cargo del cadáver de Pinsker y de su entierro en el cementerio Bassatine de El Cairo. «Aunque por desgracia, a causa de limitaciones económicas, no podemos proporcionar lápida», concluía.
El expediente de 1931 —un auténtico documento histórico, con sus papeles que contaban ya ochenta años, amarillentos por el tiempo— era mucho más escueto. Así y todo, enseguida llamó la atención de Jalifa.
Contenía declaraciones de una serie de personas que habían conocido a Pinsker o habían tenido alguna relación con él; la más larga y detallada era, la de una mujer llamada Ommsaid Gumsan, la propietaria de la habitación que Pinsker tenía alquilada en Kom Lolah.
La noche de su desaparición, al parecer el inglés acababa de volver a Luxor tras una ausencia de al menos tres meses. Era algo que hacía a menudo, explicaba la mujer, desaparecer unas semanas y volver de repente, por ello le insistía en cobrar la renta por adelantado. Gumsan había oído la moto de Pinsker que se detenía en el camino de detrás de la casa de madrugada. Él no había entrado en el edificio y a la mañana siguiente no encontró rastro de él aunque la moto seguía allí, con las correas de las bolsas de atrás medio sueltas. Habituada a las imprevisibles idas y venidas del hombre, en general no le habría dado importancia, pero aquella mañana, por razones que era incapaz de explicar, presintió una tragedia. Había hablado con su hermano, quien, por su parte, se había puesto en contacto con la policía. Fin de la declaración.
Las otras declaraciones eran más breves, contenían menos información, si bien un hombre —un tal Mohamed el-Badri de Sheij Abd el-Qurna— afirmó haber visto a Pinsker andando por las montañas, echando tragos de una botella, al parecer borracho como una cuba. Había también una foto de la moto del inglés, una copia de un cartel en el que se pedía a quien tuviera información que se pusiera en contacto con la autoridad de su pueblo, y un telegrama del embajador británico, sir Percy Loraine, en el que instaba a las autoridades de Luxor a hacer lo que estuviera en su mano para localizar a Pinsker.
Todo tenía un gran interés. Sin embargo, lo que aceleró el pulso de Jalifa era algo que había quedado escondido en el compartimiento a la derecha de la carpeta. Una carta de dos páginas escrita a mano por uno de los compañeros arqueólogos de Pinsker, acompañada de un boceto sobre el desaparecido —la imagen simple pero fascinante de un hombre con chaqueta de cuero y el rostro escondido tras una especie de máscara— y firmada con un nombre que, a diferencia de Pinsker, resultaba muy familiar a Jalifa: Howard Carter.
Abrió el compartimiento, sacó la carta y la leyó por décima vez, apartándose un poco mientras el anciano terminaba sus oraciones y se sentaba de nuevo a su lado.
Elwat el-Diban, Luxor
14 de septiembre de 1931
Apreciado capitán Suleiman:
Además de la investigación que ha llevado a cabo sobre Samuel Pinsker, creo que puede tener algún interés para usted lo que sigue:
La noche de la desaparición de Pinsker, el 12 de septiembre, me había acostado temprano después de haber cenado con Newberry, Lucas, Callender y Burton.
Poco antes de las diez me despertó el ruido de una moto que se acercaba, procedente de Dra Abu el-Naga. Poco después oí un golpe en la puerta principal de la casa y la voz de Pinsker. Parecía bebido. Soltaba gritos incoherentes con payasadas del tipo «Lo he encontrado, Carter» y «Mide kilómetros». Aquello duró unos minutos, hasta que le grité que se fuera y desapareció. No hablamos cara a cara.
Hacía tres años que lo conocía, y durante el último había trabajado un tiempo con Callender y conmigo en la nueva consolidación de la entrada de la tumba de Tutankamón. Creo que también asesoraba a Winlock de Deir el-Bahri y a Chevrier de Karnak.
Pese a que no me gusta que me despierten de esa forma, no se lo tengo en cuenta a Pinsker y confío en que lo encuentren a tiempo, sano y salvo.
Si puedo ofrecer algún otro servicio, etcétera.
Atentamente,
HOWARD CARTER
—Tazkara.
Sin levantar la vista, Jalifa sacó el carné de policía. El revisor lo miró, resopló y siguió adelante, dejando al inspector con los ojos clavados en el documento, ajeno a las miradas recelosas que había provocado su acreditación entre los pasajeros cercanos.
Una carta original de Carter, no todos los días uno se encuentra algo así, y además acompañada por un boceto de la mano del gran arqueólogo. Y le añadían interés las referencias a otros excavadores contemporáneos, que ofrecían una rápida perspectiva sobre la edad de oro de las exploraciones y los descubrimientos en Egipto. Cuando Jalifa había hablado por teléfono del descubrimiento al conservador de la Casa Carter, de la orilla occidental del Nilo, el hombre casi se había plantado ante él de un salto, impaciente por hacerse con el documento.
De todas formas, lo que realmente intrigaba a Jalifa no era tanto el significado histórico de la carta como las palabras que había gritado Pinsker en su visita a la casa de aquel arqueólogo la noche de su desaparición. «Lo he encontrado, Carter. Mide kilómetros». ¿Qué significaba aquello? ¿A qué correspondía el «lo»?
Primero pensó que tal vez Pinsker se refería a la tumba en la que había encontrado la muerte: una tumba de pozo de la dinastía XVIII desconocida hasta el momento, aunque estuviera vacía, le habría producido una inmensa emoción. Quizá Pinsker había encontrado el tiro, había bajado a la casa de Carter a alardear del descubrimiento, había vuelto a la colina y allí, borracho, había caído en el agujero. Ahora bien, el inglés describía aquella cosa o lugar misterioso diciendo que medía kilómetros, lo que no concordaba con la tumba con una única y modesta cámara que aparecía en las fotos de la policía. ¿Exageración de beodo? Posible, aunque lo de medir kilómetros parecía una hipérbole curiosamente poco apropiada. Jalifa había sacado el tema hablando con el conservador de la Casa Carter, pero el hombre no le había podido echar una mano, ni siquiera había oído hablar de Samuel Pinsker. Su antiguo amigo y mentor, el profesor Mohamed al-Habibi del museo de El Cairo, sí tenía noticia de él, pero no le pudo esclarecer el misterio. Carter, por otra parte, había muerto en 1939, de forma que por este lado tampoco obtendría más explicaciones.
«Lo he encontrado, Carter. Mide kilómetros».
¿Sería aquel «lo» la conexión con el caso de Ben Roi? ¿La razón por la que la periodista asesinada se había interesado por Samuel Pinsker? ¿O bien otra pérdida de tiempo como la del agua envenenada de los coptos? No lo sabía. Tenía que hablar con otras personas. Con Mary Dufresne, por ejemplo. Ella conocía todo lo referente a aquel período.
Pero había que esperar. De momento, Jalifa tenía otras cosas en la cabeza. Dio un último vistazo a la carta, la puso con cuidado en su compartimiento y cerró la carpeta de 1931 para abrir la de 1972.
Evidentemente le había llamado la atención la carta sobre el cementerio Bassatine: si Pinsker era judío, como mínimo aquello proporcionaba un cierto vínculo con Israel. Pero tampoco era aquello lo que lo inquietaba. Sacó el fajo de las fotos y las fue pasando hasta llegar a la que estaba tomada en el fondo del pozo: un polvoriento rectángulo de piedra tallada bajo una maraña de troncos y ramas.
Troncos y ramas. Los troncos y las ramas estaban fuera de lugar.
Aquella era la razón que lo llevaba hacia Qena. Porque si quienes habían vivido los hechos de 1931 llevaban tiempo muertos y enterrados, algunos de los de 1972 seguían vivos. Y entre estos estaba Ibrahim Sadeq, exjefe de la policía de Luxor, quien había dirigido la investigación que llevó al descubrimiento del cadáver momificado de Samuel Pinsker. Tal vez Sadeq le podía proporcionar alguna respuesta.
Centró la vista en la foto. Luego, mientras el tren pasaba con su típico traqueteo cerca de la humeante mole de la fábrica papelera de Qena, la volvió a dejar en la carpeta y se sentó más cómodamente. Al fondo del vagón, un vendedor intentaba abrirse paso entre la aglomeración de pasajeros, manteniendo en alto una bandeja con trozos apilados de caña de azúcar y pregonando la mercancía. Un hombre vestido con traje le llamó, le compró un trozo que dio a un niño que estaba sentado a su lado. Su hijo, imaginó Jalifa, por la forma en que el hombre le puso la mano sobre el hombro y lo atrajo hacia él. El pequeño se acurrucó contra el hombre, pegó un mordisco a la caña y la ofreció al padre para que la probara; uno y otro completamente ajenos a la extraordinaria importancia de unos detalles tan fugaces. Jalifa los observó un momento, se secó los ojos y miró hacia otro lado. Cada recuerdo era una dura batalla.