Luxor

«… TAN solo falta eliminar estas últimas casas y desde aquí disfrutaremos de una espectacular perspectiva hasta el templo de Luxor, una distancia de como mínimo dos kilómetros y medio. ¡Mil trescientas cincuenta esfinges! No exagero, señoras y señores, si digo que la avenida de las Esfinges es realmente la octava maravilla del mundo».

El guía señaló con la sombrilla y con gesto teatral hacia el sur, más allá del décimo pilono del templo de Karnak, donde la maquinaria de movimiento de tierras atacaba por todos los flancos una serie de casas de adobe: los maltrechos restos de un variopinto ejército resistían inútilmente hasta el último aliento contra una fuerza invasora mucho más potente. Se oyó el sonido sordo de los clics y los pitidos de las cámaras del grupo.

—¿Y qué va a ser de la gente que vivía allí? —preguntó una mujer robusta, quemada por el sol, con una camiseta en la que se leía I LOVE KING TUT.

—Huy, tienen un panorama estupendo —dijo el guía, riendo—. Aparte de que les indemnizan, les ofrecen unos pisos nuevos preciosos con todas las comodidades modernas, incomparables con sus viejas viviendas. ¡Ojalá hubieran derribado mi casa! —Levantó los brazos hacia el cielo—: ¡Dios mío, haz demoler mi casa y así tendré una cocina nueva y un váter con agua corriente!

Se oyeron unas risitas en el grupo. Les gustaba aquel guía. Sabía informar, era educado pero también algo payaso. El egipcio perfecto.

—Ahora en serio —prosiguió—, puedo asegurarles que esta gente está encantada de trasladarse para que pueda salir a la luz esta antigua maravilla. En Egipto estamos muy orgullosos de nuestra historia. Y también de poder compartirla. Por eso la avenida se ha excavado en un tiempo récord… Así el mundo entero será partícipe del descubrimiento. Nuestro pasado es su pasado. ¡Del mismo modo que mi corazón es su corazón!

Guiñó el ojo a la mujer quemada por el sol, lo que desató más risas. Una pequeña insinuación en broma… Aquello también les gustaba. Se arrancó luego en la explicación de los orígenes de la avenida, que situó en la época del reinado del faraón Nectanebo I, y siguió contando que se utilizó en la célebre fiesta de Opet, pero Jalifa ya no escuchaba. Encendió un cigarrillo, se alejó de la sombra que proyectaba el pilono —donde había permanecido de pie desde la llegada del grupo— y avanzó hacia el centro del templo. Algo le decía que tenía que haber intervenido, que les tenía que haber dicho que para construir aquella avenida habían arrasado su casa y que en realidad él no estaba ni de lejos encantado con la suerte que había corrido. Pero ¿de qué iba a servir? Habían pagado mucho dinero por viajar hasta allí y lo que menos querían era que les molestara con sus problemas. El pasado de Egipto podía haber sido su pasado, pero su presente no les afectaba en absoluto. Lo único que les interesaba eran los faraones, las reinas, las tumbas y los jeroglíficos. ¡Como para dedicar un minuto de su tiempo a un inspector de tres al cuarto que veía cómo se derrumbaba todo a su alrededor! Era algo… aburrido. Intrascendente.

Pasó por el noveno, por el octavo y el séptimo pilónos y llegó a la amplia extensión empedrada del patio de la Cachette. Un grupo de niños se fotografiaban a los pies de las esculturas del Imperio Medio situadas frente al séptimo pilono; un hombre sentado en el suelo con las piernas cruzadas hacía un boceto de la Estela de Israel de Merenptah, el único texto encontrado en Egipto que mencionaba el nombre de Israel. Si bien empezaba a caer la tarde y las sombras se alargaban, la temperatura seguía rozando los cuarenta grados y la densa y asfixiante capa ardiente solo cedía bajo la influencia de algún soplo de brisa procedente de la parte oriental del Nilo.

Había pasado allí casi toda la tarde después de la sesión de tiro del mediodía. Habían desaparecido algunos talatat del almacén de seguridad situado en la parte posterior del complejo —dos de ellos contenían cartuchos de Akenatón— y él había tomado declaración a todos los que tenían acceso al depósito. Iba a tantear el terreno, hacer alguna visita a los principales comerciantes de antigüedades, pero tenía pocas esperanzas de recuperar el material. Podían haberse robado meses atrás, incluso años, pues raras veces se hacía inventario de las existencias y se había detectado la ausencia de los bloques por casualidad. En aquellos momentos probablemente ya decoraban la repisa de la chimenea de algún coleccionista millonario del otro extremo del mundo. Como había dicho el guía, la historia de Egipto era la historia de todos. Aunque hubiera que robar para conseguir un pedazo de ella.

Dando una calada al cigarrillo, cruzó la entrada del extremo noroccidental del patio y penetró en el imponente bosque de columnas de la gran sala hipóstila. Unas horas antes aquello parecía desierto, el insoportable calor de la tarde había llevado a los turistas al refugio climatizado de sus hoteles. Pero ya habían vuelto y la sala se había llenado. Se abrió paso entre una multitud de turistas japoneses —¿o eran chinos?, era algo que Jalifa nunca sabía— y se fue hacia el segundo pilono, en dirección a la salida del templo. En su avance se detuvo como si una idea lo hubiera frenado. Frunció el ceño, echó una ojeada al reloj y, murmurando «Maldita sea», dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Cruzó de nuevo la sala, en esta ocasión salió por el tercer pilono, dejó atrás la elevada punta del obelisco de Tutmosis I, el cuarto pilono, el obelisco de Hatshepsut y dio la vuelta al amplio espacio abierto salpicado de palmeras del recinto del lago sagrado. Ante él se abría un rectángulo de aguas verdes, turbias y ondeantes, junto al que habían instalado un chiringuito con toldo, y al fondo, la horrible tribuna de hormigón desde la que los turistas observaban el espectáculo nocturno de Son et Lumiére. En medio del agua se veía un bote de remos con el trancanil casi al nivel de la superficie, mientras un hombre con gafas, mono azul apretado y gorro de lana se inclinaba hacia un lado sujetando algo en el agua.

—He pensado que te encontraría aquí —dijo Jalifa.

Esperó a que el hombre sacara un ancho tubo de ensayo, lo cerrara y lo guardara en la parte de proa del bote. Después apagó el cigarrillo en el tronco de una palmera, arrojó la colilla a una papelera y avanzó por el embarcadero de piedra junto al lago.

—¡Salaam! —dijo él.

El hombre levantó la vista, forzándola tras los gruesos cristales de las gafas. Primero pareció desconcertado, pero luego una sonrisa le iluminó el rostro.

—¡Yusuf!

—¿Qué tal, Ornar?

—Pues aquí, en un lago tomando muestras de agua contaminada… ¿Puede pedirse algo mejor? ¿Te vienes? Un día magnífico para el remo.

—¿En ese bote? No, gracias. Con una sola persona dentro ya parece poco firme.

—¡Tonterías! —exclamó Ornar, y se levantó e hizo balancear la pequeña embarcación de un lado a otro—. ¡Fíjate! Ni el ferry del Nilo es tan estable.

Intensificó el balanceo para recalcar lo que estaba diciendo, pero de pronto perdió el equilibrio y dio una bandazo hacia delante. El bote se inclinó peligrosamente hacia un lado, le entró agua por el trancanil y Ornar quedó con los pies en remojo hasta los tobillos.

—¡Jara! ¡Mierda!

Jalifa sonrió.

—¿Te apetece una Coca-Cola?

—Creo que me convendría más un cambio de ropa —murmuró el otro, escurriéndose los bajos del mono—. Pero vale, te alcanzo en la escalera.

Escurrió un poco más el pantalón, se quitó los guantes y se colocó en el asiento.

—Mejor un Sprite —dijo, metiendo los remos en el agua para empezar a accionarlos—. Y una barrita Snickers tampoco estaría mal. Llevo dos horas aquí.

Jalifa le hizo un gesto que indicaba que iba para allá y entró en el bar. Cogió una Coca-Cola, un Sprite y, como no encontró Snickers, sacó un Kit Kat del frigorífico. Se situó en la cola de la caja, detrás de una pareja joven egipcia. Cuando llegó al lago, su amigo ya había llegado al extremo y había amarrado el bote y subía los peldaños que llevaban al muelle.

—Disculpa lo de antes, Yusuf —dijo a Jalifa, levantando los brazos en un gesto de excusa—. Lo he hecho sin pensar. Ha sido una estupidez…

Jalifa le lanzó el Sprite, como diciéndole que no hacía falta disculparse de nada. Acto seguido le pasó el Kit Kat y los dos se abrazaron y se dieron un par de besos.

—¿Qué tal está Zenab? —preguntó Ornar cuando se hubieron sentado en el muelle, con los pies colgando contra el muro de contención hecho con bloques de piedra.

—Cada día mejor —respondió Jalifa sin decirle toda la verdad—. ¿Y Rasha?

—Bien, aunque estos días anda agobiada de trabajo. Les falta personal y está haciendo doble turno. Va medio zombi, pobrecita. Anoche eran más de las doce cuando llegó.

Rasha al-Zahwi, la esposa de Ornar, trabajaba como pediatra en el hospital general de Luxor. Ornar estaba contratado como analista por la compañía de aguas y de aguas residuales de Luxor y se encargaba más específicamente de este bien de consumo en las zonas de los monumentos antiguos, lo que había hecho que su camino se cruzara con el de Jalifa. Ya hacía más de diez años que se conocían. Habían coincidido muchísimas veces, aunque en el último año no tanto.

—¿Cómo lo ves? —preguntó Jalifa mientras abría la Coca-Cola, señalando la superficie del lago.

—Mucha mierda —respondió Ornar—. Literalmente. Toda la vibración del movimiento de tierras para la construcción de la avenida ha fracturado la conducción madre del alcantarillado en este extremo de la ciudad. Orines y heces van pasando a las aguas subterráneas, que, cuando llegan al máximo nivel, van al lago. Hace un mes que efectúo los controles y cada día está peor.

—No noto ningún mal olor.

—En un par de semanas lo notarás. El hedor será tan fuerte que nadie podrá acercarse. Tendrán que secarlo todo y llenarlo luego con agua del Nilo. ¡Hay que joderse!

Un enorme chorro de Sprite surgió de la lata al tirar de la anilla. Otra vez quedó con la ropa mojada. Se apartó la lata y se quitó el gorro.

—¡Ha sido llegar tú y una ducha tras otra! —refunfuñó, intentando secarse con el gorro.

Jalifa lo miró como disculpándose en broma y echó un trago de su lata. Tras ellos empezaron a sonar los pitidos que anunciaban la hora del cierre a los visitantes y les indicaban que se dirigieran hacia la salida. De un poco más lejos llegaba el traqueteo y golpeteo de los martinetes, la música de fondo que había dominado la vida de Luxor en los dos últimos años.

—¿Haces pruebas del agua in situ? —le preguntó Jalifa después de un silencio, apartándose una mosca del rostro y echando otro trago de Coca-Cola.

Ornar negó con la cabeza.

—Mandamos las muestras a un laboratorio de Asyut. Antes teníamos un acuerdo con el laboratorio del hospital, pero desde que empezó la dichosa construcción han tenido que hacerse tantos análisis que el hospital no da abasto.

Jalifa movía las piernas golpeando contra la roca.

—¿Puedo pedirte un favor? —preguntó por fin.

—Claro.

—He recibido informes sobre aguas que se han vuelto no aptas para el consumo en el desierto oriental y quisiera que me asesoraras.

Le hizo un resumen de la situación —Attia, su primo, Deir el-Zeitun—, de lo que, por mucho que se esforzara por quitárselo de la cabeza, seguía atormentándolo. Allí ocurría algo y, a pesar de que ya no era ni mucho menos el inspector de antes, cuando se encontraba ante unos hechos que no tenían una explicación lógica, profesionalmente no se conformaba si no encontraba una respuesta.

—¿Podría tratarse de algo natural? —preguntó cuando acabó de ponerlo al corriente—. ¿Que el agua de unos pozos se estropee sin intervención humana?

Ornar tomó un sorbo de Sprite, meditabundo.

—Lo dudo. Es cierto que los pozos se secan y que también sus aguas se estropean a veces, pero casi siempre es por culpa de la contaminación industrial. En alguna ocasión también obedece a la contaminación de las aguas residuales, como el caso que me ocupa aquí. Pero ¿no dices que eso está en pleno desierto oriental?

Jalifa asintió.

—Mucho más difícil de explicar, pues. Imagino que por allí no habrá industria pesada… fábricas de cemento, papeleras, cosas de esas…

—Que yo sepa, no.

—Pues realmente es intrigante. En contadas ocasiones el agua se echa a perder a causa de movimientos subterráneos, me refiero a movimientos de gran envergadura, como los producidos por un terremoto, es algo de lo que hemos oído hablar. Pero si todas las aguas son propiedad de coptos…

Bebió un poco más de Sprite, dejó la lata y empezó a desenvolver el Kit Kat, meticulosamente, pasando la uña del pulgar por el papel de plata, entre cada uno de los relieves de la barrita de chocolate.

—¿Quieres que le eche un vistazo? —preguntó, partiendo una porción de galleta y pasándosela a Jalifa—. ¿Qué saque unas muestras y mande analizar el agua?

—¿Te importaría?

—Ni mucho menos. Ahora ya me ha picado la curiosidad.

—Podría acercarme hasta allí y sacar yo mismo las muestras, y así te facilitaría el trabajo.

—Será mejor que lo haga yo. Así podré ver el terreno, comprobar si existe alguna explicación geológica. Tal vez tarde unos días.

—Cuando quieras. No hay prisa. La gasolina corre de mi cuenta.

Ornar hizo un gesto indicando que no hacía falta.

—Te debo el Kit Kat y el Sprite —dijo—. Estamos en paz.

—No me parece muy justo.

—Estamos en Egipto. No hay nada muy justo. Como lo de que te haya pasado una de las barritas y yo me zampe las tres restantes.

Le guiñó el ojo y se metió en la boca lo que le quedaba del Kit Kat.

—Aun sin Mubarak sigue imperando la injusticia —dijo, masticando a gusto—. Es horrible.

Jalifa sonrió y ambos guardaron silencio mientras miraban hacia el otro lado del lago y oían tras ellos los pitidos, ya menos frecuentes, puesto que los turistas ya se habían enterado de que había que salir y se iban hacia los autocares que les esperaban. Jalifa terminó la Coca-Cola, se comió su parte de Kit Kat y encendió un Cleopatra, paseando la mirada en un pedazo de cielo situado más allá del imponente rectángulo del décimo pilono. Un año atrás, aquel mismo pedazo de cielo había enmarcado el viejo edificio en el que vivía, uno más en una hilera de grises rectángulos de hormigón que se habían levantado en el extremo septentrional de la ciudad como una serie de lápidas erosionadas. En aquellos tiempos cada vez que visitaba Karnak procuraba salir del pilono, llamar a casa con el móvil y decirle a quien respondiera que le saludara desde la ventana de la salita. Un juego infantil del que nunca se habían cansado, y el que menos Ali, quien en una ocasión memorable colgó de la ventana una gran sábana en la que había pintado: TE QUEREMOS, PAPÁ. Pensó que ojalá aquel día hubiera sacado una foto. ¡Cuántas cosas le habría gustado fotografiar! Lo que ahora había desaparecido para siempre y en su lugar quedaba una parte de cielo vacía y una zanja llena de esfinges. ¿Progreso? A él no le parecía que lo fuera.

—Tendría que ponerme otra vez manos a la obra —dijo Ornar, apurando lo que le quedaba en la lata y poniéndose de pie—. Me quedan muestras por recoger y no creo que les guste mucho verme chapotear por aquí durante el espectáculo de luz y sonido.

—Vete a saber —respondió Jalifa, saltando también del muelle—. Podrían pensar que formas parte de la exhibición. Amón desfilando en su barca Manjet.

—¿Con mono y gorro? No está mal la interpretación.

Ambos rieron. Mejor dicho, Ornar soltó una carcajada y Jalifa se limitó a sonreír.

—Intentaré acercarme a los pozos un día de estos —dijo Ornar—. ¿Me mandas los detalles?

—Te los enviaré por correo electrónico cuando llegue al despacho.

—Diré a los del laboratorio que es urgente, a ver si te puedo decir algo a finales de semana.

Jalifa le dio las gracias.

—Otra cosa. Casi juraría que la conducción de agua potable de la casa de Bir Hashfa es ilegal. Es gente pobre. No se lo comentes a nadie.

—Será nuestro secreto —respondió Ornar, tocándose la nariz con aire conspirador.

Dio un abrazo a Jalifa, luego se apartó y, cogiéndolo de los hombros, le preguntó:

—¿Estás bien?

—Nunca me había encontrado mejor.

El otro lo agarró con más fuerza.

—¿Estás bien? —repitió.

Esta vez Jalifa dudó un momento antes de responder:

—Viviré —dijo por fin.

—Hazlo, amigo mío. Vive mucho tiempo y lleno de salud. Lo mismo deseo para Zenab y los niños.

Sostuvo la mirada de Jalifa, lo despeinó un poco con gesto cariñoso, se puso el gorro y se dirigió al bote.

—Te llamo en cuanto tenga los resultados —le dijo, saltó a bordo y soltó la amarra—. Me interesa verlos antes. No tardes en venir a verme.

Empujó el bote, se sentó y empezó a remar. Jalifa lo observó un momento y luego volvió la mirada hacia el décimo pilono, hacia el punto en el que en otro momento veía su antiguo bloque. En algún punto de la hendidura tectónica de la avenida siempre había alguien con la vista fija hacia el mismo lugar, mirando melancólicamente hacia aquel vacío como si así pudiera hacer reaparecer como por arte de magia su antigua casa. Como los que han perdido a un ser querido junto a su tumba. Jalifa opinaba que medio Luxor estaba de luto por la forma en que habían ido las cosas. Moviendo la cabeza, recogió las dos latas vacías y se fue hacia la salida. ¡Qué duro era a veces desprenderse de algo!