EN la conversación que habían tenido la mañana anterior, Mordechai Yaron había propuesto subir a Jerusalén para hablar con Ben Roi, a fin de evitarle la molestia del desplazamiento de una hora hasta Tel Aviv. Ben Roi respondió que para él no era ningún problema. Jerusalén, al igual que una madre dominante, podía acercarse a su progenie de vez en cuando. En determinadas ocasiones uno necesitaba una escapada. Despejarse.
Eso es lo que hacía Ben Roi aquella mañana: salir de la ciudad por la serpenteante carretera 1, que bajaba por las colinas de Judea, hacia la llanura costera, con el cielo a modo de cúpula de un azul inmaculado, el aire cálido que le azotaba el brazo a través de la ventanilla abierta. No hacía mucho que los barrios periféricos de la ciudad se detenían bruscamente en Romema, pero en aquellos momentos parecían no tener fin, pues se extendían de modo inexorable por el paisaje como algas en perpetua expansión, asfixiando el mundo con el hormigón. Construcción y más construcción. Si la cosa seguía a este ritmo, no quedaría tierra sin edificar.
Hasta que no hubo pasado Mevaseret Zion, a diez kilómetros del centro, no empezaron a despegarse las casas y los bloques y no recuperaron su estado natural el campo y las colinas. Las pendientes rocosas con algún árbol aislado iban desplegándose a modo de suspiro de liberación. Ben Roi también respiró más a gusto. Pisó el acelerador y conectó con Kol Ha-Derekh, la voz de la carretera. Alicia Keys resonó en los altavoces. «Empire State of Mind». Ben Roi sonrió. Una de las canciones favoritas de Sarah.
Habían recuperado un poco la estabilidad después de la noche anterior, aunque evidentemente le había costado lo suyo volver a la lista blanca de Sarah, o al menos que lo borrara de la negra. Al final se quedó en su piso hasta pasada la medianoche poniendo a punto la habitación del bebé y aquella mañana había vuelto para darle los últimos retoques. Lo cierto era que el dormitorio había quedado precioso. Ella le había preparado blintzes para almorzar —la prueba del inicio del deshielo— y él no había vuelto a los artículos descubiertos el día anterior en la biblioteca.
Y aquello empezaba a obsesionarle, pues cuantas más vueltas le daba —y con once horas de lijado, pintura y colocación de estantes tuvo todo el tiempo del mundo para pensar— más intensa era la sensación de que, por alguna razón que aún no lograba entender, los temas de los artículos eran básicos para entender la historia del asesinato de Rivka Kleinberg. Oro, Egipto, minería, Barren Corporation. Eran elementos que iban girando en su cabeza como una combinación de una caja fuerte. Era cuestión de conseguir los números y el mecanismo se abriría de pronto. Pero si no se hacía con ellos no habría forma de entrar en la caja por muchos golpes que le diera.
Aunque se había producido un avance interesante. Muy interesante. Cuando todavía se encontraba en Jerusalén, impaciente en medio de un atasco de aquellos que suelen formarse en los semáforos de Sderot Ben Tsvi, había recibido una llamada de Dov Zisky. Los operadores del teléfono fijo, del móvil y del correo electrónico de Kleinberg le habían contestado. Al parecer, todos con la misma historia. No conseguían proporcionarle un desglose de las llamadas y mensajes de la víctima de los dos últimos trimestres, ya que tenían el historial en blanco. Antes de este período todo estaba registrado y especificado con normalidad. Sin embargo, desde principios de año se habían borrado los detalles de comunicación. Lo estaban estudiando, pero de momento solo podían pensar en un error informático de su parte —una coincidencia casi imposible: averías en tres operadores distintos y que la única clienta afectada fuera Rivka Kleinberg— o bien, algo más probable, que alguien hubiera pirateado en sus redes y hubiera manipulado las cuentas de ella.
—He hablado con un amigo mío —le había dicho Zisky— que trabaja en seguridad informática. Dice que las empresas de comunicación suelen estar al día en todo lo referente a protección de redes. Que no es tan fácil el pirateo. Es alguien que sabe cómo funcionan.
Aquello sacó inmediatamente a la luz dos posibilidades. En Israel, el delito informático, casi como cualquier otra parcela del crimen organizado, estaba bajo la batuta de la russkaya mafiya. La misma russkaya mafiya que, según Natan Tirat, su amigo periodista, había amenazado de muerte a Kleinberg unos años atrás. Y el grupo anticapitalista sobre el que había leído el día anterior en el Jerusalem Post. Nemesis Agenda al parecer también había llevado a cabo algún pirateo. ¿Coincidencia? ¿Conexión?
Había que investigar. Investigar mucho. Algo que tendría que esperar. Aquella mañana quería centrarse en el periodismo de Kleinberg. Hacía dos días que se había iniciado la investigación y ya estaba dando bandazos en un mar de información inconexa. Había llegado el momento de ocuparse de los detalles específicos. De situar cada uno de los hilos. Fijó el cuentakilómetros hasta 120 por hora mientras «Empire State of Mind» daba paso a un ritmo más apropiado para la conducción: «Sympathy for the Devil» de los Stones. Uno de sus temas preferidos. Jerusalén se redujo a la nada tras él y apareció ante sus ojos la verde extensión de la llanura costera. Resultaba agradable avanzar hacia el oeste.
El antiguo puerto palestino de Jaffa —Urs al-Bahr, la novia del mar— ocupa un promontorio que se alza en forma de coma a partir del extremo meridional de la costa de Tel Aviv. En otra época fue una ciudad independiente, pero hacía muchos años que había sido absorbida por la conurbación más amplia del norte y su población árabe empujaba hacia los barrios periféricos de Ajami y Jabaliya, mientras los nuevos propietarios israelíes se apoderaban de los deteriorados edificios otomanos y de la época del Mandato.
Las oficinas de Matzpun ha-Am se encontraban en uno de esos edificios, un destartalado bloque de dos plantas, en Rehov Olei Tsyon, en medio del mercado de Shuk ha-Pishpeshim.
Ben Roi llegó poco antes de las doce, aparcó en la esquina y colocó las placas de matrícula rojas de la policía para evitar que le pusieran una multa al Toyota. Pasó por entre la aglomeración multicolor de antigüedades, telas, chucherías y puestos de falafel hasta llegar a la puerta del edificio. Mordechai Yaron le abrió desde arriba.
—¿No ha tenido problemas para llegar? —gritó Yaron desde el rellano del primero mientras Ben Roi subía la escalera.
—Ninguno. He vivido en Tel Aviv y vengo a menudo. No ha cambiado.
—Los alquileres sí, se lo puedo asegurar. Lo que Irgún hizo a los árabes, los propietarios nos lo hacen a nosotros los inquilinos. Otra subida y todos nos quedaremos en la calle.
Ben Roi llegó al rellano y los dos hombres se estrecharon la mano. El director de la revista, chaparro y algo calvo con orejas de soplillo, frente alta, abovedada y unos mechones blancos por encima, tenía un gran parecido con David Ben Gurión. O lo hubiera tenido de no ser por la indumentaria: sandalias, pantalón corto holgado y camiseta de Gush Shalom. Un hippy entrado en años y no un padre fundador.
—¿Le apetece un café? —le preguntó llevándole hasta la oficina—. ¿O algo más contundente?
—El café está bien.
Yaron le indicó que se sentara en un sillón y se dispuso a poner en marcha el hervidor. El recinto olía a humo de pipa rancio y estaba atestado: suelo entarimado, escritorio, estanterías y una antigua fotocopiadora en una esquina. La ventana, abierta, daba a la parte norte, hacia el estadio de fútbol de Bloomfield y los rascacielos del centro de Tel Aviv; en las paredes se veían carteles enmarcados de, entre otras cuestiones, una manifestación de Hadash, una concentración de apoyo a Mordechai Vanunu y una representación de la obra Hametz de Shmuel Hasfari.
—Ha salido en todos los periódicos —comentó Yaron mientras ponía una cucharada de café en una taza, dando la espalda a Ben Roi—. En páginas interiores, claro. Uno pensaría que el asesinato de una de las mejores periodistas del país iba a ocupar las portadas, pero al parecer es más importante la vida sexual del alcalde de Jerusalén.
Ben Roi no había visto la prensa. Al parecer había sido infundado el temor al delirio mediático. Al menos de momento.
—El obituario de Ha’aretz fue muy correcto —añadió el hombre—. Era lo mínimo que podían hacer dado el número de exclusivas que les ofreció. Pobre Rivka. Ha sido algo terrible. Aún me cuesta creerlo. —Suspiró, moviendo la cabeza—. Era una buena persona. No de trato fácil, pero buena persona. Y una periodista cojonuda. Zikhrona livrakba.
Empezó a hervir el agua —seguro que la había puesto caliente, pues el hervidor no llevaba ni un minuto enchufado— y Yaron llenó la taza.
—Lo siento, pero no tengo leche.
—¿Azúcar?
—Eso sí.
—Dos, por favor.
Yaron añadió un par de cucharadas de azúcar al café y pasó la taza a Ben Roi, junto con un ejemplar de Matzpun ha-Am.
—La edición de este mes —dijo—. Para que se haga una idea de lo que hacemos. Hay un artículo de Rivka sobre el desmoronamiento de la izquierda israelí. No encontrará un análisis mejor sobre la razón por la que este país está políticamente jodido.
Fue a sentarse a su escritorio. Ben Roi miró la portada de la revista: un esquema del mapa de Israel trazado de modo que el país parecía un embudo, con la salida en su punto más meridional. Un revoltijo de palabras —Laboristas, Meretz, Paz Ahora, Pluralismo, Tolerancia, Democracia, Cordura— iban deslizándose a través del nudo hacia un gran cubo de basura. El titular rezaba: «La esperanza va hacia el sur».
—Una buena imagen, ¿no cree? Yo mismo la diseñé.
—Es ciertamente… provocadora.
—¿Le interesa la política?
Ben Roi se encogió de hombros. A veces le interesaba, a veces no. Sin duda aquel día no. El director de la revista le leyó el pensamiento y no siguió adelante.
—La izquierda ha muerto —se limitó a decir—. Está muerta desde que invitamos a un millón de malditos rusos a la aliya. Han llevado este país tan a la derecha que incluso diría que Ze’ev Jabotinsky se está revolviendo en su tumba.
Hizo chasquear la lengua, cogió una pipa y empezó a llenarla con tabaco que guardaba en una arrugada bolsa de cuero.
—Pero esto no es lo que nos ocupa. Dígame, por favor, en qué puedo ayudarle.
Ben Roi tomó un sorbo de café que le pareció que sabía a agua de fregar los platos endulzada y dio la vuelta al asiento para mirar directamente a Yaron.
—Quisiera que me hablara del periodismo de Kleinberg —empezó, dejando la revista en el suelo y hojeando el bloc de notas—. Ayer, cuando hablamos, me dijo que escribía algo sobre prostitución.
—Prostitución forzosa —le corrigió Yaron—. Tráfico de sexo. Es distinto. Aunque conozco a muchos que mantendrían que toda la prostitución se ejerce bajo coacción, evidentemente desde el punto de vista económico.
—¿Conoce algún detalle? —preguntó Ben Roi—. ¿Qué escribía exactamente?
—Pues la idea básica era la de utilizar el tráfico para adentrarse en una polémica más amplia —respondió Yaron, mientras metía más tabaco en la cazoleta de la pipa y lo apretaba con el pulgar—. Lo del estado de la nación, la esclavitud sexual como metáfora de la desintegración moral de la sociedad israelí. Pero Rivka era Rivka, pronto lo abandonó. Cogió el mechero, lo encendió y lo pasó por encima del tabaco mientras con los labios soltaba una especie de chasquido al dar vida a la pipa, momento en que su rostro quedó desdibujado tras una especie de velo de humo azul grisáceo.
—De entrada decidió que iba a concentrarse más en la parte del interés humano —dijo—. Dejar el contexto sociopolítico más amplio y polarizar la cuestión en las propias chicas. Proporcionarles voz. Que fueran ellas quienes contaran sus propias historias. Luego empezó a cambiar, a inclinarse por los mecanismos del tráfico: cómo está organizado, cómo trasladan a las mujeres, quién lleva el sector. En principio iba a ser un artículo de mil palabras, pero se fue ampliando, ampliando y el plazo de entrega, alargándose.
Movió la cabeza y con un gesto disipó el humo.
—Típico de Rivka. Recuerdo que cuando empezó la carrera, cuando trabajábamos juntos en una pequeña revista de arte en Haifa (así nos conocimos, por casualidad, en los setenta) le encargaron un artículo sobre las tejedoras drusas. Acabó con cuatro mil palabras sobre Golda Meir y la traición al feminismo judío.
Sonrió y dio una calada a la pipa.
—Ella era así. Siempre se salía por la tangente. Y de tangente en tangente. Una idea llevaba a otra y podía acabar con un artículo que se retrasaba semanas y ya no tenía nada que ver con el original. Por eso en Ha’aretz se la quitaron de encima.
—Uno de mis contactos me dijo que había sido porque le dio un poco… —Ben Roi consultó las notas que llevaba, buscando la palabra precisa de Tirat—… la paranoia conspirativa.
Yaron resopló.
—Tal como va el país, no iba desencaminada. Por la experiencia que tengo, cuando Rivka veía humo, el fuego no solía estar muy lejos.
Echó la cabeza hacia atrás, frunció los labios y proyectó una voluta de humo poco perfilada. Afuera, alguien gritaba «¡Shka-dim! ¡Almendras!» una y otra vez, un vendedor que intentaba atraer la clientela.
—Era una mujer difícil —dijo Yaron después de una pausa—. Y a medida que se hacía mayor, más todavía. A veces llegaba a exasperarte, sobre todo si tenías que preparar sus textos. Pero era una periodista cojonuda. Lo único, que había que saberla llevar. Y eso básicamente significaba dejarla hacer y tocar madera hasta que llegaba con el artículo. Y en honor a la verdad, siempre lo había hecho.
—Y usted no conoce los detalles —insistió Ben Roi, repitiendo lo que le había dicho hacía un momento, volviendo la conversación hacia el artículo de Kleinberg. ¿Qué escribía exactamente? ¿Con quién hablaba?
—Sé que había hecho unas entrevistas en Petaj Tikva. Allí hay un refugio para mujeres víctimas del tráfico. El único de este tipo de todo el país, o eso parece. Aparte de esto… —Se encogió de hombros—. Tal como le he dicho, yo solía dejarla hacer.
—¿Conoce el nombre del refugio?
—Hofesh, creo. Sí, Hofesh. El refugio de la libertad.
Ben Roi tomó nota.
—¿Dio a entender Kleinberg que había recibido amenazas a raíz de este artículo? ¿Que se encontraba en peligro?
—A mí nunca me habló de ello —dijo Yaron—. Pero claro, a mí no me contaba mucho. Intentaba no soltar prenda.
—¿Recibió alguna amenaza?
Yaron soltó un resoplido.
—Probablemente las habría recibido si alguien se hubiera molestado en leer la revista. Antes de que dispararan contra Rabin vendíamos ciento ochenta mil ejemplares al mes. Ahora hemos bajado hasta dos mil. No la colocamos ni regalada. Ya no interesa a nadie. Descanse en paz la izquierda. Descanse en paz todo el puto país.
Aspiró profundamente el humo de la pipa y soltó unas melancólicas filigranas desde las comisuras de los labios. En el exterior, los gritos del vendedor de almendras tenían el acompañamiento de los que vendían uvas y dátiles: «¡Anavim Tamar!». Ben Roi dio un trago de café; a medida que se lo iba tomando le parecía menos malo.
—¿Cuándo vio por última vez a Kleinberg? —le preguntó.
—La vi hará unas seis semanas. Vino a Tel Aviv y comimos juntos. En un pequeño restaurante palestino en Dakar. Un sitio estupendo. Y hablé con ella por última vez hace ocho días, cuando me llamó para ampliar otra vez la fecha límite. Me dijo que había descubierto algo interesante y necesitaba un poco más de tiempo para trabajarlo.
Ben Roi entrecerró los ojos.
—¿Dijo de qué se trataba?
—En general, cuando Rivka hablaba de haber descubierto algo interesante lo que quería decir en realidad era: «Estoy dando un giro de ciento ochenta grados al artículo». La habría interrogado más sobre el tema, pero nuestra hija se había puesto de parto y tenía otras cosas en la cabeza. Por supuesto, de haber sabido que era la última vez que hablaba con ella le habría prestado más atención.
Soltó un suspiro, levantó el mechero y empezó a pasar de nuevo la llama por encima de la cazoleta. Ben Roi echó un vistazo a sus notas. Pensaba en los artículos de periódico que Kleinberg había revisado seis días antes de morir. Aquellos iban en una dirección distinta.
—¿Le dice algo la palabra Vosgi? —preguntó—. Es oro en armenio.
Yaron reflexionó y luego movió la cabeza.
—¿Barren Corporation?
—El nombre me suena. Una multinacional estadounidense, ¿verdad?
—Al parecer, Kleinberg estaba interesada en ella. En la mina de oro que gestionan en Rumania.
Yaron levantó las cejas. Estaba claro que era algo nuevo para él.
—¿Mencionó algo sobre oro o minería de oro?
—Que yo recuerde, no.
—¿Y sobre Egipto? La noche en que murió iba a coger un avión para Alejandría con billete de vuelta incluido.
El director de la revista se mostró de nuevo sorprendido.
—A mí no me citó nada de esto. Hace un tiempo escribió algo sobre los túneles de contrabando… ya me entiende, los palestinos que se saltan el bloqueo de Gaza y pasan provisiones desde el Sinaí. Pero de esto hace más de un año.
—¿Podía haber ido allí de vacaciones?
—¿Rivka? ¿A Egipto? Lo dudo mucho. No era de las que se tomaban vacaciones. Por otra parte, nunca tenía dinero.
Ben Roi dio unos golpecitos con el boli en el bloc.
—¿Samuel Pinsker? —tanteó—. ¿Ha oído hablar de él?
—He oído hablar de León Pinsker. ¿El sionista del siglo XIX?
—Samuel Pinsker. Ingeniero de minas británico.
—No lo conozco.
—¿La comunidad armenia? ¿Habló alguna vez de ella?
—No.
—¿El barrio armenio? ¿La catedral de San Jaime?
—No y no.
—¿Y qué me dice del movimiento anticapitalista? ¿Le interesaba?
Yaron lo miró con la típica expresión de «¿Me lo pregunta en serio?».
—Pues claro que le interesaba. Nos interesa a todos. El capitalismo ha jodido al mundo. ¿Cómo no puede ser uno contrario a un sistema que deja a quinientos millones de personas con menos de dos dólares al día y concentra el ochenta y cinco por ciento de la riqueza mundial…?
—¿La Nemesis Agenda? —lo interrumpió Ben Roi, para evitar verse arrastrado hacia una disertación política—. ¿Ha surgido en alguna ocasión este nombre? Es un grupo anticapitalista que se dedica a asaltar oficinas, a piratear…
—Ordenadores —dijo el otro, interrumpiendo ahora a Ben Roi—. Sí, los conozco. —Se calló un momento examinando la pipa y añadió—: Efectivamente, el nombre surgió.
Ben Roi se echó hacia delante. Por fin algo sólido.
—¿Hace poco?
Yaron movió la cabeza.
—Hace un par de años o tres, cuando Rivka empezó a trabajar con nosotros. Habló de escribir un artículo sobre ellos. Dijo que tenía modo de entrarles, que podía conseguir una entrevista con uno de ellos. Lo que habría sido realmente una primicia, ya que si no me equivoco nunca han hablado con la prensa.
Descansó un momento y luego se inclinó y tecleó algo en el portátil Toshiba que tenía al lado, en la mesa. Aquellos dedos regordetes, arrugados, repiqueteaban el teclado con insólita rapidez y destreza. Cuando terminó, dio la vuelta a la pantalla y pidió a Ben Roi que se acercara.
—Una gente interesante —dijo mientras el inspector se levantaba para ir a verlo—. Digamos que es el extremismo de la típica web de denuncia. Wikileaks con amenazas. Realmente producen impacto. Parece ser que las multinacionales se cagan de miedo.
Ben Roi apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia la pantalla. Vio la página inicial de www.thenemesisagenda.org. Lo funcional estaba por encima del diseño y en la parte superior se leía: «Nemesis Agenda trabaja para sacar a la luz los delitos del capitalismo mundial». La A de «Agenda» estaba trabajada y recordaba una calavera. Incluían una dirección de correo electrónico —tellus@nemesisagenda—, una barra de menú con opciones como «Objetivos, Archivo, Vídeo, Noticias, Actuación, ¿Quiénes somos?», así como una serie de imágenes en blanco y negro de paisajes devastados, niños demacrados, cuerpos mutilados y mujeres que lloraban. Dominaba en el centro de la página un reproductor de vídeo, congelado en la imagen del rostro calvo, hinchado, de un hombre con un albornoz manchado de sangre. Su título: «La confesión en Congo de Semblaire».
Ben Roi echó un vistazo a todo y situó el cursor en «¿Quiénes somos?» y clicó. Se cargó una página nueva, que solo contenía cuatro palabras: «¿No te interesaría saber…?». Tuvo el tiempo justo de leerlas antes de que las letras de la frase ardieran en llamas. Se oyó un fuerte sonido de chisporroteo, la pantalla cambió a un rojo encendido y de pronto volvió a la página inicial. Apartó la vista. Vio los ojos de Yaron que brillaban con aire malicioso.
—«Los tiempos están cambiando» —dijo con una risita—. En mi época, quien quería protestar se iba a una manifestación o se dedicaba a repartir panfletos. Algunos organizaban sentadas o, cuando la furia era mayor, pintaban con esprays. Estos de aquí son más parecidos al Mosad. Se descuelgan en las oficinas, piratean los ordenadores, interrogan a los directivos a punta de pistola, filman las escenas y las cuelgan en la red. Radicalismo del siglo XXI.
Dejó la pipa en un cenicero y se apoyó en el respaldo del asiento.
—Y bien que hacen. Estas multinacionales se salen con la suya cometiendo asesinatos. Así, tal cual. Roban, explotan, hacen vertidos, contaminan, estafan, evaden impuestos, se arriman a algunos de los regímenes más grotescos del planeta. No dejarían de hacer nada con tal de sacar provecho, ningún abuso les parece demasiado inmoral, ningún engaño excesivamente vergonzoso. Y como en general actúan en países demasiado débiles, pobres o corruptos para plantarles cara, nunca les hacen rendir cuentas. Pero sus sucios secretos salen a la luz en internet. —Señaló el portátil—. La red, aparte de ser la gran democratizadora de nuestra época, es el gran tribunal de justicia. El pueblo consigue la información, que se convierte en… ¿Cuál sería la palabra?… ¿Virulenta?
—Vírica.
—Exactamente. De pronto el mundo entero conoce lo que están haciendo y todo explota. Asaltan sus oficinas, asedian a sus directivos, otros piratas informáticos se dirigen a sus sistemas, su imagen empieza una caída libre, el precio de sus acciones se derrumba… —Asintió con aire satisfecho—. Nunca ha sido lo mío dirigir a las masas, pero uno no puede por menos de alegrarse del mal ajeno cuando ve que a esos hijos de puta se les paga con la misma moneda. El nombre lo dice todo: Nemesis, la diosa de la venganza. Eche un vistazo a su página. Habla por sí sola.
Recuperó la pipa y, aspirando, le devolvió la vida. Ben Roi había fijado la vista en el rostro hinchado del hombre del vídeo y se preguntaba qué demonios tenía que ver todo aquello con el asesinato de Rivka Kleinberg.
—¿Es israelí este grupo? —preguntó.
—Tengo entendido que cuentan con distintas células en diferentes países. Así suele trabajar este tipo de organización: son más colectivos sueltos que una entidad única y homogénea. Sinceramente, apenas conozco nada de ellos. Y no creo que nadie disponga de mucha información. Por eso fue la bomba conseguir una entrevista. Mejor dicho, lo habría sido de haberse realizado.
—¿No se hizo?
—El contacto de Rivka se echó atrás en el último momento. Al parecer, todo estaba organizado, pero cuando acudió ella a la entrevista… —Hizo un gesto de cortar con los dedos—. Debo confesar que en parte me pregunté si era cierto que tenía un contacto. En realidad esta gente de Nemesis nunca ha hablado con nadie, ¿por qué de pronto iban a decidir abrirse a alguien con una publicación de tan poca tirada como la nuestra…?
Soltó otro aro de humo y cruzó los brazos.
—Ella no lo hubiera admitido, pero el despido de Ha’aretz le supuso un duro golpe, le minó la confianza. Me pasó por la mente que tal vez lo que intentaba… no sé… era demostrar que podía. Que era capaz de conseguir grandes reportajes. A mí no tenía que demostrarme nada, pero quizá necesitaba convencerse… —Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? Puede que no sea justo. En realidad no lo proclamó a bombo y platillo. Simplemente dijo que tenía el modo de entrar en ellos, que podía hacer hablar a uno, pero cuando fue a Mitzpe Ramon para la entrevista…
La atención de Ben Roi se había dispersado un poco. A la mención de Mitzpe Ramon su cabeza pegó una sacudida. El destino del billete de autobús que había utilizado Kleinberg cuatro días antes de que la asesinaran. Por primera vez desde que había llegado empezó a notar la subida de la adrenalina. Aquella subida que notaba siempre que creía que había algo a la vista.
—¿Sabe quién era ese contacto? —preguntó, inclinándose hacia delante sobre la mesa.
—Me parece recordar que Rivka dijo que era alguna vieja amistad —respondió Yaron, demostrando sorpresa en la mirada ante la súbita perentoriedad en la voz de Ben Roi—. Aparte de esto… —Hizo un gesto de impotencia—. Rivka protegía mucho sus fuentes. Todo lo que sé es que hizo el gran esfuerzo de bajar al Néguev y el contacto le dijo que habían decidido no conceder la entrevista. Aquí se acabó la historia.
La cabeza de Ben Roi seguía un movimiento vibratorio como una centralita que intentara establecer contactos.
—¿Mencionó Kleinberg hace poco a esa persona?
—A mí no me habló de ella. ¿Por qué?
Ben Roi le habló del billete de autobús. Yaron no pudo proporcionarle más explicación.
—¿Alguna idea de por qué habría querido establecer de nuevo contacto con ellos?
—No, ninguna.
—¿Conocía a alguien más en Mitzpe Ramon?
—Quién sabe. No creo. Pero a mí no me lo contaba todo.
—¿Y Nemesis Agenda? ¿Volvió a salir?
Yaron lo negó con la cabeza.
—¿Comentó algo de un asalto del grupo a unas oficinas en Tel Aviv?
Otro gesto negativo.
—¿Barren Corporation?
Otro.
Ben Roi iba apretando y apretando, dio la vuelta a toda la cuestión intentando encontrarle el truco. El director de la revista no pudo añadir nada más a lo que le había dicho y por fin Ben Roi se vio obligado a abandonar. Era importante, lo intuía, otro elemento crucial para descifrar el código del enigma del asesinato de Rivka Kleinberg. Por desgracia, al igual que los demás elementos cruciales surgidos hasta entonces, no lo llevó más cerca de la comprensión, por no hablar ya de la resolución del caso. Al contrario, parecía añadir más complejidad a un algoritmo ya endemoniadamente complicado. Tres años antes, Rivka Kleinberg se había interesado por Nemesis Agenda. Luego, unos días antes de que la asesinaran, el grupo había aparecido de nuevo en su radar. Aquello era prácticamente todo lo que había captado. Realmente no mucho.
Los dos hombres siguieron hablando media hora más, pero no surgió ya nada de clara utilidad y finalmente Ben Roi decidió abandonar y puso punto final a la entrevista. Yaron volvió a internet y buscó el número del Refugio Hofesh. Luego metió media docena de ejemplares de su revista en una bolsa de plástico, se la entregó a Ben Roi y lo acompañó hasta la calle.
—Es curioso —dijo Yaron mientras bajaban la escalera—, pero hablando con usted me he dado cuenta de lo poco que conocía a Rivka. Una amistad de cuarenta años y existen parcelas de su vida que desconozco totalmente. Mantenía las cosas muy compartimentadas. Dividió su mundo en cajas distintas y las mantenía separadas. Yo estaba en la del periodismo y la política. Si le interesa saber lo que pensaba sobre los Acuerdos de Oslo, Kadima, Peres, Netanyahu… yo se lo puedo decir. Pero hay otra faceta de ella a la que nunca accedí. Con el tiempo que hacía que la conocía, nunca estuve en su casa. —Movió la cabeza—. Tal vez no fuera un amigo tan íntimo como pensaba.
Al llegar abajo, Yaron le abrió la puerta de la calle.
—Si le interesa suscribirse, le haré un buen precio.
—Me pondré en contacto con usted —dijo Ben Roi—, en cuanto sepa algo más…
—Por supuesto, por supuesto. No pretendía convertirlo. Simplemente un compromiso. En este país ya nadie se compromete en nada. Es como si hubiéramos perdido la voluntad de pensar.
Se estrecharon la mano y Ben Roi salió a la calle. Ya se iba cuando Yaron le sujetó el brazo.
—Rivka era una buena persona, inspector. Según su estado de ánimo, a veces era un caso, pero en el fondo era muy buena persona. Para ella la justicia era muy importante, ponerse al lado de los desvalidos, ayudar a quienes tenían problemas. Te podía decir de todo si le cambiabas una palabra de un artículo, pero luego daba todo lo que llevaba encima al primer pedigüeño adicto al crack que encontraba en la calle. Sentía una empatía instintiva por los que sufrían. Probablemente porque ella también lo pasaba mal. Se preocupaba. Se preocupaba de verdad. Por favor, haga lo que pueda por ella.
Miró a los ojos de Ben Roi y luego, con un gesto de asentimiento, le soltó el brazo y entró de nuevo en el edificio. Ben Roi empezó a andar. Siguió durante cien metros y tiró las revistas en una papelera. El compromiso tendría que esperar. Quedaba un asesinato por resolver.