UNA vez fuera del Refugio Hofesh, Ben Roi cruzó la calle para tener unas palabras con el proxeneta apostado en la acera de enfrente. Este vio que se acercaba y se largó de inmediato. Ben Roi lo persiguió media manzana, pero abandonó. Seguro que volvía, como había dicho Hillel, pero como mínimo lo había obligado a que se lo pensase. Claro que tal vez no. Aquel tipo de persona en realidad no pensaba. Hacía lo que hacía sin conciencia de lo que podía implicar. Sin establecer ningún tipo de relación emocional, por supuesto. Se escondería en una esquina, esperaría que Ben Roi se marchara y seguiría con su vigilancia, impertérrito, como el zorro que vuelve al vertedero. Actitud salvaje en esencia. Y nada de lo que pudiera decir o hacer Ben Roi lo cambiaría. El eterno baile entre los guardianes de la ley y sus infractores. No era la primera vez que se preguntaba por qué demonios pensaba en ello.
Vagó por allí unos minutos, asegurándose de que su presencia se notara. Luego, soltando un «¡No tardaremos en vernos las caras, desgraciado!», volvió hacia su coche. Dejó en el asiento del acompañante las fotos que Hillel le había imprimido, llamó a Zisky y le puso al corriente de lo que había descubierto.
—¿Crees que será por eso que Kleinberg fue al barrio armenio? —preguntó Zisky cuando hubo terminado—. ¿Fue en busca de la chica?
—Puede que hubieran quedado —respondió Ben Roi—. Sea como sea, esta es nuestra mejor pista. Los del refugio nos enviarán fotos por correo electrónico. Ocúpate de que algunos agentes las hagan circular entre los armenios a ver si alguien la reconoce. Yo me daré una vuelta por Neve Sha’anan por si acaso alguien ha visto a la chica por allí. ¿Ha habido suerte con lo de Nemesis?
—He hablado con mi amigo y me ha pasado información —respondió Zisky—. También he sacado algo de Barren Corporation que puede tener su importancia. ¿Quieres que quedemos luego?
—¿Por qué no? ¿Bebes?
—Solo champán.
Ben Roi empezaba a captar el sentido del humor de Zisky y soltó una carcajada.
—Así invitas tú. Hay un bar en la Ciudad Vieja al final de la calle Jaffa. El Putin’s.
—Lo conozco.
—¿Quedamos a las nueve?
—Pues te esperaré impaciente…
Ben Roi colgó e hizo una segunda llamada. Esta vez a Sarah. Allí en el refugio, contemplando por la ventana aquellos juguetes en el patio que daban tanta pena, había experimentado una insólita emoción, un deseo súbito y perentorio de decirle cuánto la quería aún. Era cierto que la quería —desesperadamente, si se sinceraba consigo mismo—, pero ya no sentía aquella inclinación a abrirse en este sentido. Al contrario, cuando Sarah se puso al teléfono, él mantuvo un tono neutro y se limitó a preguntarle qué tal seguía el bebé y si le apetecía quedar para comer al día siguiente, saltándose las preguntas de ella sobre qué hacía en Tel Aviv. Pero no porque no la viera capaz de comprender todo aquello —era una chica lista y fuerte—, sino porque quería mantener algunas parcelas de su vida al margen de su trabajo. Violación, violencia, abusos… No eran cuestiones que él quisiera tocar con la madre de su hijo. Charlaron un par de minutos, quedaron en el lugar y la hora para comer al día siguiente y se despidieron.
Luego Ben Roi cogió una de las fotos del asiento de al lado, la del rostro recortado, y la apoyó en el volante. Los ojos grandes y almendrados de la chica le miraban, inexpresivos y al mismo tiempo con una curiosa contundencia en aquellos iris castaños tan oscuros. No tenía una belleza convencional —la nariz demasiado chata, las cejas bastante pobladas—, pero realmente tenía algo que atraía, algo a medio camino entre la vulnerabilidad y la firmeza, el daño sufrido y la fuerza. Era como si se hubieran superpuesto dos rostros distintos con dos expresiones distintas: la de una víctima y la de una superviviente.
Ella era la clave del caso. Ben Roi lo había intuido nada más verla. Era el eje sobre el que giraba el resto. El hilo que lo unía todo.
Pasó casi un minuto mirándola. Después dejó la foto, puso el motor en marcha y se fue hacia el pajar de Tel Aviv en busca de una aguja llamada Maria.
Si Israel era la Tierra Prometida, Neve Sha’anan era el lugar en el que se había roto la promesa. Una cuña sórdida, mugrienta y degradada de Tel Aviv encajonada entre la nueva y la vieja estación de autobuses, un barrio que hacía mucho que atraía a inmigrantes, borrachos, drogadictos y gente relacionada con la prostitución. Algunos decían que era un barrio pintoresco. Un crisol. Ben Roi lo veía como una especie de pocilga.
Habían dado ya las seis cuando aparcó en la calle Saloman, junto al terreno abandonado y cubierto de hierba del antiguo garaje. Se quedó un momento en el coche observando a un grupo de schwartzes apalancados en la puerta de un bar al otro lado de la calle. Luego cogió la foto, cerró el coche, se puso la chaqueta y se fue a dar una vuelta. La zona estaba cobrando vida, parecía acelerársele el pulso. En Neve Sha’anan, el conjunto peatonal de bloques sucios, en decadencia, que formaba el eje central del barrio, los ruidos discordantes saturaban la atmósfera crepuscular: música, televisores, el sonido metálico y los pitidos de las salas recreativas, la chachara babélica de las mujeres orientales que se arremolinaban alrededor de los puestos de frutas y verduras. Se veían callejones atestados de basura, bares con luces fluorescentes y pintadas que exigían el fin de la inmigración, la vuelta a la Tora y la muerte a la escoria islámica. Beodos y heroinómanos se ocultaban tras las puertas como animales en sus guaridas; predominaba un olor penetrante a desechos, pescado y comida rápida, pero también a algo más intangible: a pobreza, a penurias y a violencia inminente. Realmente aquello no era un reclamo para turistas. Más bien el núcleo de los bajos fondos. Los fétidos sótanos de Israel, donde se vertía toda la suciedad.
Ben Roi siguió la calle, pasó por delante de tiendas de licores, lavanderías y tenderetes en los que se vendían relojes de marca falsos, mostrando la foto a los transeúntes, esperando contra todo pronóstico que alguien hubiera visto a la chica. Un par de vendedores ambulantes creyeron reconocerla, aunque fueron incapaces de recordar dónde o cuándo o si en realidad era aquella la persona que habían visto; una mujer mayor que regentaba un local muy iluminado de venta de objetos cristianos —cruces, Jesucristos de plástico y botellas de agua del Jordán— fue más precisa y afirmó que la había visto, si bien mucho tiempo atrás. Un hombre dijo a Ben Roi que a él ya le gustaría verla, que sabría cómo hacerla disfrutar; otro, un meshugganah haredi de ojos desorbitados y pe’ot hasta el pecho explicó, categórico, que la chica era un espíritu del mal enviado por Ha-Satan para tentar a los fieles. Teniendo en cuenta que iba descalzo y llevaba un cartel de cartón colgado del cuello en el que se afirmaba que todos se iban al Gehinnon, Ben Roi no lo tomó muy en serio. Nadie le ofrecía información concreta.
Siguió hasta el final de la calle, donde se detuvo ante la boca oscura y mugrienta del paso subterráneo Levinsky. A pesar de que el túnel estaba cerrado, vio alguna oscura silueta en su interior, formas indeterminadas de humanidad que destacaban en la oscuridad: adictos al crack, alcohólicos, desgraciados de todo pelaje. Para alguien desesperado, realmente desesperado, que necesitara cobijo por la noche, aquel era el lugar. En plena luz del día Ben Roi tal vez se habría planteado saltar la valla, bajar, mostrar la foto y preguntar si alguien había visto a la chica. Lo que estaba claro era que no iba a hacerlo en aquellos momentos, a oscuras y con la Jericho encerrada en la caja de seguridad debajo del asiento. Era imprudente pero no tanto. Por otra parte, sería una pérdida de tiempo: la mayoría estaban demasiado colgados para darse cuenta de que tenían una foto delante, ¡como para recordar si alguna vez habían visto a la persona que se mostraba en ella! Por tanto, después de observar aquel panorama un rato, con las ventanas de la nariz contrayéndose ante el hedor a porquería y orina vieja, dio una segunda vuelta por Neve Sha’anan y luego se desvió hacia las calles paralelas de Hagdud Haivri, Yesod Hamaala, Fin y Saloman.
Cuando estuvo destinado en Tel Aviv, diez años atrás, aquellas calles eran un hormiguero de furcias. Habían hecho un poco de limpieza, pero todavía quedaba claro que seguía siendo el barrio chino: sex-shops, peep shows, escaparates cerrados con tablas y mujeres en minifalda en las puertas, plantadas con cara de asco. También chulos, apoyados en alguna farola, apostados por las esquinas, cantando como una almeja con su expresión vigilante, sus ojos codiciosos. Indeseables del primero al último. Escoria. Claro que después de todo allí estaban para satisfacer una demanda. Los clientes eran una parte importante de la historia. Y mientras despreciar a proxenetas y traficantes era lo más fácil del mundo, encasillar a la clientela ya costaba más. La mitad de los amigos de Ben Roi habían ido a un prostíbulo un día u otro. Probablemente todos sus compañeros de trabajo, a excepción de Leah Shalev. Él mismo, en una ocasión, años antes, durante su servicio militar en la frontera libanesa. Él y Natan Tirat habían entrado una noche, hasta las cejas de whisky de garrafón, en un burdel de Metulla, donde les había practicado una felación una mujer huraña y tetuda que se llamaba… ni siquiera recordaba su nombre. Había sido algo para pasarlo bien, una especie de rito iniciático, y si bien más tarde aquello le había avergonzado un poco —en realidad nunca había hablado de ello con Sarah—, no le había provocado una angustia especial.
Aquella noche, paseando por allí, el recuerdo empezaba a atormentarle. Casi habría asegurado que aquella mujer no había sido víctima del tráfico sexual, como mínimo que no venía de fuera, pero a pesar de todo no podía pensar que había llevado una vida feliz. Y un par de reclutas borrachos haciendo cola para meterle la verga en la boca a buen seguro no contribuían a mejorar su situación. Miró otra vez la foto que tenía en la mano, pensando en lo que le habían obligado a hacer a aquella chica —imaginando cada detalle—, sintiendo repugnancia y al tiempo cargo de conciencia. Al fin y al cabo había contribuido con su dinero al mantenimiento del ramo. Se había aprovechado de sus servicios. Había alimentado la bestia. Sin clientes como él el ramo se hundiría, de la misma forma que de no existir los talleres clandestinos no habría adictos a la moda buscando ropa de marca barata, ni guerras por las drogas sin los esnifadores de fin de semana, tan respetables ellos. Toda esta gente era explotadora a su manera, usuarios y abusones, y a pesar de que los proxenetas y los traficantes constituían la cara más evidente de la explotación, el círculo de responsabilidad se extendía mucho más allá. No se detuvo demasiado en la reflexión. Lo de Metulla quedaba muy lejos, había sido una situación excepcional y no tenía intención de repetirlo. En aquellos momentos lo que necesitaba era encontrar a la chica y esclarecer un asesinato. Las reflexiones sobre la ética de la oferta y la demanda en el sector del sexo las dejaba para otro día.
Enfiló hacia Hagdud Haivri, pasó por delante de una carnicería con el singular rótulo de REINO DEL CERDO, en la esquina, y más adelante vio a un par de fulanas: una rubia oxigenada vestida con vaqueros y top palabra de honor, piel descolorida y brazos con moretones, y estrías producto de una larga adicción al jaco; la otra, mayor, de unos cuarenta, morena, con vestido negro, ceñido y tacones de aguja, con un aire más saludable, aunque no mucho. Las dos israelíes, por lo que pudo deducir Ben Roi. Les mostró la placa y luego la foto.
—¿Conocéis a esta chica? —preguntó omitiendo toda introducción—. ¿Había trabajado por aquí?
La rubia lo negó con la cabeza.
—Mira la foto.
Hizo girar los ojos hacia abajo y luego hacia arriba.
—No.
—¿Seguro?
—Si lo que buscas es carne joven, te diré dónde encontrarla, pero tendrás que aflojar. Joven de verdad, por si te interesa.
Ben Roi pasó por alto el comentario y presentó la foto a la otra mujer.
—¿Y tú? ¿La reconoces?
Ella cogió la foto dando un calada al Marlboro que tenía entre los dedos. A pesar de que se le empezaban a notar los michelines en la cintura y de que llevaba demasiado rímel, se veía que había sido una mujer guapa. Y seguía siendo atractiva aunque se la viera algo cansada y castigada por la vida. Ben Roi no detectó en ella ningún indicio de consumo de drogas, lo que le hizo plantearse por qué había acabado allí. Tal vez las deudas, alguna relación en la que hubiera sufrido malos tratos, en fin, mil razones podían haberla llevado a esa situación. ¡Qué demonios! ¿Y si disfrutaba con ello? Aunque aquella era la conjetura menos probable. Cada una tenía su propia historia. La escalera particular que descendía hacia aquel submundo.
—¿Y bien? —preguntó él.
La mujer levantó la vista y la fijó luego en la foto.
—¿Por qué lo pregunta?
—Asuntos policiales. Vamos, o la reconoce o no.
Ella aspiró de nuevo el humo. Ben Roi se fijó en que le temblaba la mano. A lo mejor sí que era drogadicta.
—No puedo ayudarle —le dijo, devolviéndole la foto.
—¿Seguro?
—No puedo ayudarle —repitió con mayor firmeza.
Ben Roi la miró de hito en hito, intentando descifrar si escondía algo. Ella se limitó a fumar, sujetando con mano temblorosa el cigarrillo, sin mirarle. Poco después Ben Roi aceptó que no iba a sacar nada más y siguió adelante. Tras él, la voz de la rubia, estridente, burlona.
—Carne joven de verdad, si te interesa, cari. ¡Recién descargada del camión! ¡Vuelve cuando quieras, míster poli!
Cuando dobló la esquina al final de la calle seguía oyendo la risa de la mujer.
Estuvo una hora más paseando, parándose en algún bar, en sex-shops y locales de striptease, hablando ocasionalmente con prostitutas y proxenetas. También se dirigió a algún cliente, siluetas furtivas, encorvadas, que se escurrían con aire culpable por las puertas que, desde la acera, entraban directamente en unos deprimentes cuartuchos en los que se veía una cama y un lavabo. Un par de europeas orientales que encontró en Fin se acordaban de cuando Maria trabajaba en aquella zona, pero no le pudieron contar nada de ella y mucho menos decirle dónde podía encontrarse en aquellos momentos. También la reconoció el portero de la barra americana VIP de la calle Saloman, quien también dijo que había participado en un par de cortos porno para internet. Fue todo lo que pudo sacar en claro. Nadie más se acordaba de aquella chica, nadie más sabía nada de ella. O al menos nadie quería admitirlo, lo que venía a ser lo mismo. A las ocho, después de haber rastreado de arriba abajo el barrio, consciente de que tenía que volver a Jerusalén, pues había quedado con Dov Zisky, dio por terminada la sesión y volvió al coche. Había sido desde el principio un camino de espinas. Pensó que ojalá hubiera habido más suerte en el barrio armenio.
Quitó las placas de matrícula rojas, de la policía, del Toyota, las metió en el maletero y entró en el coche. Permaneció un momento sentado, sintiendo de pronto el cansancio, la opresión que le producía el recuerdo de todo lo que había oído y visto durante el día. Pensó que lo mejor tal vez sería anular la cita, volver a casa y dejarse caer en la cama. Pero estaba impaciente por saber qué había descubierto Zisky sobre Barren y Nemesis, y, por supuesto, no le sentaría mal una cervecita fresca. Se dio unos segundos para decidir. Luego, tirando por la calle de en medio, arrancó el motor. Acababa de poner primera cuando notó un toque en el cristal. Sorprendido, se puso en tensión, pero se relajó al ver el rostro del otro lado de la ventanilla. Era la mujer morena de Hagdud Haivri. Bajó el cristal y ella se inclinó, con el ostensible gesto de mover el trasero típico de la chica de la calle ante un cliente.
—¿Por qué ha preguntado por ella? —El lenguaje corporal podía ser seductor, pero el tono era tenso, imperioso—. Por Maria —murmuró—. ¿Qué le ha ocurrido?
Ben Roi quitó la marcha, apagó el motor y se volvió hacia ella.
—Creía que había dicho que no sabía…
—¡Sé lo que he dicho! —Miró hacia atrás, nerviosa—. ¿Usted cree que iba a dejar que todo el mundo me viera hablar con la policía? Es algo que no cae muy bien en esta parte de la ciudad. Dígame, ¿qué le ha ocurrido? Creía que lo había dejado. Que estaba en un albergue.
—Se escapó. Hace unos quince días. Pensábamos que tal vez había vuelto…
—¿Vuelto aquí? —Articuló un sonido gutural, que por un lado parecía algo así como una carcajada y por otro expresión de incredulidad—. ¡Joder! ¿Me toma el pelo o qué? ¿Después de todo lo que pasó? Maria no pondría los pies aquí ni en un millón de años.
—¿Era amiga suya?
Hizo un gesto impaciente con la mano.
—¡En este negocio nadie tiene amigos! Es así como hay que vivir para mantenerse a flote.
La mujer volvió a mirar hacia atrás, nerviosa, recorriendo la calle con la vista, y luego metió más la cabeza en el coche, hasta el punto de que Ben Roi notó el olor a tabaco en su aliento y vio las patas de gallo alrededor de sus ojos.
—Nuestros caminos se cruzaron en más de una ocasión —dijo—. Nos obligaban a… ya me entiende…
—¿A qué?
—¡Por favor! ¿A qué va a ser? A participar en películas, espectáculos privados… ¿Hay que decirlo letra por letra?
No hacía falta, él sabía exactamente de qué hablaba. La mujer madura y la jovencita, la madre y la hija, la colegiala sumisa con el profe…
—No era más que una niña, ¡qué horror! Es lamentable a mi edad, pero alguien como ella…
Se mordió el labio; los dedos con las uñas pintadas de color chillón se aferraban al marco de la puerta, aquel rostro era la viva imagen de la persona humillada.
—Yo no quería participar. Ninguna de nosotras quería. Pero si te mandan hacerlo… No puedes saltártelo así como así, ¿me sigue?
Claro que la seguía. Perfectamente. Aquel no era el negocio en el que se respetaran los derechos de los trabajadores.
—¿Sabe quién era su chulo?
Ella lo negó con la cabeza.
—La llevaban al sitio en el que estábamos con esto… Estudios, clubes, casas particulares. Siempre iba con un par de gorilas. Estaba tan asustada… tan asustada. Yo quise ayudarla, intenté hacérselo un poco más fácil, pero ¿cómo puede hacerse más fácil algo así?
Volvió a mover los ojos hacia arriba y hacia abajo, incapaz de mirarlo a los ojos. Se agarraba tan fuerte a la puerta que los nudillos le habían quedado blancos.
—Una vez la vi llorar. Tenía los ojos inundados mientras yo me encontraba encima de ella. Fue en una despedida, con soldados. Les encantaba. ¡Salvajes!
Unas imágenes y sonidos emitían destellos en la cabeza de Ben Roi: cosas que había visto en internet. Agitó la cabeza intentando deshacerse de ello.
—¿Tiene idea de dónde está ahora?
—Si sabe lo que le conviene, estará muy, muy lejos de aquí. Y yo me tengo que ir. Hace demasiado rato que me he ido de mi sitio. Pero es que he pensado que usted podía saber algo, quería asegurarme de que no la hubieran…
—¿La hubieran qué?
—¡Joder! ¿A usted qué le parece? No hace tanto, la semana pasada sacaron a una chica del Yarkon. Le habían cortado las orejas y le habían atado mancuernas a los pies. Eso les pasa a las que se escapan. Hace unas semanas vino una periodista a buscar información. Tuve miedo de que a Maria le hubiera ocurrido lo mismo. Y ahora sí que me voy.
Empezó a enderezarse, pero Ben Roi la agarró por la muñeca.
—¿La periodista era gorda, con pelo gris?
La mujer dudó, pero finalmente medio asintió con gesto cauteloso.
—Se llamaba Rivka Kleinberg. La asesinaron hace tres días. En Jerusalén. En la catedral armenia. Creemos que fue allí en busca de Maria. O tal vez había quedado con ella. Tengo que encontrar a Maria con urgencia. Si puede darme un detalle más, lo que sea…
La mujer se quedó un momento inmóvil, solo sus ojos iban de un lado a otro, era como si estuviera procesando lo que acababa de oír, tratando de comprender qué significaba, cómo podía afectarla. De pronto, de un tirón se soltó de la mano de él y se apartó del coche.
—No puedo ayudarle —dijo—. No sé nada. Tengo que…
—¡Iris!
Quedó petrificada al oír aquella voz desde el otro lado de la calle. Ben Roi echó una ojeada al retrovisor: en la acera contraria vio que se acercaba un hombre corpulento con gorra y cazadora de cuero, que arrastraba frenéticamente un mastín o un pit bull terrier con una correa.
—¡Madre mía! —murmuró ella, apretando la mandíbula, con los ojos que se le salían de las órbitas de miedo—. ¡Váyase, por favor! ¡Pero ya! Si me ve con un poli…
—¿Qué pasa, Iris? —gritó el hombre—. ¿Con quién hablas?
—Intentaba cerrar un negocio —respondió ella, esforzándose en vano por disimular el terror que sentía—. Ha sido una noche floja.
—¡Precisamente! ¿A qué viene entonces tanta cháchara? O acepta o no, y punto.
—Váyase —repitió ella casi sin respiración—. Por Dios, márchese. ¡Este me mata!
El proxeneta cruzaba la calle a unos treinta metros de allí, el perro gruñía y se aferraba con furia al asfalto en su impaciencia por alcanzarla. Ben Roi se preguntó si tenía que salir, enseñar la placa a aquel hombre y ordenarle que retrocediera, pero vio que crearía más problemas a la mujer. Si no inmediatamente, más tarde.
—Dígame algo, como mínimo —masculló mientras ponía el motor en marcha y sus ojos iban de la mujer al retrovisor—. Usted tiene que saber alguna cosa.
—¡No sé nada! Dios santo, me va a…
—¿Está intentando regatear a ese cabrón, Iris? —El chulo había acelerado el paso, ya estaba a menos de veinte metros y Ben Roi veía perfectamente su incipiente barba y los pinchos del grueso collar de cuero del perro—. ¡Dile que el precio es el precio! ¿Me has oído? ¡El precio es el precio!
—Por favor —gimió ella, desencajada por el miedo—. Se lo suplico, váya…
—¡No me iré hasta que no me diga algo!
Durante una fracción de segundo ella permaneció paralizada. Luego, con el hombre y el perro solo a diez metros, se acercó al coche y murmuró algo precipitadamente al oído de Ben Roi.
—Y ahora lárgate de una puta vez —dijo apartándose de nuevo. Y luego, más fuerte, para que lo oyera el otro—: ¡Que te den, hijo de perra!
El hombre, dando por supuesto que alguien se había pasado con alguna de sus pupilas, soltó un furibundo rugido y se precipitó hacia el coche. Los ojos de Ben Roi coincidieron un instante con los de la mujer y acto seguido, con un gesto de asentimiento, puso en marcha el Toyota y salió lanzado dando tumbos mientras el perro embestía el parachoques trasero. Pisó a todo gas, controlando el retrovisor. El perro galopaba tras él arrastrando la correa por el pavimento; el chulo se quedó junto a la mujer, con un brazo en su hombro con gesto protector mientras con el otro cerraba el puño y golpeaba al vacío al tiempo que profería insultos que Ben Roi no podía oír con el rugido del motor. Siguió mirando hacia atrás para asegurarse de que no le ocurría nada a la mujer, y cuando decidió que la situación había recuperado la normalidad dentro de un orden, fijó de nuevo la vista hacia delante. Al llegar al final de Saloman cogió por Harkever, desde donde llegó a la autopista de Ayalon, que había de llevarle a Jerusalén. Conducía maquinalmente, sin apenas enterarse de lo que hacía. Solo tenía en la cabeza las palabras que le había murmurado la mujer: «Su nombre auténtico era Vosgi».