EL corredor avanzaba veloz, cruzaba el desierto iluminado por la luz de la luna con la agilidad de una pantera. De vez en cuando se detenía y observaba las pendientes rocosas, a la escucha. Luego seguía, camino de la colina abrupta, coronada por una llanura, que dominaba el paisaje. Llegó a la base de la colina, se detuvo, esta vez más tiempo, recuperó el resuello y emprendió el ascenso a la cima presuroso; lo único que indicaba su avance era el ruido apenas audible de las zapatillas que pisaban la grava. Una vez arriba, se sacó la Glock 17 de la mochila y se desplazó hasta el extremo más alejado, sujetando el arma frente a él mientras sus ojos vigilaban a izquierda y derecha.
En aquel punto, el suelo descendía abruptamente formando una serie de salientes rocosos hasta la pista asfaltada de la carretera 40 que discurría abajo. Su blanco se encontraba sentado en el saliente superior, con la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados, y un par de auriculares de iPod en las orejas.
El hombre la miró un momento: la parte superior de la cabeza de la chica le quedaba a unos centímetros de las puntas de sus zapatillas y le llegaba un leve eco de la música de los cascos. Con una sonrisa burlona, se agachó y cogió un puñado de gravilla con la mano que le quedaba libre. Apuntó con la Glock extendiendo el brazo, dispuesto a ir soltando la gravilla sobre el pelo de ella.
La mujer se movió con tal rapidez que el cerebro de él no tuvo siquiera tiempo de registrar el movimiento. En un instante pasó de estar sentada bajo él a levantarse de un salto, darse la vuelta y en el mismo movimiento quitarse los auriculares. Él intentó apartarse echándose atrás, alejarse de la mujer, pero esta ya le había atenazado la muñeca. Con la otra mano lo agarró del jersey y tiró de él hacia el borde de la cima. Durante un breve y surreal instante el hombre notó como si una especie de acróbata de circo le llevara por el aire antes de darse el batacazo de espaldas, un golpe suficientemente fuerte para dejarlo sin respiración pero no tanto como para hacerle un daño irreparable. Un pie le inmovilizó la muñeca derecha, apareció surgida de la nada una segunda Glock que se sostenía un par de centímetros por encima del caballete de su nariz. De los auriculares que colgaban llegaba el ritmo de «Breathe» de Pink Floyd.
—¿Qué pasa?
Transcurrieron unos segundos antes de que se viera capaz de hacer lo que le decía la música. Cuando consiguió reunir aire suficiente en los pulmones para hablar, dijo con voz gutural y ronca:
—Esta vez estaba convencido de que te atraparía.
—Pues no.
—Ya veo.
Se quedó un instante mirándola, pálido, con expresión intensa, una leve sonrisa se iba dibujando en sus labios. De golpe levantó la mano que tenía libre y la deslizó por la mejilla de ella hasta la nuca. Ella lo dejó hacer durante un par de segundos, pero con un suave movimiento se zafó de aquella mano y se echó hacia atrás.
—¿Nunca renuncias, Gidi?
—¿Nunca renuncias, Dinah?
—Esta noche no, macarrilla.
Aquello le hizo reír.
—Qué buena estás. La tengo tan empalmada que me llega hasta Haifa.
Ella hizo chasquear la lengua con aire cansino. Gideon siempre insistía en ver hasta dónde podía llegar con ella, lo había hecho siempre, en los cuatro años que la conocía. Y también intentaba sorprenderla cada vez que subía hasta allí para poner las ideas en orden. Él no lo hacía con mala intención y ella tampoco se lo tenía en cuenta. Gidi era una buena persona. El mejor. Lo que ocurría era que los hombres buenos no eran lo suyo.
Desconectó el iPod y lo dejó en la mochila, que tenía en el saliente, donde también metió la Glock. Gidi se incorporó, frotándose la muñeca.
—¿Cómo sabías que estaba aquí?
—Te delata la loción de afeitado.
Él soltó un bufido.
—Me han ganado por oler bien.
Ella se cargó la mochila al hombro y alargó la mano. Él la aceptó para levantarse.
—¿Una carrera de vuelta? —preguntó ella.
—Creo que me quedaré un rato aquí. Me fumaré un peta, miraré las estrellas, aceptaré el desaire. Hace una noche preciosa.
Seguía con la mano agarrada a la de ella.
—Quédate conmigo, Dinah. Sin malos rollos. Siéntate aquí conmigo. Lo de la catedral… al menos déjame que te abrace.
Ella se quedó mirándolo, sin hacer nada por deshacerse de su mano. La luz de la luna parecía intensificar la delicadeza de sus rasgos, la finura de los pómulos, los ojos, grandes, tristes. Pasaron unos segundos. Después le apretó la mano con fuerza, se acercó a él y le dio un beso en la mejilla.
—Nos vemos en el barrio.
Con estas palabras se fue, saltando las rocas que descendían hacia la carretera de abajo.
—¡Me llega hasta Haifa! —le gritó él.
—¡Pues ponte una bolsa de hielo encima! —Su voz remontó la pendiente.
Cuando llegó a la llanura, bordeó la elevación, siguió la pista que llevaba a la carretera 40 y enfiló el desierto acompañada por el crujido de sus pies y el melancólico aullido de una hiena. La pista discurría recta unos cientos de metros, flanqueada por rocas y algún cactus flácido hasta introducirse en una hendidura que zigzagueaba a la derecha. Enfrente, a poco más de un par de kilómetros, brillaba a la luz de la luna un conjunto de edificios con techo abovedado y paredes encaladas, como una serie de terrones de azúcar esparcidos por el suelo. Aceleró el paso.
Llevaban allí tres años. En una primera época, los cuatro habían actuado desde el piso de ella, en Tel Aviv. Había habido demasiados ojos, demasiadas posibilidades de que sus idas y venidas llamaran la atención, sobre todo desde que las misiones se habían convertido en algo más temerario, desde que se había estrechado el cerco contra ellos. Entonces la solución fue levantar el campamento e instalarse en una casa en las afueras de Beersheva. Y en cuanto necesitaron más clandestinidad se plantaron aquí.
Durante la década de 1960 aquello había sido un moshav próspero, aunque remoto. Llevaba mucho tiempo abandonado, habían ocupado sus edificios los escorpiones y las lagartijas. Los campos se habían perdido bajo una capa de polvo y malas hierbas. Habían alquilado el lugar, lo habían adecentado y habían instalado allí paneles solares para la electricidad y un sistema de teléfono e internet por satélite. No pensaban quedarse allí para siempre. Norma número uno en aquel tipo de actividades: no echar nunca raíces, estar siempre dispuesto a cambiar en un visto y no visto. Por el momento, no obstante, se ajustaba a la perfección a sus necesidades.
Ella lo había pagado todo, como siempre. No les contaba cómo, ellos tampoco lo preguntaban. Norma número dos: no hacer preguntas innecesarias. Entre los cuatro la relación era estrecha, formaban una familia, si bien ella necesitaba mantener para sí algunas partes de su vida. El resto no sabía ni siquiera su nombre real. Y así tenía que ser. El pasado era el pasado.
Llegó al sitio en menos de ocho minutos, cubriendo los cuatrocientos metros finales con un sprint. Tamar tenía la luz apagada: se habría acostado pronto. Faz, a juzgar por el parpadeo de sombras de la ventana, estaba en la sala técnica, como siempre, inclinado ante una de las pantallas, navegando en las profundidades del ciberespacio. Faz era la oveja negra: árabe-israelí, hosco, introvertido. Y un genio en tecnología, uno de los mejores piratas en el campo empresarial, de modo que poca importancia tenía que apenas abriera la boca. Cada uno aportaba al grupo sus conocimientos. Él sabía piratear, extender un virus y utilizar un arma. Era lo que contaba. En definitiva, no se habían juntado para conversar.
Ella se apoyó en una pared al lado de un 4 × 4, estiró los gemelos, inspiró profundamente, se acercó a la sala técnica y asomó la cabeza por la puerta. Vio a Faz sentado de espaldas a ella, los ojos fijos en la pantalla, la cabeza rodeada de un halo de humo de tabaco.
—¿Hay algo?
Él extendió un brazo y señaló el suelo con el pulgar, cual emperador romano indicando el fin de la vida de un gladiador. Aquello había permanecido igual durante seis días, desde que se había difundido la noticia del asesinato y ellos habían pirateado la central de la policía de Israel para controlar la investigación. Hicieran lo que hicieran, aquellos gilipollas de azul no se acercaban ni por asomo al autor de los hechos.
—¿Barren?
Otra vez el gesto del pulgar hacia abajo.
—¿De verdad?
—De verdad.
Aquello era lo máximo que uno podía sacar a Faz. Le dijo que siguiera en ello, se retiró, cruzó el patio, llegó a su habitación, donde se desnudó y se metió en la ducha. Cerró la cortina, abrió los grifos, se quedó bajo el agua sin esperar a que se templara, echó la cabeza hacia atrás y dejó que los chorros le dieran en la cara y los pechos. Permaneció un minuto así. Luego se quedó tiesa y se volvió al notar una silueta al otro lado del plástico opaco de la cortina. Cerró los puños instintivamente, dispuesta a luchar, pero relajó el gesto al oír la voz de Tamar.
—Soy yo. La puerta estaba abierta.
Ella apartó la cortina sin hacer gesto alguno para cubrir su desnudez. Tamar se encontraba frente a ella: esbelta, piel oscura, el pelo casi rapado, una camiseta blanca y holgada que le llegaba un poco más arriba de las rodillas.
—¿Qué tal? —preguntó Tamar, amable.
Dinah hizo un gesto de asentimiento.
—Sufría por ti.
—Estoy bien.
—¿En serio?
—En serio.
Siguieron una frente a otra mientras el agua bajaba en cascada por la cabeza y la espalda de Dinah y salpicaba las baldosas del baño. Luego, con una sonrisa se hizo al lado. Tamar avanzó, se quitó la camiseta por la cabeza y dejó al descubierto unos pechos pequeños, firmes, y unos rizos de pelo púbico. Se metió en la ducha y las dos mujeres se abrazaron.
—Los pillaremos, Dinah. Te juro que los pillaremos.
No respondió, se limitó a cerrar la cortina con una mano mientras acariciaba el pelo de su compañera con la otra y la estrechaba con mayor fuerza.
Ni una ni otra se percataron de la cámara del respiradero situado por encima de la ducha. No la habrían visto aunque hubieran mirado directamente aquel punto. Estaba perfectamente escondida. Como el resto de las cámaras. El vigilante vigilaba sin que nadie se enterara de ello.