Luxor

DESPUÉS de hablar con Hassani, Jalifa intentó quitarse de la cabeza la cuestión del envenenamiento del agua. Puede que hubiera algo, puede que no. De cualquier forma, poco podía hacer él. Volvió a su despacho y organizó lo de enviar a dos agentes a casa de Attia. Luego, en su tiempo de descanso para comer, se fue al campo de tiro de la policía para dedicar una hora a lo que el cabo Ahmed Mehti —aquel gigante con bigote y pelo casi rapado que se había encargado de aquellas instalaciones desde tiempos inmemoriales— denominaba eufemísticamente «meditación balística».

Cuando quería reflexionar sobre algo, pensar en profundidad, Jalifa se iba a la orilla occidental del Nilo y subía hasta su «lugar de reflexión» en la falda del Qurn. Cuando no quería pensar en más cosas, cuando no le convenía hacerlo, se iba a practicar el tiro. En el año que había pasado en la escuela de policía de El Cairo había sido un tirador extraordinario y a partir de entonces nunca había abandonado la práctica. Últimamente cada vez iba más a menudo allí, pues consideraba que le ayudaba a concentrarse, a dejar los problemas a un lado, aunque solo fuera por poco tiempo, a reducir su mundo a la fina ranura de la mira de un rifle Lee Enfield 303.

Las instalaciones eran interiores: un asfixiante bunker de hormigón en los límites del desierto, más allá del extremo oriental de la ciudad. Había llamado con antelación para avisar que iba y el cabo Mehti le había dejado todo a punto: protectores de oído, blanco de papel en forma de soldado a la carga, una caja de cargadores de cinco balas e incluso un vaso de té. En aquellas horas Jalifa era la única persona que circulaba por allí, lo que más le gustaba a él. Echó la firma para recoger el Enfield y se fue a la zona de prácticas. El primer disparo se desplazó ligeramente hacia uno de los costados; el segundo, demasiado arriba, pero a partir del tercero la precisión fue impecable; en el recinto se oía el eco del rítmico crujido del cerrojo del rifle y el claro chasquido de la explosión de la cordita mientras iba disparando una tras otra las balas en el rostro y el torso del blanco y cada una le iba alejando más de sí mismo. En un par de ocasiones tuvo que agitar la cabeza para disipar la imagen de Zenab tendida con la mirada extraviada en la sala de urgencias del hospital; y en un momento determinado, la voz de Attia frente a su casa, en el desierto oriental: «Pues si yo tengo que luchar, lo haré. Para proteger a mi familia, a mis hijos. Es el principal deber de un hombre».