—¡OH, Dios bendito, Jalifa, cuánto lo siento!
Ben Roi siguió andando por la calle hasta encontrar un banco, donde se sentó y luego se inclinó hacia delante.
—¡Cuánto lo siento! —repitió—. Tanto la pérdida de tu hijo como por haber insistido… ya me entiendes, en lo de Sarah y yo, el bebé…
—No tienes por qué disculparte, amigo mío. En todo caso sería yo quien debería hacerlo. Por… aguarte una noticia extraordinaria. Realmente extraordinaria.
Ben Roi tenía la vista fija en sus zapatillas de deporte, intentando buscar algo apropiado que decir, sintiéndose fatal por haber interpretado mal a Jalifa. Nunca supo abordar ese tipo de situaciones, siempre salía con la peor respuesta. Finalmente, solo consiguió repetir que lo sentía y preguntar si podía ayudar en algo.
—Eres muy amable, pero no, estamos bien.
—¿Tomo un avión y voy?
—Te lo agradezco, pero no es necesario.
Ben Roi se ladeó un poco y apoyó el codo en el brazo del banco. Sin saber cómo le vino a la cabeza su propia pérdida, cinco años antes, cuando en un atentado había muerto su novia Galia. Pensó que las palabras amables y las condolencias le habían servido para empeorar las cosas, para poner más peso a la magnitud de la tragedia que vivió. Sabía por experiencia propia que nada —ni palabras, ni tarjetas, ni oraciones, ni flores— podía aliviar el dolor en aquellas situaciones. Uno las vivía solo, lo único que le quedaba era resistir. Después de todo, la aflicción era algo profundamente solitario.
—Aquí estoy si me necesitas —dijo, poco convincente.
—Gracias. Eres un buen amigo.
Se hizo el silencio. No fue, sin embargo, el mismo de unos minutos antes, sino más bien el silencio de dos personas que aprecian la compañía del otro y saben que su relación no exige hablar cuando no hay nada específico que decir. Pasó por delante de él un anciano haredi haciendo repicar el bastón en la acera y un momento después Ben Roi oyó el ruido apagado de uno de los nuevos tranvías de Jerusalén que avanzaba desde Jaffa, con sus elegantes vagones de cristal y metal plateado que parecían fuera de lugar entre aquellos edificios decrépitos de la época del Mandato. Viejo y nuevo, pasado y presente, antiguo y moderno: en Jerusalén todo parecía diluirse en lo siguiente. De forma literal.
—Querías preguntarme algo —dijo por fin Jalifa.
—¿Cómo?
—Sobre un caso en el que estás trabajando.
—Ah, sí, claro.
Ben Roi se había olvidado del motivo de su llamada. Después de lo que había oído le parecía completamente intrascendente. Y también inapropiado pedir al egipcio que le echara una mano con todo lo que estaba pasando. Podía recurrir a los canales oficiales, endosárselo a otro. Las cosas se retrasarían un poco pero tampoco sería una gran catástrofe. Aceptaba que había momentos en que había que bajar el ritmo (lástima que no se hubiera dado cuenta de aquello cuando vivía con Sarah).
—Olvídalo —dijo.
—Vamos, Ben Roi.
—No, en serio, déjalo. No era nada. Una excusa para ponerme en contacto contigo.
—¿De verdad?
—De verdad.
Otro silencio —el ruido del tranvía fue en aumento al deslizarse por las vías hacia donde se encontraba Ben Roi— y luego Jalifa dijo que tenía que volver a casa.
—No puedo dejar mucho tiempo sola a Zenab —explicó.
—Claro, lo comprendo. Dale muchísimos recuerdos de mi parte. Y repito: siento muchísimo lo de Ali.
—Gracias, amigo mío.
—Tenemos que procurar no espaciar tanto los contactos.
—Tienes toda la razón.
Tras una vacilación, Jalifa añadió:
—Me ha alegrado oír tu voz, arrogante hijo de puta judío.
Ben Roi sonrió.
—Y yo de oír la tuya, moro caradura… ya me entiendes.
Prometieron mantenerse en contacto, se despidieron, y cuando Ben Roi iba a colgar, de pronto volvió a acercarse el móvil a la oreja.
—¡Jalifa!
Cuatro años atrás, cuando se encontraba en el negro pozo, fuera de combate por el abatimiento que le había producido la muerte de su novia, el egipcio lo había implicado en la investigación del caso de Hannah Schlegel y con ello había recuperado fuerzas y determinación, había iniciado el lento ascenso hacia la recuperación. La situación era distinta, evidentemente, pero se le ocurrió que tal vez, solo tal vez, podría devolverle el favor. Dudaba que pudiera ser capaz de ayudarlo —perder a un hijo, ¡santo cielo!, ¿hasta qué profundo abismo tenía que llevarte?—, pero como mínimo igual le proporcionaba una breve distracción. No se le ocurría una forma más práctica de ayudar a su amigo.
—Quizá podrías echarme una mano en algo —le dijo.
—Claro. En lo que sea.
Barren, Nemesis, la ruta del Sinaí, el vuelo de Kleinberg a Alejandría… Todos aquellos vínculos egipcios podían seguirse de otra forma. Pero había una pista que parecía hecha a medida para Jalifa.
—¿Has oído hablar alguna vez de un tipo llamado Samuel Pinsker? —le preguntó.
Jalifa no tenía ni idea.
—Un ingeniero de minas británico. Desapareció de Luxor a principios del siglo XX. Su cadáver fue descubierto en una tumba en 1972.
—Me tienes intrigado.
—Yo también lo estoy. Parece tener alguna relación con un caso de asesinato en el que estoy trabajando, aunque no me preguntes por qué. He pensado que tal vez, como vives en Luxor…
—Puedo hacer alguna investigación.
—Ya tienes suficientes quebraderos de cabeza…
—No, no, me encantaría ayudarte. ¿Me mandas algún detalle?
—Te los enviaré por correo electrónico a primera hora de la mañana, pero, por favor, no inviertas demasiado tiempo en ello, simplemente…
—¿Simplemente te resuelvo el caso?
Ben Roi sonrió entre dientes.
—Exacto.
Se quedó unos segundos en silencio, contemplando la vieja ciudad, sus monumentales muros de piedra que emitían unos reflejos anaranjados bajo las farolas que los iluminaban. Luego, presa de un súbito arranque de afecto hacia su viejo amigo, dijo:
—¿Qué te parece, Jalifa? ¿Tú y yo trabajando juntos de nuevo? El Equipo A. ¡Como en los viejos tiempos!
La respuesta del egipcio no fue tan entusiasta.
—Nunca nada volverá a ser como en los viejos tiempos, amigo mío. Desaparecieron para siempre. Me pondré en contacto contigo en cuanto tenga algo.
Y con aquello colgó.