Luxor

NI entonces, un año después de los hechos, Jalifa conseguía aceptar lo ocurrido. Es más, no creía que pudiera aceptarlo jamás. Había perdido a su primogénito, a la niña de sus ojos. ¿Quién podía vivir tranquilo con un peso como aquel?

Al parecer los muchachos llevaban meses con aquello, desde que habían encontrado un esquife abandonado en un cañaveral. Ali y sus amigos, adolescentes de catorce años indómitos en busca de diversión y aventura. Habían hecho unos arreglos al bote, habían afanado un remo de un astillero de falúas en Karnak, habían confeccionado otro con restos de madera vieja y empezaron a navegar con él por el Nilo. Nada arriesgado al principio: un chapoteo hacia arriba y hacia abajo por la orilla oriental del río, un salto por el estrecho canal de la isla Banana, donde construían campamentos, comían chuches y fumaban cigarrillos que habían mangado. Todo de lo más inocente.

Pero el tiempo fue pasando y el grupo se hizo más osado. En una ocasión convencieron al propietario de una lancha a motor para que los remolcara río arriba hasta el puente y así poder bajar a la deriva los diez kilómetros; otro día habían remado alrededor del extremo más lejano de la isla Banana hasta las boyas que indicaban los bancos de arena de la parte occidental de la isla.

La noche de la tragedia, seis de ellos, entre los que se encontraba Ali, habían emprendido la mayor aventura hasta aquel momento: un viaje cruzando el río hasta la otra orilla y vuelta al punto de partida.

Lo habían planificado meticulosamente. Durante semanas acumularon comida, bebida y cigarrillos para el épico viaje; la noche escogida, cada cual dijo a sus padres que iba a dormir en casa de un amigo, para no despertar sospechas. Se habían citado al caer el sol en un pequeño brazo del río al sur de Luxor y, tras cargar el esquife, se habían jurado amistad eterna en caso de naufragio o ataque enemigo: un gesto en broma que, en vista de lo que ocurrió, resultó terriblemente profético.

Así pues, emprendieron el camino sintiéndose los más arrojados exploradores del planeta. No llevaban chaleco salvavidas, por supuesto, ya que, sabiendo nadar, ¿para qué iban a necesitarlos?

Habían sufrido un primer percance cuando, apenas llegaron al río, el bote hizo aguas. Tenían que haber vuelto de inmediato, pero hacía tanto que soñaban con la aventura, estaban tan emocionados y eufóricos que siguieron adelante de todas formas; dos de los chavales iban achicando con botes de plástico mientras los otros impulsaban la embarcación con los remos y un par de tablas de madera que habían apañado para conseguir más velocidad.

Después de aquel comienzo tan poco prometedor, todo volvió a su cauce y, con la vía de agua bajo control y el Nilo en calma, llegaron a la mitad del río sin más percance.

Pero luego empezaron a desencadenarse los acontecimientos.

En la primera serie de los que se produjeron al azar, que se conjugaron para llevar una situación inocua hacia la tragedia inexorable, una motora de la policía que patrullaba muy al sur de su dominio normal avistó el esquife, pasó cerca de él y dio órdenes de que regresaran a la orilla.

Los muchachos preferían esperar a que la lancha siguiera su camino para continuar su aventura, pero Ali —hijo de policía— insistía en cumplir la orden. (¿Cuántas veces se había reprochado Jalifa no haber inculcado a su hijo más respeto por la autoridad?).

Así pues, dieron media vuelta —con los típicos bufidos de desilusión y bromas del tipo «niño obediente que hace lo que le mandan»— y emprendieron el regreso. Sin embargo, enseguida descubrieron que la corriente, que habían controlado perfectamente a la salida, por la razón que fuera era mucho más violenta en sentido contrario.

«Era como si el río no quisiera dejarnos volver a la orilla —comentó el único que sobrevivió a la tragedia, cuyo testimonio sirvió para poder reconstruir la historia—. La corriente tiraba de nosotros en dirección norte y nos empujaba hacia el centro. Cada centímetro era una batalla».

El remo improvisado se partió en dos; una de las planchas que servía también para impulsar cayó al agua y se perdió en la noche. La vía de agua fue haciéndose mayor y esta se acumulaba sin que los desagües dieran abasto. Cuando había cubierto la mitad de la distancia de vuelta a la ribera, resultaba del todo inútil maniobrar el esquife y los muchachos estaban exhaustos.

Justo entonces divisaron la barcaza.

De entrada no se asustaron. Estaba muy lejos, a más de un kilómetro, se veía como una distante raya negra en la superficie del río iluminada por la luna, y a pesar de que parecía dirigirse directamente a ellos, alejada del canal de navegación normal de la parte occidental del río, ninguno dudó de que su vigía de proa los otearía a tiempo y ordenaría un ajuste de rumbo.

El ajuste no se produjo. La corriente siguió empujándolos hacia el norte, la barcaza mantuvo su implacable línea sur, los chavales empezaron a preocuparse y al cabo de poco les entró el pánico. Empezaron a gritar, a agitar los brazos intentando avisar a la barcaza de que se apartara y al tiempo chapoteaban en un terrible esfuerzo por alejarse de su camino.

Todo fue inútil. El esquife se deslizó río abajo, la barcaza fue ascendiendo, las dos embarcaciones quedaron marcadas por una trayectoria aparentemente irreversible y la distancia entre ellas se iba acortando a cada segundo.

«Como dos trenes que circulan en dirección contraria en la misma vía», así fue como lo describió uno de los testigos que se encontraba en la orilla.

«Quedamos como paralizados —explicó el superviviente—. Veíamos la barcaza que se acercaba, pero todo parecía que se producía a cámara lenta, en una especie de sueño. Recuerdo que Ali gritaba que nos lanzáramos al agua, pero éramos incapaces de movernos. Hasta el último instante pensamos que nos verían y cambiarían el rumbo».

Por fin, el vigía localizó el esquife, alertado por la bocina de la lancha de la policía, que había vuelto para comprobar que los chicos habían obedecido las órdenes. El vigía gritó al timonel y este hizo girar frenéticamente el timón para evitar la colisión, pero ya era demasiado tarde, no había ni cien metros entre el esquife y la imponente quilla de la proa de la barcaza.

Según un agente de policía del río, en el último momento los chicos se habían puesto de pie, cogidos de los hombros como si la pura fuerza de la amistad pudiera mantener a raya mil toneladas de metal (hasta el día de su muerte, la imagen perseguiría a Jalifa: seis niños aterrorizados unidos en un abrazo definitivo, sin posible esperanza).

Luego, cual almádena triturando una caja de cerillas, la barcaza los embistió.

Cuatro muchachos murieron en el acto, engullidos por el agua y hechos trizas por las gigantescas hélices de la embarcación (solo se recuperaron dos cadáveres reconocibles). El quinto consiguió por alguna especie de milagro escabullirse del pandemónium y lo rescató la motora policial, tan traumatizado que una semana después de la catástrofe aún no había articulado una sola palabra.

También se salvó el sexto: Ali. La misma lancha de la policía localizó treinta minutos después del accidente su cuerpo empapado e inconsciente, enmarañado boca abajo en una balsa de wardinil. Lo sacaron del río y lo llevaron inmediatamente al Luxor General, donde lo examinó la pediatra que cubría la última guardia de urgencias del hospital, Rasha al-Zahwi, esposa de Ornar, amigo de Jalifa. Fue ella quien llamó a los Jalifa para contarles lo ocurrido.

Cuando llegaron al centro y vieron a su hijo conectado a una máquina —lívido, con cables por todas partes y un tubo que salía de su boca como un monstruoso gusano—, Zenab se desplomó. Jalifa la ayudó a levantarse, a sentarse junto a la cama, le aseguró que todo saldría bien aunque su instinto le decía que no. Luego, sin preocuparse de lo que pudieran pensar de él los demás, ajeno a los médicos y a las enfermeras atareados con el paciente, se colocó en la cama al lado de su hijo, lo abrazó, le dijo cuánto le quería, le suplicó que no los abandonara, pidió a Alá que fuera compasivo y empezó a tararear «Dale hilo a la cometa» de Mary Poppins, que incluso a sus catorce años seguía siendo el DVD favorito de Ali.

Permanecieron seis días y seis noches en vela, sin abandonar el lecho de su hijo. Nunca les dieron la menor esperanza. Había permanecido demasiado tiempo bajo el agua. El corazón seguía latiendo, pero el cerebro, según los médicos, a todos los efectos estaba muerto. No recuperó la conciencia; Alá, en su infinita sabiduría, escogió en aquella ocasión no conceder un milagro. Los seis días fueron, en cierto modo, una larga despedida.

El séptimo día acordaron ponerle fin.

Jalifa había insistido en hacerlo él: era algo demasiado personal, demasiado íntimo para confiarlo a un desconocido. Le besaron, lo abrazaron, le dijeron una y otra vez lo mucho que lo querían, le hablaron de la alegría que les había proporcionado y de que formaría parte de sus vidas para siempre. Luego, cogiéndole cada uno una mano, llorando los dos de forma irrefrenable, se despidieron de él definitivamente y Jalifa desconectó la máquina.

Catorce años antes había visto cómo su hijo llegaba al mundo, en casa, en el dormitorio del piso que al cabo de un mes sería demolido para que los turistas tuvieran algo interesante que fotografiar.

En aquellos momentos contemplaba cómo decía adiós al mundo aquel hijo suyo tan bello, tan querido e insustituible, lentamente, desvaneciéndose en una línea plana, uniforme, de la pantalla del monitor del hospital.

El tormento fue indescriptible; el pesar, más intenso de lo que jamás habría imaginado que pudiera experimentar.

Zenab no se había recuperado. Apenas había articulado una palabra desde entonces: pasaba los días mirando álbumes de fotos, poniendo el DVD de Mary Poppins de Ali y quitando el polvo de la habitación destinada a él en el nuevo piso. Aun entonces, nueve meses más tarde, seguía despertándose cada mañana con el mismo lamento de aflicción: «¡Cuánto lo echo de menos!».

Jalifa había cogido una baja para acompañarla en el peor momento y también para estar con Batah y Yusuf, ambos destrozados por la pérdida del hermano (si bien con la capacidad de resistencia de la juventud asimilaron con más rapidez la pérdida y siguieron con sus vidas). El jefe de Jalifa, Hassani, en una curiosa muestra de humanidad, no solo les proporcionó el nuevo piso sino que además insistió en que Jalifa percibiera el sueldo entero durante la baja, lo que les facilitó las cosas en el plano práctico. Jalifa seguía sin saber si debía sentir gratitud por el gesto o resentimiento ante el hecho de haberse convertido en un personaje tan lastimoso que incluso un tipo duro de pelar como el jefe se compadecía de él.

Durante el primer tiempo —unos días vacíos, grises, marcados por la duda, como un sueño monocromático del que nunca podía despertarse— solo era capaz de pensar en las veces que había regañado a Ali, en las ocasiones, tantas que resultaba difícil contarlas, en las que no había sido el padre que habría deseado ser.

A medida que los días se convertían en semanas y las semanas en meses, volvieron para Jalifa unos recuerdos más agradables. Los anárquicos partidos de fútbol que jugaban juntos, las vacaciones familiares a orillas del mar en Hurgada, el día en que Ginger, su amigo egiptólogo, les había llevado a él y a Ali a una visita privada a las tumbas cerradas del Valle de los Reyes; las visitas al McDonald’s de Luxor, que, si Jalifa quería ser sincero consigo mismo, habían hecho disfrutar más a su hijo que todos los monumentos de Egipto juntos. ¡Cuántos recuerdos felices! Toda una vida.

No eran suficientes, sin embargo, para eximir a Jalifa de la culpabilidad que sentía al pensar que las últimas palabras que había dirigido a su hijo habían sido de reprensión por no haber hecho los deberes.

Tampoco bastaban para quitarse de la cabeza la imagen de su hijo agitándose frenéticamente bajo las aguas del Nilo: solo, aterrorizado, moribundo.

Ni para, por supuesto, devolverle a Ali. Por mucho valor que tuvieran, los recuerdos no podían resucitar a los muertos.

Lo habían enterrado en una pequeña parcela de un promontorio que daba al Nilo, cerca del brazo del río en el que él y sus amigos habían organizado aquella noche su gran expedición. Era un sitio muy bonito, con flamboyanes e hibiscos y unas espléndidas vistas al otro lado del río, hacia el macizo de Tebas y el desierto situado más allá de este. Jalifa pensaba que desde su último lugar de reposo su hijo podía observar y, a su manera, soñar con la aventura.

No se llevó a cabo una investigación legal sobre el accidente ni se adoptaron medidas contra el capitán o los propietarios de la barcaza, una de las principales empresas de transporte de Egipto, contra la que nadie se atrevía. Existen realidades que ni siquiera una revolución cambia.