Luxor

«¡JODER, Jalifa, no me venga con otra de sus delirantes teorías conspiratorias! ¡Es usted un soñador, siempre lo ha sido y siempre lo será! ¡Un maldito soñador!».

Era lo que habría dicho el inspector jefe Abdul ibn-Hassani poco antes si Jalifa le hubiera ido con noticias sobre un complot para echar a los coptos del desierto oriental.

Ellos nunca se habían llevado bien desde que habían destinado a Jalifa a Luxor. Como hombre quisquilloso, intimidatorio y falto de imaginación, el inspector jefe nunca había confiado en el estilo de trabajo más libre de su subordinado, en su preparación para dar prioridad al instinto visceral en lugar de seguir al pie de la letra las normas. A Jalifa, por su parte, le irritaba el convencimiento del jefe de que para sacar el máximo provecho de sus hombres lo mejor era intimidarles y gritarles, no soportaba la obsesión por el procedimiento y sobre todo el hecho de que sus prioridades no se basaban tanto en la resolución de un caso como en que este se solventara siguiendo al pie de la letra el manual de la policía egipcia.

Aquella no era una valoración del todo objetiva, pues, pese a su estrechez de miras, Hassani reconocía a un buen inspector y a lo largo de los años había dejado pasar, aunque a regañadientes, muchas cosas a Jalifa. Aun así su relación nunca había sido cómoda, y si había algo que realmente ponía a cien a su jefe era tener que oír historias disparatadas de conspiración e intriga de sus subordinados. La reacción habitual del jefe era la dura reprimenda y el sermón sobre la necesidad de ceñirse a los hechos y mantener la imaginación bajo control, algo que iba in crescendo hasta la explosión total en caso de que Jalifa se negara a dejar el asunto.

Esto se había producido entonces. En aquellos días, tras su vuelta después de un largo permiso, Jalifa había notado un claro apaciguamiento en el talante de Hassani. Había frenado la furia, había cortado por lo sano con las palabrotas —el grueso de la comunicación verbal entre los dos— e incluso había comenzado a llamarle Yusuf, un trato que el jefe había reservado de siempre a su pequeño círculo de pelotas y favoritos.

Todo aquello, por muy bien intencionado que fuera, solo servía para que Jalifa se sintiera aún más desplazado. Para que viera que nada seguía como antes. Al igual que su antiguo piso, que su querida Luxor antes de abrirle una zanja de tres kilómetros en el centro, que la risa de su esposa Zenab, la actitud belicosa y malhumorada de Hassani había constituido una de las constantes de su existencia. Y ahora, cuando más necesitaba su efecto tranquilizador, parecía que dichas constantes se habían evaporado y lo habían dejado desprotegido, al descubierto.

Aquella tarde, sentado en el despacho de Hassani, donde le relataba la historia del agua envenenada, algo en su interior anhelaba la vuelta de su jefe a la actitud anterior para que se lanzara a las diatribas de siempre, que empezaban con «usted es un puto soñador, Jalifa». En lugar de ello escuchaba con paciencia, no sin cierta inquietud, cómo Jalifa le exponía la situación. Luego, en vez de empezar con los puñetazos sobre la mesa y con lo de que era un inútil y un negado, se apoyó en el respaldo y, tamborileando con sus regordetes dedos en el borde de la mesa, proyectó la mandíbula hacia delante como hacía siempre que quería dar la impresión de que se sumía en una profunda reflexión.

—Interesante —repuso—. Muy interesante.

—Sé que los incidentes se han producido a mucha distancia entre ellos —dijo Jalifa—. Como mínimo el monasterio está muy alejado de las dos casas de labranza.

—Cuarenta kilómetros, ¿verdad?

—Más bien treinta.

—¿Y los olivos murieron…?

—Hace tres o cuatro años. Sé que parece poco sólido, pero así y todo… Tres pozos de coptos envenenados y todos más o menos por la misma zona. Parece sugerir… se diría que hay algo…

No acabó la frase esperando que Hassani saliera con alguna objeción. Se limitó a quedarse en silencio, aún tamborileando, con la mandíbula prominente y las cejas —unas cejas pobladas, espesas, que se precipitaban una contra otra como un par de trenes que chocaran— se fruncieron reflejando la expectación. En el pasado, la costumbre del jefe de echar por tierra sus opiniones en el momento en que las expresaba había tranquilizado a Jalifa, indicándole que lo más probable es que fuese por buen camino. Aquel inquietante cambio de actitud, el silencio de Hassani, ahora le hacía pensar que tal vez había leído excesivamente entre líneas.

—Me pareció extraño —dijo, con un deje de duda en la voz—. Más que una coincidencia. El suministro de agua de Bir Hashfa, el pueblo más cercano a la casa de Attia, no ha quedado afectado. Solo los tres pozos coptos.

Hassani juntó las manos, ladeó ligeramente la cabeza y su rostro quedó enmarcado por una sombra rectangular de la pared, al lado del hueco que había dejado la foto de Hosni Mubarak. La habían descolgado en el momento en que vieron claro que el presidente había perdido la partida. A pesar de las apariencias, el jefe era de aquellos que se arriman al sol que más calienta.

—Por supuesto, en un sentido estricto, ninguno de estos lugares se encuentra en nuestra jurisdicción directa —dijo, después de un momento de silencio—. Deir el-Limoon seguro que no.

—Zeitun —lo corrigió Jalifa.

—Exacto. Pero vamos a dejarlo por el momento. —Hizo un gesto teatral con la mano como si apartara algo de delante—. Y dejemos también a un lado que el agua a veces se estropea sin intervención de nadie. Porque esto ocurre, ¿verdad? ¿Que se estropee sin que intervenga nadie?

Jalifa reconoció que se habían dado casos.

—Lo que sugiere usted es que alguien circula por el desierto oriental envenenando pozos coptos.

Jalifa asintió.

—Mejor dicho, que hace cuatro años envenenaron uno y que ahora, en los últimos meses, otros dos.

Jalifa volvió a asentir, con un poco menos de convicción.

—Sé que parece poco sólido —repitió.

Hassani sonrió y movió la cabeza como diciendo: «En absoluto». Su expresión se veía forzada y los ojos le delataron, pues decían: «Tienes toda la razón del mundo, es poco sólido».

—¿Y quién cree que pueden ser estos misteriosos envenenadores de aguas? —preguntó en un tono algo más alto, esforzándose en mostrarse razonable.

Jalifa cogió el tabaco. No abrió el paquete, se limitó a hacerlo girar con la mano.

—De entrada creí que tenía que ser alguien de Bir Hashfa —dijo—. Attia cree que ahí están los responsables. Pero ya que el monasterio está tan lejos… —Dio un par de vueltas al paquete en la mano—. Tal vez los Hermanos Musulmanes.

—¡En medio del desierto oriental! —Hassani levantó la voz pero la bajó enseguida consiguiendo controlarla—. Vamos, Jalifa… Yusuf… Los Hermanos son gente de ciudad. Ratas de barriada.

—Pues salafistas. Estos son de campo.

Hassani no parecía convencido, ni mucho menos.

—El caso es que alguien debe tener un interés religioso —dijo Jalifa—. No veo otra posible explicación. Si los únicos afectados hubieran sido Attia y su primo, podríamos hablar de algún resentimiento en la zona, o de alguna venganza familiar. Pero teniendo en cuenta el caso del monasterio, ¿por qué alguien iba a viajar cien kilómetros para llegar al quinto pino y envenenar el agua que utilizan cuatro monjes? Es fanatismo, no puede ser otra cosa. O esto o que hay algún bicho raro por ahí que disfruta envenenando pozos a voleo simplemente para fastidiar.

—O que las aguas se hayan estropeado sin intervención exterior y sea una coincidencia que pertenezcan a coptos.

Jalifa jugó un poco más con el paquete de tabaco y se lo metió de nuevo en el bolsillo sin sacar ningún cigarrillo. De pronto se sintió confuso. Ya no estaba seguro de su opinión.

—Tengo la sensación de que algo no encaja —murmuró sin convicción—. De que pasa algo y tenemos que examinarlo.

Pocas cosas fastidiaban tanto a Hassani como que alguien le hablara de una sensación. «Las mujeres y los maricones tienen sensaciones; los policías tienen pruebas», era una de las salidas despectivas que más le gustaba repetir. Esta vez tuvo el mérito de no recurrir a ella, si bien la tirantez de sus labios insinuaba que le habría encantado hacerlo. Pero se levantó y se acercó a la ventana.

Su despacho —el ático, como lo llamaban— estaba en la última planta de la comisaría y era un suntuoso recinto con suelo de mármol que quitaba prestancia a las personas y los objetos que se encontraran allí. En el momento en que se habían trasladado, seis meses atrás, sus ventanas ofrecían una vistas espectaculares sobre el Nilo y el macizo de Tebas, situado más allá. Esto era antes de que hubieran decidido añadir dos plantas al Ministerio del Interior. En aquellos momentos, al mirar hacia fuera, Hassani se encontraba con una pared de hormigón salpicada por una serie de aparatos de aire acondicionado. Quienes daban importancia a la estética probablemente se habrían quedado decepcionados. Hassani apenas se había fijado. Un paisaje bonito nunca había tenido mucho interés para él.

Contempló la panorámica sin vista, de espaldas a Jalifa, con las costuras de la chaqueta que parecían a punto de ceder bajo la presión de aquellos anchos hombros de luchador. Luego, haciendo crujir los nudillos, se volvió.

—Le seré sincero, Jalifa… Yusuf. No es el mejor momento para venirme con algo así. No digo que se haya equivocado al plantearlo ni que sus preocupaciones no sean legítimas. Lo que ocurre es que ahora mismo estamos ahogados de trabajo, solo nos faltaría el empujoncito de algún chalado religioso que nos llevara hasta el fondo.

Durante una fracción de segundo, sus ojos se arrugaron y bajó la cabeza intentando determinar si aquella metáfora encajaba con la cuestión. Le concedió el beneficio de la duda y dio un paso adelante, señalando con el pulgar por encima del hombro la ventana que tenía detrás.

—Este nuevo museo y centro de visitantes del Valle de los Reyes… La ceremonia de inauguración es para dentro de quince días, y créame, nos va a exigir muchos recursos. Muchísimos recursos. Tendremos aquí al ministro, al embajador estadounidense, al jefe de la empresa que ha subvencionado esta maldita historia. Tendré que trasladar a cuarenta y nueve dignatarios desde el aeropuerto hasta la ribera occidental y garantizar su seguridad desde el momento en que lleguen aquí. ¿Tiene usted idea de cuántos hombres hacen falta para cerrar y vallar todo el valle? ¡Cientos! Francotiradores, fuerzas especiales, policía, ejército…

Bajo el ojo derecho de Hassani empezaba a latir una venilla verde, una señal clara de que se estaba poniendo nervioso. Con un considerable esfuerzo de voluntad se controló, levantó y bajó los brazos como si quisiera parar un ataque de pánico y de indignación.

—Lo que estoy diciendo es que aguantamos una gran presión y que tal vez no sea el momento idóneo para abrir una investigación de cierta magnitud sobre la posibilidad de que un par de pozos que puedan encontrarse o no bajo nuestra jurisdicción hayan sido envenenados o no por alguien que puede ser o no un chiflado fundamentalista. ¿Entiende por dónde voy? En cualquier otro momento, tendría usted todo mi apoyo, pero ahora mismo…

Se interrumpió, levantó la mano y se hizo un suave masaje en la venilla que le había empezado a latir. Jalifa miró al suelo. En otra época, de haber tenido una sospecha sobre algo, se habría mantenido firme, habría discutido su punto de vista con Hassani hasta conseguir lo que quería. Aquel día no se vio capaz de reunir ni la energía ni la convicción para convencerle de que estaba en lo cierto. Quizá el jefe tenía razón. Quizá las aguas se habían estropeado por alguna razón natural y era pura coincidencia que sus dueños fueran coptos. Quizá la lástima que le inspiraba Attia le había nublado el juicio. Normalmente podía fiarse de su instinto, pero había llegado un momento en que ya no se fiaba de nada. No era la primera vez en aquellos últimos meses que pensaba que no era ni la mitad del detective que había sido. Ni un veinticinco por ciento del inspector que había sido.

—¿No podrían destinarse como mínimo un par de agentes a la propiedad de Attia? —preguntó, sacando de nuevo el paquete de tabaco y haciéndolo girar en la mano—. Tan solo para vigilar un poco.

Aquello pareció sorprender a Hassani; se habría dicho que esperaba que su subordinado plantara cara. Lo miró fijamente para ver si iba a pedirle algo más. Al ver que no, hizo un gesto de asentimiento, satisfecho, y se acercó a su mesa con paso firme.

—¿Por qué? —preguntó mientras se sentaba y juntaba las manos, más relajado que durante toda la conversación—. Vamos a poner tres para mayor seguridad.

—Creo que con dos bastaría.

—No, no —insistió Hassani, cordial y risueño tras comprobar que ya no le iba a pedir nada más—. Usted tiene sus preocupaciones y yo le escucho. Mandaremos a tres hombres a casa de Attia a que observen y cuando nos hayamos quitado de encima la historia del Valle de los Reyes reconsideraremos la situación. Si es que en realidad hay tal situación. Y si usted cree que hace falta reconsiderarlo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —murmuró Jalifa—. Gracias.

—Al contrario, gracias a usted. Ha sido muy acertado lo de planteármelo.

Sonrió con una expresión que en aquel rostro concreto parecía totalmente fuera de lugar, como si alguien la hubiera dibujado en broma.

—¿Algo más? —preguntó.

—No.

—¿Seguro?

—Seguro.

—Muy bien. Pues gracias por venir. Y buen trabajo.

No era tanto un cumplido como una despedida. Jalifa se levantó y se fue hacia la puerta con unas pisadas curiosamente sonoras en aquel suelo de mármol. Cuando ya estaba en el pasillo, Hassani lo llamó.

—Salude a Zubaidah de mi parte.

—Zenab.

—Exacto. Dígale que siempre la tenemos presente.

El jefe mantuvo la sonrisa unos segundos más y luego la abandonó, bajando la vista hasta la mesa.

Jalifa cerró la puerta y oyó que Hassani murmuraba: «Maldito soñador del carajo».

Como en los viejos tiempos. Curiosamente, aquello no le hizo sentir mejor.