Petaj Tikva

MAYA Hillel, la directora del Refugio Hofesh para víctimas del tráfico de blancas, era una mujer tan atractiva que desconcertaba un poco. Unos veinticinco años, esbelta, con unos grandes ojos grises y una rebelde cabellera negra que descendía hasta sus hombros como un torrente de agua oscura; en definitiva, parecía más una modelo que una asistenta social. Teniendo en cuenta el tipo de trabajo que realizaba, Ben Roi era consciente de que resultaba retorcido verla desde aquel prisma, pero no podía evitarlo. Era un hombre y así veían las cosas los hombres. Si era atractiva, era atractiva y punto.

Lo recibió fuera del refugio —un edificio impersonal todo encalado en una calle de polvoriento shikunim a cinco minutos del centro de la ciudad— y lo llevó, a través de un sólido portal de acero, hasta un patio pavimentado.

—Debemos tener cuidado —le explicó, señalando el portal, el guardia que vigilaba y la valla de seguridad que rodeaba el edificio—. Por aquí aparece siempre algún proxeneta que intenta atraer a las chicas. Ahora mismo hay uno al otro lado de la calle.

Ben Roi miró hacia atrás, pero ya se había cerrado el portal.

—¿Quiere que le diga algo?

—No vale la pena. Se largará y volverá en cuanto haya salido usted. El opina que tenemos algo que le pertenece y quiere que se lo devolvamos. De todas formas, gracias por el ofrecimiento.

Lo llevó al otro lado del edificio y entraron por una puerta que daba a un vestíbulo con revestimiento de azulejos. A la izquierda se veía una cocina vacía; en las paredes, una selección de carteles que concienciaban sobre el tráfico de mujeres, entre los que destacaba uno con una docena de mujeres desnudas hechas un ovillo, presentadas en una especie de bandeja de poliestireno como un paquete de muslos de pollo, CARNE FRESCA, rezaba la etiqueta. Ben Roi lo miró y luego siguió a Hillel, que subía la escalera.

—¿Cuántas chicas tienen aquí? —le preguntó, ya en la escalera, intentando apartar la vista de su trasero.

—Catorce —respondió—. La mayoría han salido a trabajar, por eso hay tanta tranquilidad. Aquí les buscamos empleo, en la hostelería, la limpieza y cosas por el estilo. En realidad hay espacio para treinta y cinco, pero en los últimos años han entrado menos. Cuando abrimos en 2004, aquí había más de cien chicas. Este año solo han entrado veinte.

—Me alegra comprobar que las cosas van mejorando.

—Me imagino que es una forma de verlo. Yo más bien diría que es porque la policía ya no da prioridad al problema y se rescatan menos mujeres.

Ella llegó al rellano de la primera planta y se volvió para mirarlo antes de seguir para arriba.

—Tengo que reconocer que las cosas están mejor que hace diez años —prosiguió—. Durante los noventa entraban con este tráfico en el país tres mil chicas cada año. Ahora son unos centenares. Pero sigue siendo un problema. Y ustedes no destinan los mismos recursos que años atrás. A decir verdad, básicamente porque los políticos no asignan los recursos. Al Ministerio del Interior le importa un bledo. Lo de rescatar prostitutas goy no reporta votos.

Llegaron a la segunda planta. A izquierda y derecha se abrían pasillos con hileras de puertas cerradas. Delante de ellos, en una habitación había una chica vestida con un chándal ancho, de imitación de terciopelo, de pie sobre una báscula y una mujer gorda, de mediana edad, anotaba su peso en un bloc. La mujer saludó con la cabeza; la muchacha los miró sin expresión. Estaba como un fideo, tenía las mejillas hundidas, el pelo lacio y un tono amarillento en la piel: recordaba a las supervivientes de los campos de concentración.

—¿Estás bien, Anja? —le preguntó Hillel.

La chica se encogió de hombros con gesto cansino.

—Se está portando de primera —intervino la mujer, alegre—. Ha aumentado un cuarto de kilo.

—Muy bien —dijo Hillel—. Perfecto.

Se acercó a la muchacha, le acarició la espalda para tranquilizarla y siguió con Ben Roi hasta la última planta.

—Moldava —explicó bajando la voz para evitar que pudieran oírla—. La policía la detuvo en una redada en Eilat hace unas semanas. En mi época vi casos terribles, pero ella… —Se interrumpió y volvió la vista escalera abajo—. Tuberculosis, hepatitis, prácticamente todas las enfermedades de transmisión sexual que se nos puedan ocurrir salvo el VIH. Y esto no es nada comparado con el daño aquí arriba —dijo mientras se señalaba la parte lateral de la cabeza—. Se le ha concedido un permiso de trabajo de un año para rehabilitación, pero como se niega a declarar, en cuanto finalice el año será deportada. Y cuando vuelva a Moldavia, los que la trajeron aquí la identificarán y volverá a ser pasto de la trata de blancas. Así funcionan estas cosas. Es algo desgarrador. No tiene más que diecinueve años.

Ben Roi alzó las cejas. Él le habría echado casi treinta.

—¿No podría conseguir la residencia por razones caritativas?

—¡Por favor! ¿Cuándo se ha aplicado en este país el estatus de refugiado por razones humanitarias a alguien que no sea judío? No, a lo máximo que puede aspirar es a encontrar a alguien que quiera casarse con ella. Y considerando el tipo de hombre que se siente atraído por una exprostituta, no creo que su vida mejore mucho.

Soltó un suspiro, se volvió y siguió hasta el final de la escalera, que daba a un amplio despacho abierto. Tres mujeres estaban sentadas en sendas mesas. Personal, imaginó Ben Roi, teniendo en cuenta la edad y el aspecto. Aparte del guardia de seguridad del portal, no había visto otro hombre en el refugio. No era de extrañar después de lo que acababa de oír.

Hillel pidió a una de las mujeres que les sirviera café y llevó al inspector a un pequeño despacho particular con un techo inclinado y una amplia ventana que daba a los tejados de Petaj Tikva. Le indicó que se sentara y ella se instaló frente a él en la mesa haciendo balancear una pierna.

—Pues bien… —dijo—. Rivka Kleinberg. ¿Qué puedo decirle de ella?

La mirada de Ben Roi recorrió las fotos enmarcadas que colgaban de la pared detrás de la mesa: Hillel estrechando la mano a Hillary Clinton, Hillel recibiendo algún tipo de premio de Shimon Peres, Hillel con quienes imaginó debían de ser su esposo y su hija. Aquello le sorprendió: no sabía por qué, pero no se le había ocurrido que podía tener familia. Luego sacó el bloc y entró en materia.

—El director de la revista en la que trabajaba Kleinberg me dijo que ella había venido a este refugio —empezó, hojeando el bloc hasta encontrar una página en blanco.

Hillel asintió.

—Llamó hace aproximadamente un mes. Dijo que preparaba un artículo sobre el tráfico de mujeres y preguntó si podía pasar a echar un vistazo por aquí. —Hubo un silencio antes de que ella preguntara—: ¿Usted cree que la asesinaron por esto? ¿Por el artículo?

Ben Roi se encogió de hombros con aire evasivo.

—En el estadio donde nos encontramos estamos abiertos a todo.

—No me extraña —dijo ella—. El tráfico es un gran negocio, supongo que ya lo sabe. Y a los tipos que lo llevan no les gusta que lo hagan tambalear. En especial los rusos, que controlan un ochenta por ciento del volumen y se ponen muy nerviosos cuando alguien se mete en sus cosas.

Ben Roi fijó la vista en el bloc.

Otra vez la russkaya mafiya. Parecía pesar mucho en el caso. Escribió una nota para acordarse de pasarlo a Pincas, quien se ocupaba de la cuestión rusa.

—De modo que visitó el refugio —prosiguió él—, y habló con usted.

—Correcto.

—¿Sobre?

—Un montón de cosas: de dónde procedían las chicas, cómo las habían traído a Israel, qué pasa con ellas cuando llegan aquí, cómo está ahora la cuestión. Pasó un día entero aquí con nosotras y una semana después volvimos a hablar por teléfono. No podría decir que fuera la persona socialmente más adaptada que haya conocido, pero lo cierto es que valoraba nuestro trabajo. Y tuvo un trato de lo más delicado con las chicas. Comprensiva de verdad.

Ben Roi recordó las palabras de Mordechai Yaron al despedirse: «Sentía una empatía instintiva por los que sufrían. Probablemente porque ella también lo pasaba mal».

—¿Quería hablar sobre algo en particular? ¿Citó algún aspecto específico?

—Hablamos mucho sobre lo que hace el gobierno para abordar el problema —dijo sacándose una goma elástica del bolsillo de la blusa y estirándola con los dedos—. Mejor dicho, lo que no hace. Me refiero a que hasta hace muy poco ni siquiera llegábamos al estándar mínimo del Departamento de Estado de Estados Unidos en la lucha contra el tráfico. En cuestión de actitud, muchos políticos siguen anclados en la era de las tinieblas. Y por qué no decirlo: en general, la policía también. Parecen pensar que lo de estar encerradas en un burdel, obligadas a tener relaciones sexuales con veinte hombres al día, es una especie de decisión deliberada.

Ben Roi se movió en el asiento incómodo. El mismo, al salir de la Academia de Policía, había asistido a un cursillo sobre prevención del vicio y conocía perfectamente la actitud mental de la que le hablaba ella. Intentó avanzar, no quería quedar empantanado en el tema.

—¿Algo más? —preguntó—. ¿Alguna otra cuestión que interesara específicamente a Kleinberg?

—Pasamos mucho tiempo con la demografía del tráfico —dijo, jugando con la goma del pelo—. Procedencia de las chicas, el hecho de que cada vez haya más israelíes a las que se obliga a entrar en este campo, aprovechando la circunstancia de que hay menos extranjeras a las que recurrir. También quería conocer todos los detalles de los clientes, en especial los ultraortodoxos. Son un mercado importante. Los viernes llenan los burdeles, donde se quedan a gusto, preparándose para el sabbat.

Hillel se estremeció con solo pensarlo.

—Hizo también muchas preguntas sobre rutas de tráfico —añadió, recogiéndose el pelo con la goma—. Sobre todo la que pasa por Egipto.

Ben Roi abrió mucho los ojos. Otra vez Egipto. Igual que la russkaya mafiya, parecía salpicar todo el caso. Iba a hacer otras preguntas cuando lo interrumpieron unos suaves golpes en la puerta. Entró una de las mujeres que había visto fuera con una bandeja en la que llevaba café y galletas. Esperó que la dejara, que diera una carta a Hillel y se fuera para reanudar la conversación.

—La ruta de Egipto… —dijo—. ¿La siguen muchas chicas?

—No tantas como diez años atrás —respondió Hillel, removiendo el café—. En aquella época era de lejos la principal vía para el paso clandestino. Después de las medidas enérgicas que se adoptaron a principios de 2000 quedó un tiempo abandonada, pues los traficantes encontraron otros sistemas para introducir a las chicas. Pasaportes falsos, libros de familia amañados, cosas así. Es gente lista, se adapta constantemente, siempre lleva ventaja.

—¿Y ahora se ha abierto de nuevo la ruta?

—El caso es que es difícil conseguir estadísticas precisas, pero los casos conocidos así lo sugieren. Hubo un proxeneta importante de Tel Aviv, un tipo llamado Genady Kremenko… Al parecer entró a la mayoría de sus chicas por esta vía.

Ben Roi reconoció el nombre.

—¿El que detuvieron hace un par de meses?

—El mismo. Circuló un chiste bastante insolente en el que se comparaba a Moisés sacando a los israelitas de Egipto con Kremenko haciendo lo propio con las chicas. El hombre no tenía nada de agradable. Como todos ellos, por otra parte.

Ben Roi echó azúcar en su café y lo removió con la cucharilla.

—¿Sabe si alguna vez las han traído a través de Alejandría? —preguntó, pensando en el vuelo de El-Al que Kleinberg había contratado para la noche en que fue asesinada.

—Normalmente es El Cairo o Sharm el Sheij. Las traen en avión desde Europa Oriental, Rusia o Uzbekistán y las trasladan a través del Sinaí, cruzando la frontera con ayuda de beduinos.

—¿Y Kleinberg quería información sobre todo esto?

—No exactamente cuando vino a visitar el refugio. Lo hablamos de paso, sin entrar en detalles. Fue cuando llamó una semana después que empezó con las preguntas.

—¿Y usted le contó…?

—Más o menos lo que le he dicho a usted. Los proxenetas cuentan con gente que recluta en el extranjero, que captan a las chicas y las llevan en avión a Egipto para que una red de beduinos se encargue de que crucen el Sinaí y lleguen al Néguev. Es todo lo que sé. Soy asistenta social, no policía.

Sopló un poco el café, tomó un sorbo y sujetó la taza con las dos manos. Ben Roi consultó el bloc de notas. Mizpe Ramon estaba en el Néguev, a tan solo veinte kilómetros de la frontera egipcia. Y Rivka Kleinberg había ido en autobús hasta Mizpe Ramon cuatro días antes de que la asesinaran. Y había ido también allí tres años antes para entrevistar, sin éxito, a los de Nemesis Agenda. Otro aspecto del caso que parecía repetirse, y que le iba lanzando guiños como una especie de radiobaliza. Russkaya Mafiya, Egipto, el Néguev. Empezó a dar golpecitos al brazo del asiento con el bolígrafo, removiendo las piezas del rompecabezas, intentando conseguir con ellas una imagen coherente. Le parecía que nada encajaba, que no había conexión entre los vínculos. Hillel hacía balancear la pierna a la espera de la siguiente pregunta, pero él redactó una nota y dejó aquel hilo para pasar a otro.

—¿Ha dicho que Kleinberg habló con alguna de las chicas?

—Con tres —respondió ella—. Con Lola, con Sofía y con Maria.

—¿Usted estaba presente?

—Con Lola y con Sofía, sí. Debemos tener cuidado con la gente de fuera: casi todas las chicas que vienen aquí son muy frágiles y no se sienten cómodas con personas que no conocen. Pero Rivka fue estupenda con ellas. Muy amable y comprensiva. Fue algo extraordinario ver cómo se abrían con ella.

Hillel tomó otro sorbo de café. Ben Roi cogió una galleta, lo más parecido a una comida que iba a tomar aquel día.

—¿De qué hablaron? —preguntó, masticando, con voz gruesa a causa de la Digestive.

—Básicamente de sus experiencias. Cosas como las que le he contado.

Él hizo girar la mano, indicando que necesitaba más información. La asistenta cruzó las piernas y apoyó la taza en la rodilla.

—Lola es uzbeka —dijo—. Respondió a un anuncio publicado en su país en el que se solicitaban camareras y la vendieron a un proxeneta en Haifa. La historia de siempre: todo parece perfecto hasta que llegan al país, donde se apoderan de sus pasaportes, las violan para empezar y las ponen a trabajar dieciocho horas en un burdel. Cuando la rescataron llevaba cinco años aquí.

—¿Llegó a través de Egipto?

Hillel negó con la cabeza.

—Aterrizó en Ben Gurión con un visado de trabajo. Pero Sofía, sí. Es ucraniana. El novio le dijo que le encontraría trabajo en Israel, pero claro, lo que ella consideraba un novio era en realidad un reclutador. Hombres que captan a chicas como ella. Desprotegidas, pobres, con un pasado caracterizado por los abusos, la autoestima por los suelos… El perfil típico.

—¿Y la pasaron clandestinamente a través del Sinaí?

Hillel asintió.

—Lo pasó muy mal cuando atravesó el desierto, pobrecita. Todas sufren, como es obvio, pero las experiencias de ella fueron especialmente dolorosas. Violada por una cuadrilla. Violación anal. Vio cómo disparaban a las rodillas a otra que intentaba huir. No quiero ni imaginármelo.

Ben Roi iba a coger una galleta. Retiró la mano: de pronto se le había quitado el apetito.

—¿Están ahora aquí estas chicas? —preguntó.

—No, fuera, trabajando —respondió Hillel—. Tal como le he dicho, les proporcionamos trabajo. Tareas poco remuneradas, pero es algo que forma parte de su rehabilitación. Les ayuda en la autoestima, les permite relacionarse con la gente de una forma no basada en el abuso. Sofía trabaja de reponedora en un supermercado AM-PM. Lola hace trabajos de limpieza.

—¿Y la otra? —preguntó Ben Roi buscando el nombre en sus notas—. Maria.

Se hizo un silencio.

—Maria ya no está con nosotras —dijo al fin Hillel en un tono más suave.

—¿La deportaron?

—No… desapareció.

Ben Roi levantó la vista.

—¿Se escapó?

—O eso o su chulo vino a buscarla. Aquí rezamos por que sea lo primero.

A pesar de que seguía con una actitud formal, se veía que la situación la afectaba.

—Estaba a punto de caducar su visado —prosiguió— y el ministerio le acababa de denegar una prórroga, de modo que tal vez ese fuera el desencadenante. Le horrorizaba pensar que la mandarían a casa. Estaba segura de que volvería a caer en las redes del tráfico sexual. O algo peor.

No se extendió en lo que implicaba aquel «peor». No hacía falta.

—¿Hace poco que ocurrió? —preguntó él.

—Unas semanas. Poco después de la visita de Rivka al refugio. Maria salió a trabajar una mañana y ya no volvió más. Es todo lo que sabemos. Tenemos gente que la busca, la policía está al corriente, naturalmente, pero hasta hoy…

Inspiró hondo y meneó la cabeza. Por primera vez, Ben Roi se fijó en el color gris de alguna de las raíces de su pelo.

—¿Kleinberg se entrevistó con esta chica?

—Yo no lo llamaría entrevista. Es cierto que hablaron. Y pintaron.

La frente de Ben Roi dibujó unas arrugas.

—¿Pintaron?

—Es algo que animamos a las chicas a que hagan —explicó ella—. Dibujo, pintura, escultura. Les ayuda a expresarse, a sacar fuera aquello de lo que no quieren hablar. Tenemos una pequeña sala para actividades artísticas. Y ahí fue donde encontramos a Maria el día en que enseñaba a Rivka nuestras instalaciones. Me reclamaron en otro lugar, dejé a Rivka con ella y cuando volví las encontré sentadas, pintando.

Una imagen del piso de Kleinberg cruzó como un rayo la cabeza de Ben Roi.

—¿Pelo rubio?

—¿Cómo dice?

—Una mujer con el pelo rubio. Sobre papel azul.

Los ojos de ella expresaron la sorpresa.

—¿Cómo sabe…?

—La pintura estaba en casa de Kleinberg.

—¡Ah! Tiene lógica. Preguntó a Maria si se lo podía quedar y se lo llevó.

La zapatilla de deporte de Ben Roi había empezado a golpear el suelo, lenta y rítmicamente, siguiendo aquel movimiento involuntario que solía aparecer cuando notaba que la conversación podía llevarle a algún punto interesante.

—O sea que cuando volvió pintaban juntas…

Hillel asintió.

—Y cuando sugerí que Rivka y yo íbamos a seguir viendo las instalaciones, ella preguntó si no podía acompañarla Maria. Esta estuvo de acuerdo en hacerlo. Nos sorprendió mucho, pues era una muchacha encerrada en sí misma, que muy pocas veces hablaba, que ni siquiera se comunicaba con nuestras especialistas.

—¿Y en cambio lo hizo con Kleinberg?

—Eso me pareció. Cuando miré por la ventana, las vi sentadas en el patio, cogidas de la mano y charlando. Pasaron más de una hora juntas.

Se apartó un mechón de pelo de los ojos.

—A veces pasan cosas así. Se desencadena algo sin que haya una razón evidente. Una muchacha que apenas ha dirigido la palabra a nadie de pronto se desahoga con alguien que le es totalmente desconocido. Yo creo que algo en la manera de ser de Rivka la ayudó a abrirse.

De nuevo recordó las palabras de despedida de Mordechai Yaron: «Rivka sentía una empatía instintiva por los que sufrían».

—¿Y no tiene idea de qué hablaron?

—No, lo siento. Maria no hizo ningún comentario después y yo no soy quién para preguntar nada. Fue una conversación privada y es algo que aquí se respeta. Lo cierto es que me alegró ver que se comunicaba con alguien. Estaba muy traumatizada, llevaba muchas historias deplorables dentro. Necesitaba sacar algo de todo eso.

—¿Dijo algo Kleinberg?

—No mucho. Simplemente que Maria le había hablado de algunas de sus experiencias y que le partía el alma ver que alguien tan joven hubiera pasado por lo que pasó ella. No cabe duda de que Maria le causó un gran impacto. Por eso llamó una semana después. Preguntó si podía venir de nuevo y hablar con ella. Quería hacerle más preguntas.

Se quedó un momento en silencio, tocando la mesa con la punta de los dedos, la cabeza un poco ladeada, con aire reflexivo.

—En realidad dijo que necesitaba hablar urgentemente con ella —saltó de pronto—. No especificó sobre qué. Solo insistió en verla de nuevo. Pareció muy preocupada cuando le dije que María había desaparecido.

El golpeteo del pie de Ben Roi contra el suelo se aceleró levemente.

—¿Fue cuando empezó a preguntar por la ruta de Egipto?

Se hizo otro breve silencio mientras Hillel repasaba la cronología. Después asintió.

—¿Maria entró por Egipto?

—Nunca lo supimos bien —respondió ella, dando la vuelta a la mesa para ir a sentarse en la silla giratoria situada detrás de esta—. Se negaba a hablar de ello. Como muchas de las chicas sufría algún tipo de estrés postraumático, había creado una barrera mental entre el presente y el pasado en un intento por bloquear lo que le había ocurrido. Conocíamos pocos detalles de su vida anterior, pero en cuanto a la experiencia vivida con el tráfico, todo lo que pudimos descubrir fue que había trabajado en la calle en Neve Sha’anan y que en algún momento estuvo en Turquía. Lo que hace pensar que o bien llegó en avión o en barco hasta Haifa o Asdod.

Se apoyó en el respaldo mientras iba pasando el dedo por el borde del escritorio.

—Aquella mujer, por cierto, la del pelo rubio, ella la dibujaba constantemente. No dibujaba nada más. Nunca descubrimos de quién se trataba.

Ben Roi pensó que tenía que ver de nuevo la pintura que Kleinberg tenía en su piso.

—¿No se enteraría usted por casualidad de quién la pasó clandestinamente? —preguntó—. ¿De quién era su proxeneta?

Negó con la cabeza.

—Tal como le he dicho, aquí nos ocupamos solo de los perjuicios, no de quienes los provocan.

—¿Y no se ha sabido nada de ella? ¿Nadie tiene idea de dónde puede haber ido?

—Nadie. Aquí pensamos que podría haber vuelto a Neve Sha’anan. Suele ocurrir con las que se escapan… tienden a orientarse hacia lugares que conocen aunque esto signifique volver a los burdeles. De todas formas, nadie ha sabido nada de ella.

—¿Tiene alguna foto?

—Por supuesto.

Puso en marcha el ordenador.

—Su nombre de verdad no es Maria, por cierto. Las chicas siempre adoptan otro, lo que las ayuda a distanciarse de lo que les obligan a hacer. Así una chica puede pensar que quien hace aquello es otra persona, no ella misma.

Se relajó esperando que arrancara el ordenador. Ben Roi apuró el café, ya frío, se levantó y se acercó a la ventana.

Afuera todo estaba en calma, en silencio y en paz, la suave luz de color miel de la caída de la tarde envolvía todo aquello, que quedaba a un millón de kilómetros del mundo sobre el que habían estado hablando. Siguió con la mirada las hileras de polvoriento shikunim y luego bajó la vista hacia la acera de enfrente. Allí vio a un hombre andrajoso, de pelo grasiento, apoyado en el tronco de un plátano con la vista fija en el otro lado de la calle, en la puerta de entrada al refugio. El proxeneta del que había hablado antes Hillel. Estuvo tentado de abrir la ventana y gritarle que se fuera al carajo, pero decidió que el mensaje sería mucho más efectivo transmitido cara a cara. Y mejor aún acompañado por un sopapo que asegurara la recepción del mensaje. Siempre le habían caído fatal los chulos. Y muchísimo más después de lo que acababa de oír. Le clavó la vista encima con cara de pocos amigos y luego se volvió hacia el patio de delante del refugio. Vio una mesa de picnic con un par de ceniceros encima, un columpio, un tendedero de ropa y, en una esquina, un patinete con dibujos de Barbie y un tractor de plástico a pedales. Al llegar no había visto todo aquello.

—¿Aquí también hay niños? —preguntó, sorprendido.

—Cinco —oyó que decía ella—. Ahora están en la escuela.

—¿Las madres son… —Iba a decir prostitutas, pero se contuvo al darse cuenta de que no era la palabra adecuada—… residentes?

—Por supuesto.

—¿Y los padres?

—Proxenetas, clientes —dijo en tono más bien brusco—. No es la dinámica familiar ideal, pero así es la vida. Se rescata a las chicas y los niños van con ellas.

Siguió con los clics, buscando la imagen. Ben Roi bajó la vista hacia los juguetes. Los polis se van insensibilizando, desarrollan un mecanismo de filtro que atrapa lo realmente negativo antes de que penetre en ellos. De todas formas, por más esfuerzos que hagan hay algo que se les escapa. Aquello era lo que le sucedía a Ben Roi entonces. Los juguetes le inquietaban más que todo lo que acababa de oír. Más que todo lo que había visto en el caso hasta el momento. Tenían algo que destilaba tanta tristeza, hablaban de aquellas incipientes vidas indefensas, destrozadas, hechas trizas antes de empezar su camino. Notó un nudo en la garganta y con él una necesidad imperiosa de ponerse en contacto con Sarah, de comunicarle cuánto la quería a ella y al bebé. Hasta cogió el móvil, pero cuando Hillel le habló todo hubo terminado. Siguió con la vista hacia abajo unos segundos, pero luego apartó la idea de su mente, metió otra vez el móvil en la funda y se acercó a la mesa.

—Es ella —dijo Hillel, moviendo la pantalla para que la viera bien.

Él se inclinó para observarla. Era solo de cabeza, cortada justo por debajo de la barbilla. Un rostro de una niña pálida, seria, con pelo largo y oscuro, labios carnosos y enormes ojos castaños. Joven. Muy joven. Miraba a la cámara con aire vehemente y al tiempo inexpresivo.

—¿Podría imprimírmela? —preguntó él.

—Claro. También tenemos otra. ¿Le interesa?

—¿Por qué no?

Hillel describió un círculo con el ratón e hizo doble clic. Tras una pausa surgió otra foto, también del rostro de la chica aunque no tan recortado como en la primera. En esta se le veía el cuello y la camiseta.

Aquel mismo día, en el despacho de Mordechai Yaron en Jaffa, Ben Roi había notado una subida de adrenalina al enterarse de que Rivka Kleinberg se había desplazado a Mitzpe Ramon para la entrevista con los de Nemesis Agenda, que resultó fallida. En aquellos momentos notaba una euforia similar aunque muchísimo más intensa, una especie de sacudida. Una sacudida eléctrica producida por la identificación, aunque no del aspecto físico de la chica sino de lo que llevaba colgado del cuello.

—La muchacha… —dijo, acercándose a la pantalla y poniendo un dedo sobre la cruz que llevaba, la cruz plana de plata con unos brazos caracterizados por unos motivos de intrincado diseño, cada uno acabado en una clara doble punta—. ¿No sabrá por casualidad su procedencia?

—Armenia —dijeron los dos al unísono.

Era lo que había preocupado a Ben Roi desde el principio: que no existiera un vínculo claro entre el lugar en el que habían asesinado a Kleinberg y el resto de pistas que habían ido surgiendo en el caso. Parecía que por fin había surgido la conexión. Aún quedaba mucho camino por recorrer, pero por primera vez tenía la sensación de avanzar.