CUANDO sonó su móvil, Jalifa estaba en la azotea del bloque donde vivía, sentado sobre una caja vuelta del revés, contemplando el rutilante paisaje urbano de Luxor.
Subía allí la mayoría de las noches, cuando Zenab se había dormido. Primero le cogía la mano, le acariciaba la larga cabellera oscura y empezaba a cantarle sin afinar mucho hasta que veía que la respiración se le iba acompasando, su cuerpo se relajaba y aquella línea dura, inquieta, que marcaban sus labios, se suavizaba y dibujaba no exactamente una sonrisa sino más bien la expresión de alivio que le producía comprobar que habían acabado las horas del día y podía abandonarse a la evanescencia del sueño. Más tarde llegarían las pesadillas, aquellos irregulares fragmentos de recuerdos que le arañaban el subconsciente y hacían que el sueño se convirtiera en un tormento parecido al estado de vigilia. Pero pasaba unas horas en paz, envuelta en una nube de olvido no alterado por los sueños, y Jalifa podía subir a descansar él también, tranquilo, pues tenía la ventana del dormitorio debajo, de modo que si Zenab gritaba, él la oiría y podría bajar en cuestión de segundos.
Le gustaba la azotea. Era la única parte de la nueva vivienda por la que sentía cierta simpatía, sobre todo de noche. Durante el día, Luxor era un lugar deslucido, monocromo: la cruda luz del sol le quitaba todo el color y aumentaba su monotonía. Con la oscuridad, paradójicamente volvía el color: el verde vivo, translúcido de los minaretes de la mezquita, el gélido blanco fluorescente de los bares y de las tiendas, el llamativo neón de los hoteles de cinco estrellas, el chisporroteo naranja y amarillo de las ventanas, de las farolas y de los faros de los coches.
La noche transformaba la ciudad, eliminaba de forma expeditiva todo el hormigón que no tenía personalidad alguna, aquella arquitectura que se iba desmoronando y todo lo reducía a unos colores primarios: limpios, intensos, simples. Sentado en la caja y contemplando el exterior, Jalifa se tranquilizaba, como le ocurría también cuando subía al Qum o cuando iba a hacer prácticas de tiro. Le ayudaba a ver las cosas si no mejor, como mínimo no tan mal.
Pero de pronto sonó su móvil y se rompió el hechizo.
Se levantó de un salto y buscó el teléfono que llevaba en el bolsillo, con una punzada de ansiedad en el pecho que le fue penetrando hacia las entrañas, como le ocurría cada vez que recibía una llamada inesperada a una hora poco común. Durante un breve momento una serie de temibles imágenes pasaron vertiginosamente por su cabeza: sirenas, hospitales, pies a la carrera, patéticos lamentos. Luego vio quién llamaba y su respiración se relajó. Volvió a sentarse, con la vista fija en el móvil, frotándose la sien con el pulgar y el índice. En otra época aquella llamada le habría producido una gran alegría. ¡Cómo no! Si debía la vida a aquel hombre. Las habían pasado de todos los colores juntos. Aquella noche, sin embargo, su primera reacción fue de enojo al pensar que llamaba tan tarde y que le había asustado. Enojo y también un cierto temor, cansancio de imaginar que tendría que pasar otra vez por todo aquello, explicar a otra persona lo que había ocurrido, las desgracias que habían vivido él y su familia. Revivirlo todo. Y el violento silencio al otro lado de la línea, el tartamudeo en busca de las palabras adecuadas, el típico «Cuánto lo siento… si puedo ayudar en algo», el recordatorio, suponiendo que Jalifa necesitara que se lo recordaran, de que había quedado para siempre marcado por la tragedia. La conciencia de que, independientemente de lo que hubiera hecho o hiciera en el futuro, lo que lo definía era aquello.
Aguantó el teléfono, la vibración del aparato resonaba en la cálida noche de Luxor, incapaz de pulsar el botón de respuesta, pensando que mejor sería dejar que se activara el buzón de voz. Claro que aquello era posponer lo inevitable. No podía eludirlo eternamente, algún día tendría que hablar con él. Con el hombre que le había salvado la vida aquella noche, cuatro años atrás, en Alemania, cuando lo había rescatado de la mina en llamas. Se lo debía. Pese a sus problemas personales, Jalifa se tomaba en serio las deudas de la amistad.
—Maldita sea —murmuró.
Dejó que el teléfono sonara un poco más, mientras se armaba de valor observando la mezquita Elnas, la esbelta punta del minarete que parecía atravesar la luna como una aguja que pinchara un huevo de pato. Luego, en el instante en el que iba a saltar el buzón de voz, tomó aire, pulsó la tecla de respuesta y se acercó el móvil al oído.
—¿Qué tal, amigo mío? —dijo en voz baja.