Houston, Texas

WILLIAM Barren cruzó con el Porsche Carrera GT la verja de la propiedad familiar y se lanzó a toda velocidad por la avenida asfaltada. El motor V10, de 612 caballos, se puso a cien en cuestión de segundos. Un instante después redujo la velocidad para tomar la curva que seguía la gran mole de granito con sus torrecillas que formaba la mansión familiar, un edificio que incluso bajo el sol matutino tenía un aspecto lúgubre y maléfico. Por algo se llamaba Darklands.

Miró el reloj del salpicadero —faltaba poco para las 10.20— y se paró bajo uno de los gigantescos robles bur que flanqueaban la avenida. Su padre lo había convocado a las 10.30 y al hombre no le gustaba que se llegara antes a la cita. Tampoco que se llegara tarde. No toleraba que nadie llegara a una hora que no fuera la dictada, en punto. De niño, William había hecho muchos esfuerzos para conseguirlo. Por alguna razón, nunca lo conseguía, siempre acababa llegando unos instantes antes o después de la hora fijada. A veces pronto, en su impaciencia por demostrar su valía, a veces tarde porque le inquietaba tanto todo que entraba en una especie de trance debido a la tensión y perdía el hilo de lo que estaba haciendo. Nunca en el instante preciso. Entonces se ganaba otra reprimenda. Otro sermón aleccionador en el que se le explicaba que un niño incapaz de ceñirse al reloj iba a ser un adulto incapaz de ceñirse a nada, y que un adulto incapaz de ceñirse a nada estaba destinado al fracaso, a caer en la ignominia y a ser un inútil. Incluso en aquellos momentos, en que era ya un hombre hecho y derecho, seguía obsesionado por aquellos discursos. «No eres lo que yo esperaba de ti, William. No tienes lo que hace falta tener. Otros lo han conseguido, pero tú no, lo siento». Pero en realidad sí tenía lo que hacía falta. Y el viejo no tardaría en descubrirlo. A pesar de no haber sido el protegido, a pesar de que el amor y las atenciones se habían desviado hacia otra parte, William sería el que llegaría al final a la cima. Pronto, muy pronto.

Pero no aquel día. Aquel día lo que quería era llegar puntual.

Se preparó rápidamente una raya sobre una funda de CD. La esnifó, abrió la funda y puso el CD en el reproductor. Eminem, «Bully». Subió el volumen, se acomodó en el asiento y empezó a seguir el ritmo golpeando el volante con la base del puño, cantando: I ain’t bowing to no motherfucking bully. Cuánta razón tenía. Serás tú quien te inclines ante mí, viejo, quien va a hincar esas brutales, hinchadas, gordas rodillas de elefante. Inclínate, inclínate, inclínate. Cada vez golpeaba con más fuerza con el puño, todo el coche temblaba al ritmo de su odio. Inclínate, inclínate, inclínate.

Volvió a mirar el reloj.

Trastorno paranoide de la personalidad había sido el diagnóstico del loquero. Había pasado por unos cuantos a lo largo de los años. Loqueros, psicoanalistas, asesores, neurólogos. Cada uno con sus propias variaciones e interpretaciones, su propio galimatías terminológico. La que lo había tratado hacía cuatro años, tras la muerte de su madre, la que tenía labios de puta y unos pezones considerables, le había dicho que era un sociópata límite, y puede que ese diagnóstico tuviera algo que ver con que después de una de las sesiones la siguiera hasta su casa y le preguntara si le podía comer el coño (a lo que, curiosamente, ella respondió que sí: a pesar de sus demonios, o tal vez a causa de estos mismos, el sexo opuesto siempre lo había considerado atractivo; además, también jugaba a su favor lo de proceder de una familia multimillonaria).

En efecto, muchísima terapia. Horas y horas sentado en relajantes sillones de consultas decoradas cuidando al máximo el detalle, mientras el doctor tal y el doctor cual le hacían preguntas sobre su infancia, su familia, las drogas y las putas y sobre cómo había vivido lo de que su madre hubiera quedado reducida a cenizas.

Ella, siempre le hacían preguntas sobre ella.

Y durante todo el proceso, más de veinte años de preguntas, respuestas, evasivas y desmoronamientos ocasionales con mares de lágrimas histéricas, de aullidos lastimeros, ante la incapacidad de estar a la altura de las expectativas de su padre, de ser el heredero adorado y querido por el viejo. Mil loqueros distintos en mil consultas distintas y ni uno solo le había dicho algo que no supiera de antemano. Concretamente: que su padre era la raíz de todos sus problemas. El pozo negro y envenenado del que emanaban todas sus preocupaciones. ¡Cuánto lo odiaba! Y al mismo tiempo lo adoraba, evidentemente, de la misma forma que uno adora al iracundo Dios del Antiguo Testamento que te tiene acoquinado pero anhelas con toda tu alma su benevolencia. Eso sí, el odio es mucho mayor. Su padre le había jodido la vida. Les había jodido la vida a todos (aquella noche en el armario, oyendo «No, por favor, eso duele, eso duele»), y mientras su padre siguiera allí la jodienda no se acabaría. En el momento en que desapareciera, todo funcionaría. Como en la obra de Shakespeare que habían estudiado antes de que lo echaran del colegio, la del príncipe Hal y su padre, el rey, en la que el príncipe había sido un inútil acabado hasta que el rey se puso enfermo y murió. Entonces Hal había accedido al trono y había dejado atrás sus caóticos días. Se había transformado en un gran hombre. Él iba a transformarse en un gran hombre. Ya era un gran hombre, solo faltaba que su padre se apartara de su camino de una puñetera vez y le permitiera demostrarlo. No faltaba mucho. Pronto solventaría los negocios familiares. Pero a diferencia del príncipe Hal, no simularía conciliaciones conmovedoras con papá antes de asumir el dominio del reino. Al contrario, cuando papá criara malvas, él se pondría los zapatos de claque y bailaría sobre su jodida tumba.

Echó otra ojeada al reloj y se sobresaltó al darse cuenta de que ya casi eran las 10.30. Lanzando maldiciones, liquidó a Eminem, puso el motor en marcha y aceleró por la avenida, los robles bur pasaron ante él como un desfile borroso a uno y otro lado, hizo rugir el motor en la curva y llegó delante de la casa. El vehículo se deslizó hasta detenerse y él subió de dos en dos los peldaños que llevaban a la puerta antes de mirar el reloj: 10.30 en punto. Soltó un aullido triunfal y pulsó el timbre de latón bruñido, dejando sobre él más tiempo del necesario para que el sonido cargado de furia llegara al último rincón de la casa, de modo que nadie tuviera la menor duda de que él había llegado, y además a la hora precisa. Exacto.

—Buenos días, señor William.

Stephen, el criado de su padre, le abrió la puerta y se plantó ante él: más tieso que un palo, con traje negro, ligero perfume a gomina, zapatos tan lustrados que en las puntas casi se percibía el reflejo del techo. Le dirigió una leve y deferente inclinación de cabeza, se apartó y acompañó a William hacia dentro.

—Veo que está bien, señor William —dijo en un tono suave y una voz sibilante que enmascaraban cualquier indicio de edad o carácter antes de cerrar la puerta.

—De primera, gracias, Stephen. Pero estaré mucho mejor dentro de veinte minutos, cuando salga de aquí.

William dibujó una sonrisa que no obtuvo una reacción visible: el rostro pálido de labios finos del mayordomo era la viva estampa de la neutralidad controlada. Siempre había sido igual, hasta donde lograba recordar William. De niño había abrigado la fantasía de que aquel hombre era un robot y de que si le desmontaba los tornillos de detrás de las orejas podría aflojarle la cara y ver la placa base de debajo. Quizá consiguiera reprogramarlo, mandarle hacer algo divertido. Como violar a su padre. O arrastrarlo hasta el decorativo lago de detrás de la casa, ahogarlo allí y acabar así con el sufrimiento de todos. En un par de ocasiones incluso había llegado a intentarlo: subido en una silla palpó los extremos de aquella especie de máscara sin color, sin expresión, pasó los dedos por debajo de la engominada línea del cabello del hombre con la esperanza de encontrar un botón, un pasador o un interruptor, el medio que fuera para llegar al interior y conseguir el dominio. Stephen lo dejaba hacer. Seguía su juego. William se lo había agradecido siempre, reconocía la pasiva aceptación de las fantasías de un niño. Pese a aquella fachada rígida y formal, Stephen era uno de los que William consideraba legales. Le reconocía un potencial ante el que su padre se mostraba deliberadamente ciego. Algún día le recompensaría por ello. El rey nunca olvidó a los que le demostraron lealtad en el exilio. Como tampoco olvidó a los que en realidad le mandaron al exilio.

—¿En la biblioteca? —preguntó.

—En efecto, señor William. Permítame que le acompañe.

El sirviente le llevó a través del vestíbulo —con sombrío revestimiento de roble, cristales emplomados y sólido mobiliario con latón brillante, más parecido a un ataúd que a un hogar— hacia la señorial escalera. Fueron siguiéndoles en el ascenso los retratos de mirada impasible de todos aquellos que no desearon revelar más de sí mismos que su apariencia física, y aún esta con cierta reticencia: su bisabuelo, el patriarca de la familia, delgado como una piqueta y más duro que el acero; su abuelo, encorvado, con bigote, un perro de caza a sus pies y un puro en la mano; su propio padre, monstruoso, con barba, ojos de serpiente, irradiando malignidad, o al menos eso le había parecido siempre a William. Les acompañaban otros, todos personajes malcarados, que no les abandonaron hasta llegar al rellano de la primera planta: tíos y tíos abuelos, algunos de los que William tenía un vago recuerdo, mientras que otros le resultaban totalmente desconocidos. Al seguir el pasillo con revestimiento de madera que llevaba hacia el ala occidental de la casa empezaron a aparecer las mujeres, las matriarcas de la familia Barren: esposas y hermanas, tías e hijas. Todas con la misma expresión de hastío, de decepción, como si a pesar de las joyas, los selectos vestidos y la elevada categoría social, sus vidas no hubieran sido tan felices como habían esperado o deseado.

Al final del pasillo, junto a la puerta de la biblioteca, el último retrato iluminado con su propio aplique, el de la madre de William. Pelo rubio, ojos tristes y exageradamente delgada. Había sido una buena mujer a su manera, había hecho todo lo posible para proteger y apoyar, pero en definitiva no había forma de enfrentarse a aquel siniestro martillo pilón que era Nathaniel Barren. Se había ajado del mismo modo que les ocurría a todas las Barren. William dirigió una mirada rápida al retrato sin dejar que sus ojos o sus pensamientos se detuvieran mucho en ella. Su madre no podía ayudarlo en aquellos momentos, como tampoco había podido hacerlo cuando era un crío. Estaba solo.

—Si no desea nada más…

Pero no tan solo… siempre tenía a Stephen.

—Gracias, Stephen. Puede retirarse.

—Como usted desee.

El criado hizo una educada inclinación y volvió sobre sus pasos pisando la moqueta sin ruido alguno, como si se deslizara por ella. William observó cómo se alejaba —era una buena persona, de fiar— y luego hizo de tripas corazón enfrentándose a la puerta de la biblioteca, con el estómago en tensión, como le ocurría siempre en aquel punto, y la mano en el bolsillo, jugueteando con la papelina. Venció la tentación de retroceder hasta el lavabo para una esnifada extra. Más tarde, pensó, pues por el momento lo que quería era no perder la concentración. Con las drogas era capaz de tomarlas y dejarlas. Él controlaba. Era fuerte. Tenlo presente, se dijo. «Tú controlas. Tú eres fuerte».

Aspiró profundamente y llamó a la puerta.

—Adelante.

La orden le llegó como el retumbo de un trueno en la distancia. Dudó un poco. Se armó de valor —«Tú controlas. Tú eres fuerte»— y abrió la puerta.

Su padre estaba sentado en su escritorio, al fondo de la biblioteca, una figura imponente, con el pelo blanco y un traje de tweed. A pesar de que la biblioteca era espaciosa, doble altura, techo abovedado y una galería que daba la vuelta al segundo nivel, la enorme silueta de Nathaniel Barren dominaba el entorno y bloqueaba la luz de las ventanas situadas detrás de su mesa: todo su ser parecía impregnar hasta el último rincón con una especie de oscura neblina. Aun en la distancia, William notó el olor de su loción para después del afeitado —profundo, ácido, como de maquinaria recalentada— y también su respiración áspera y trabajosa.

—Llegas tarde —refunfuñó con voz profunda, implacable, honda, el tipo de sonido que habría articulado una roca en caso de poder hablar.

—No creo, señor.

—No me contradigas. Llegas tarde.

El anciano apoyó un codo en la mesa y se tocó el reloj. William pensó por un momento en mantenerse en sus trece, en insistir en que había llegado a las 10.30 como le habían indicado, pero no valía la pena. En la vida había ganado en una discusión con su padre y no lo haría en aquellos momentos. Nadie había conseguido hacerlo. Si Nathaniel Barren decía que la Tierra era plana y la Luna estaba hecha de queso, aquello era así, no había forma de refutárselo. Así pues, William permaneció en silencio, el último subidón de la coca aún rodando por los bordes de su cerebro, asegurándole que controlaba, que era fuerte, a la espera de que su padre le indicara con el dedo que podía acercarse. Tenía dos butacas frente al escritorio —butacas antiguas con adornos, respaldos curvados y tapicería de seda gastada— y allí de nuevo esperó la señal. Como no llegó, permaneció de pie. Un reloj hacía tictac en la repisa de la chimenea, los pulmones de su padre hacían un ruido bronco. Los dos sonidos, en lugar de alterar el silencio parecían intensificarlo: hacían más densa y opresiva la atmósfera. Asfixiante. Cada vez que William entraba en aquella biblioteca tenía la sensación de enterrarse en vida.

«Tú controlas. Tú eres fuerte».

—¿Cómo se encuentra, padre? —le preguntó.

—Bien, gracias.

No hubo interrogación recíproca en cuanto a la salud de William. Se apoyó en el otro pie, intentó no fijarse en el metronómico martilleo hueco que ya empezaba a perforarle la mollera. Tal vez habría sido mejor una esnifada extra. Se hizo un silencio incómodo y luego surgió la voz:

—Creía que la reunión de la junta había sido positiva.

—¿De verdad?

—Jim hizo un buen trabajo en finanzas.

Su padre le dirigió una mirada fulminante, una mirada que decía: «¿Qué narices vas a saber tú?».

«Pues en realidad todo, asqueroso caracoño».

Su padre apartó la mirada, empezó a mover papeles en la mesa. El reloj seguía con su tictac, su padre resollando, los libros apretujados en todas partes: cientos y cientos de volúmenes, miles de ellos, sus lomos ordenados en perfectas hileras que iban de una punta de la estancia a la otra, del suelo al techo. Daban al lugar una especie de desagradable atmósfera apergaminada, segmentada, algo parecido a una monstruosa cavidad estomacal osificada. William estaba seguro de que nadie de los de allí había abierto nunca, y mucho menos leído, ninguno de los tomos acumulados. Los había adquirido su abuelo en un lote y estaban allí para dar tono a la casa, para crear en ella una impresión de profundidad e inteligencia. Los Barren nunca habían tenido mucho tiempo para dedicar a los conocimientos o a la cultura. Para el dinero sí tenían tiempo. Para el dinero y para el control. En eso, al menos, William había heredado la tradición familiar.

—Hablé con Hilary después de la reunión —empezó, haciendo un esfuerzo para mantener un tono tranquilo—. Opina que la oferta de Egipto podría…

Su padre lo interrumpió con un gesto de la mano. Cogió un documento de la mesa y empezó a menearlo ante los ojos de William con aire acusador, como hubiera hecho un abogado blandiendo una puñetera prueba.

—¿Se puede saber de qué va todo esto?

La razón por la que lo había citado. Nada de charla preliminar. Directo al grano. Más o menos lo que esperaba.

«Tú controlas. Tú eres fuerte».

—Algunas ideas que se me han ocurrido sobre el futuro de la empresa, papá. Formas de avanzar, de llevarnos a un nivel superior. Pensé que podría interesarle a usted y al consejo de administración. Había destacado algunos posibles…

—¿Tú crees que la empresa necesita ideas?

William se mordió el labio. Sabía que aquel documento crearía enfrentamiento, se había preparado para ello, pero una vez allí, en el ojo del huracán…

—Un negocio siempre necesita ideas, papá. ¿Cuál es la palabra que utilizan los japos? Kaizen. Mejora constante.

Su padre cambió de postura, aquella mole se elevó como una ola a punto de chocar violentamente contra la playa.

—¿Tú crees que la empresa necesita mejorar?

«¡Vaya si lo necesita! —pensó William—. Somos grandes, es cierto, pero también somos difíciles de manejar. Demasiados brazos. Demasiadas actividades. Demasiado lastre. Otras empresas se ajustan, se hacen más eficientes, adoptan nuevos enfoques. Nosotros simplemente nos dormimos en los laureles. Los vientos cambian y nosotros no seguimos su curso. En unos años nos habrán tomado la delantera, habremos embarrancado. Quita tus manos del timón, vejestorio. Ha llegado el momento de que llegue un nuevo capitán. Yo soy el futuro de los Barren». Siguió en silencio.

—Ideas —soltó su padre con la típica cantinela, hojeando el documento, en un bajo profundo—. Mejora. —Agitaba la cabeza, los ojos, de pesados párpados, encendidos por la sensación de ridículo.

—No son más que ideas, papá —dijo William, esforzándose en mantenerse firme—. Me preocupa que cifremos tantas esperanzas en el contrato de gas con Egipto. Si no resulta…

—Resultará.

—Ha habido un cambio de régimen allí…

—¿Ahora te has convertido en experto en geopolítica?

—Yo todo lo que digo es…

Su padre soltó un gruñido de desdén, estiró un brazo y lanzó el documento hacia la cabeza de William. No dio en el blanco, voló hacia atrás y fue a parar a la moqueta como un pájaro muerto.

—¡Yo no te metí en la junta para que tuvieras ideas, muchacho! Te puse allí para que hicieras lo que te dijera y solo lo que te dijera. ¿Tú crees que sabrías llevar mucho mejor que yo la empresa? ¿Qué sabes mejor que yo lo que le conviene?

William resistió la tentación de gritar: «¡Pues claro, joder!».

—Llevo cuarenta años dirigiendo Barren. ¡Soy Barren! La he convertido en lo que es hoy y ahora resulta que el inútil encocado y putero de mi hijo se cree capaz de plantarse delante de mí y darme lecciones…

El anciano empezó a toser, a balancearse hacia delante y hacia atrás; aquella especie de deteriorado panal en el que se habían convertido sus pulmones iba doblándose bajo el peso de la ira mientras su rostro se teñía de un rojo escarlata. «A ver si se asfixia aquí mismo y nos ahorra un montón de problemas», pensó William.

—¡Putero inútil! —repitió el hombre, señalando con un dedo tembloroso a William—. E intenta decirme qué debo hacer. Ponerme el consejo de administración en contra. Ideas… en tu puñetera vida has tenido una…

Interrumpió el ataque, pues le dio otro acceso de tos. Se sacó un pañuelo del bolsillo, cogió la mascarilla de oxígeno de la mesa de al lado, se la sujetó en la cara y empezó a aspirar oxígeno con frenesí del tubo de la bombona que tenía en el suelo; sus ojos centelleaban como pedazos de hierro fundido. William hizo un esfuerzo por mantener la mirada de su padre pero, Dios, qué duro resultaba, le exigía hasta el último resquicio de voluntad. Lo consiguió durante unos segundos y luego, con la sensación de haber casi conseguido lo que quería, demostrar que no iba a dejarse intimidar (aunque en realidad estaba intimidado, tan amenazado se sentía que estaba a punto de hacérselo todo encima), dio media vuelta para ir a recoger el documento del suelo. Se inclinó, lo recogió y alisó las arrugadas páginas mientras el sonido áspero y chirriante de la respiración de su padre le acechaba a la espalda como si tuviera un depredador a punto de lanzarse sobre su presa.

Una vez, de pequeño, muchos años atrás, cuando su madre aún vivía y estaba por allí, William dibujó un árbol genealógico. Algo muy bonito, intrincado, inspirado en uno de los robles bur que flanqueaban la avenida que llevaba a la mansión, árbol de cuyas extendidas ramas colgaban a modo de bellotas los nombres de los distintos miembros de su familia. Trabajó en él casi un mes y le salió perfecto, no se olvidó de nadie; situó los nombres de la línea de sangre masculina básica de la familia —su bisabuelo, su abuelo, su padre y él— en sentido descendente en el tronco del árbol y los resaltó en color dorado para hacer hincapié en su situación en el auténtico núcleo familiar. Lo había enmarcado con sus propias manos, con la ayuda de Arnold, el jardinero, hábil en este tipo de manualidades, y lo había presentado a su padre el día que cumplía cuarenta años, seguro de que con aquello iba a abrir el corazón del hombre, convencido de que él, William, era el digno sucesor del apellido familiar. Su padre había dedicado a la obra una mirada superficial antes de dejarla a un lado.

«No sé si tu nombre debería figurar en letras doradas», había sido su único comentario.

William pensaba en aquel árbol genealógico mientras miraba el documento que tenía en las manos. Veinticinco años atrás la ingratitud de su padre lo había machacado. En aquellos momentos, habiendo abandonado hacía mucho toda esperanza de conseguir la aceptación del viejo, era más optimista respecto a su reacción. Ni buscaba ni esperaba su aprobación. El documento había servido más bien para arrojar el guante. Para levantar la cabeza y comunicar, no solo al viejo, sino a todo el consejo, que estaba dispuesto a mostrar su fuerza. Y su padre se había percatado de ello. De ahí su cólera. Notó la súbita emoción de captar que había asustado a su padre. Vio que el elefante macho se enfurecía ante la aparición de un rival más joven y sano en el corazón de la selva.

Se volvió, con aquel pensamiento en mente, dispuesto a ver el desenlace.

—Quiero más control, padre —dijo, incapaz de ocultar el temblor en la voz—. Se lo he pedido antes y se lo pido de nuevo. Usted no puede durar eternamente. Ha llegado la hora de entregar las riendas. Yo estoy a punto.

Los ojos de su padre ardían con más furia que nunca, la goma transparente de la mascarilla de oxígeno iba empañándose con el jadeo.

—Nunca —dijo con voz ronca.

—Ha llegado el momento, padre. Ya hace un tiempo que llegó.

El hombre permaneció un instante mirándole con odio; respiraba agitadamente. Luego, poco a poco, con gesto deliberado, se bajó la mascarilla, sin apartar los ojos de William, mientras aquella monstruosa mole se hacía más imponente al otro lado de la mesa, como una roca a punto de caerse. El tictac del reloj parecía intensificarse, se habría dicho que captaba y amplificaba la tensión del ambiente.

—¡No llegará nunca! —gruñó Nathaniel Barren levantando una mano del tamaño de un guante de béisbol y golpeando con ella la superficie de cuero de la mesa—. ¿Lo has entendido, muchacho? Tú nunca vas a dirigir Barren Corporation. Ni ahora, ni nunca. No puedes. Nunca has podido, nunca podrás. Y cuanto antes te hagas a la idea, mejor.

Volvió a fijarse la mascarilla, intentando recuperar el aliento. William permaneció en silencio ante él. Siempre había visto claro que iba a ser una pérdida de tiempo, que su padre no cedería nunca, pero necesitaba estallar. Convencerse de que el camino que seguía era el único que le quedaba. Hubiera querido aplacarlo un poco, mover alguna que otra pieza antes, pero después de haber quedado como un imbécil harto de coca en la reunión de la junta, necesitaba hacerse valer. De ahí el documento. Y de ahí aquel encuentro. El principio del fin. Se sentía curiosamente exaltado. «Eres fuerte. Tú controlas». Mantuvo la postura unos instantes más, se esforzaba por sostener la furibunda mirada de su padre. Después, con un gesto de asentimiento, se volvió, se dirigió hacia la puerta y la abrió. Al poner los pies en el pasillo volvió la vista hacia atrás.

—Está muerta, papá —dijo—. Muerta, se fue y no va a volver. Solo quedo yo. Soy un Barren. Y será mejor que vayas acostumbrándote a la idea.

La voz de su padre atronó la biblioteca mientras él cerraba la puerta.

—¡Por encima de mi cadáver!

—Justo lo que pensaba yo —murmuró William.

Fuera, se apoyó un momento en la pared recubierta de madera, respirando con dificultad, recuperándose, luego desando el camino por el pasillo y bajó la imponente escalera pasando por delante de los sombríos rostros de sus antepasados. Al pie le aguardaba Stephen.

—Espero que el encuentro haya ido bien, señor.

—Más o menos como esperaba, Stephen. Más o menos como esperaba.

El mayordomo no respondió a ello; se mantuvo impasible frente a él. William volvió la vista hacia la escalera pensando en el día en que su propio retrato colgaría de aquellas paredes, ocupando el lugar que le correspondía en el cuadro de honor de los Barren. Después, dando una palmadita en el hombro a Stephen, se fue hacia el coche y bajó la avenida a toda velocidad. No había ni tocado la coca. Algunos subidones se conseguían de forma natural.