Luxor

LA nueva comisaría de policía de El-Awamaia, con su impresionante fachada en celosía y su tenebroso vestíbulo con suelo de mármol, era un edificio de lo más feo que uno pueda imaginar con ínfulas de grandeza arquitectónica.

Los habitantes de Luxor la llamaban El-bandar, «el centro».

Quienes trabajaban allí le habían sacado nombres distintos, como la mezquita, el castillo, el pastel de bodas y el capricho de Hassani.

Después de su día de descanso, el domingo por la mañana Jalifa empujó las polvorientas puertas de cristal de la entrada, saludó con la cabeza al sargento del vestíbulo y subió a su despacho, situado en la cuarta planta. En la comisaría de antes siempre procuraba estar en su mesa como mínimo a las ocho de la mañana. Por más defectos que pudiera haberle encontrado Hassani, jamás le había reprochado un retraso. Después del traslado ya no era tan meticuloso. No solía llegar antes de las nueve, y aquella mañana estaban a punto de dar las diez cuando entraba en la oficina.

—Buenas tardes —le dijo Ibrahim Fathi, el inspector con el que compartía estancia. El-homaar, como le llamaba todo el mundo: el asno.

Jalifa hizo caso omiso del sarcasmo y se sentó frente a la mesa. Puso en marcha el ordenador y encendió un Cleopatra.

—¿Algún mensaje?

—A mí no me han dejado ninguno —respondió Fathi, sacando un peine, que se pasó luego por el pelo engominado.

—¿Ha llegado Sariya?

—Ha venido y se ha marchado. Otra lancha a la que han extraído el combustible. La tercera esta semana. Se ha ido a la Cornisa a hablar con el dueño.

Jalifa soltó una bocanada de humo. No hacía falta que él se desplazara al río: Sariya era más que capaz de solucionarlo solo. Por consiguiente hizo una rápida llamada a casa —había salido hacía tan solo diez minutos, pero quería mantener el contacto, comprobar que Zenab estaba bien— y empezó a revisar los expedientes que tenía en la mesa. El apuñalamiento en el club del Tutotel llegaría a juicio en un par de semanas, pero él ya había presentado su informe y no le quedaba más que personarse en el juzgado para ofrecer sus pruebas. La cuestión del tráfico de drogas en el zoco necesitaba un nuevo examen, por lo que en algún momento iba a pasar por Karnak a comprobar los informes que le habían llegado de unos ladrones del almacén de talatat. Tiempo atrás habría ido allí sin pensarlo. Aquella mañana decidió que podía esperar. Y el zoco también. Como le ocurría a menudo últimamente, no estaba de humor. Pensó en llamar a Demiana Barakat y retomar la conversación de dos días antes, aunque, pensándolo bien, caso de haberse enterado de algo, habría llamado ella, de modo que decidió dejarlo. Siguió hojeando las notas con una mano mientras con la otra se conectaba a uno de los chats que visitaba últimamente. En realidad, él no chateaba —era demasiado tímido incluso para hacerlo con un nombre supuesto—, más bien leía lo que decían otros, gente que estaba pasando lo mismo que él. Ayudaba un poco a saber que no estaba solo.

Una vez cargada la página, se inclinó hacia delante dispuesto a leer. En aquel momento sonó su móvil. Vaya… Demiana.

Sabah el-khir, sahbitee —dijo, con la vista aún clavada en la pantalla—. Ahora mismo pensaba en llamarte. ¿Cómo estás?

—Muy bien —respondió ella—. Oye, me voy enseguida a la iglesia, de modo que seré breve. Quería darte una información que igual es importante para lo que hablamos anteayer.

Jalifa echó una última ojeada a la página que tenía delante —otro mensaje de Gemal, de Islamiya, quien después de dos años aún luchaba por aceptar la pérdida de su esposa— y luego apartó la vista para centrar la atención en su amiga.

—Adelante —dijo.

—Después de nuestra conversación hice correr la voz para ver si alguien tenía noticia de algún incidente como los que me contaste —prosiguió ella—. Me refiero a aguas envenenadas, personas a las que echan de sus casas. Nadie sabía nada. Al menos en la zona de la que me hablaste. Pero esta mañana, charlando con Marcos, nuestro librero, me ha comentado algo parecido. Ocurrió hace mucho, en un lugar completamente distinto, o sea que es probable que no tenga nada que ver, pero he pensado que valía la pena contártelo.

—Sigue.

—¿Has oído hablar de Deir el-Zeitun?

Jalifa no lo situaba.

—Es un monasterio, un lugar minúsculo en medio del desierto oriental. Casi no hay nada allí, un par de edificios, un pozo artesiano y un antiguo olivar, que da nombre al monasterio. Cuentan que fue el propio san Pacomio quien lo plantó, lo que es más que probable que sea una ilusión, si tenemos en cuenta que es un santo del siglo IV. Los olivos eran realmente viejos, eso sí, algunos siglos ya tendrían. En fin, hace unos tres o cuatro años murieron todos de repente. No quedó ni uno. Lo mismo ocurrió con el huerto del monasterio. Las plantas empezaron a marchitarse y se secaron.

Se oyó un sonoro ruido de mascar procedente del otro lado del despacho, cuando Ibrahim Fathi se metió en la boca un puñado de torshi de la bolsa que al parecer siempre tenía en la mesa. Jalifa se volvió en su sillón intentando alejarse del carrasqueo.

—¿Regaban el olivar con agua del pozo? —preguntó.

Demiana respondió con un afirmativo «ajá».

—Y el huerto también —añadió—. Los monjes no resultaron afectados porque el agua que beben les llega en un camión cisterna. Solo cayeron los árboles y las verduras.

Jalifa reflexionó. Luego apagó el cigarrillo, se levantó y se acercó al gran mapa de la pared, detrás de la mesa de Ibrahim Fathi. El desierto oriental se veía como una extensión sin nada de un amarillo pálido encajonada entre el mar Rojo y el delgado arco verde del valle del Nilo. Las carreteras lo cruzaban de oeste a este como travesaños de escalera, pero aparte de esto no se veía nada más. Solo arena, rocas y montañas.

—¿Dónde está exactamente ese monasterio? —preguntó.

—Aproximadamente a mitad de camino entre Luxor y Abu Dahab, en la costa. Un poco al oeste del Gebel el-Shalul.

Jalifa trazó una línea con el dedo en el papel y situó el gebel. En el mapa no figuraba el monasterio, pero era normal, ya que era un sitio muy pequeño. Siguió moviendo el dedo hacia el oeste y encontró Bir Hashfa, la población cercana a la casa de Attia. Esta estaba por lo menos a cuarenta kilómetros de allí, lo que hizo pensar a Jalifa que era muy difícil que existiera una relación entre los incidentes. Aun así, aun así…

—¿Los monjes siguen allí? —preguntó.

—Se trasladaron. Al parecer existía una leyenda según la cual el monasterio solo podía seguir allí mientras vivieran los olivos. Cuando murió el olivar, lo empaquetaron todo y abandonaron el lugar. En realidad, quedaban muy pocos.

—¿Habían tenido algún problema antes?

Que ella supiera, no.

—¿Habrían recibido algún tipo de amenaza?

—Si aquello está en el quinto pino. Casi nadie sabe dónde está. Para muchos es como si estuviera en la luna.

—¿Y no has oído nada más sobre la zona?

—En realidad no creo que haya nada más en esta zona. Ya te he dicho que está en el quinto pino.

Jalifa oyó murmullos de fondo.

—Lo siento, Yusuf, pero el servicio está a punto de empezar y tengo que irme.

—Tranquila. Gracias por la información. Si te enteras de algo más…

Colgó. Jalifa siguió con la vista fija en el mapa, observando el rectángulo de desierto que se abría entre las carreteras 29 y 212, y después volvió a su mesa. El agua de Attia, el primo de Attia y ahora Deir el-Zeitun. Tres fuentes de agua envenenadas, y todos eran coptos. Uno podía ser mala suerte, dos tal vez también, pero tres… A pesar de que hubiera tanta distancia entre ellos, aquello insinuaba una pauta. Encendió otro cigarrillo y volvió la vista hacia la pantalla del ordenador. Abdul-hassan43, otro asiduo del chat, había colgado una serie de versículos del Sagrado Corán. Y también un poema en el que se decía que llorar no debía avergonzarnos. Leyó un fragmento, abandonó la página, cogió el teléfono y marcó la extensión de Hassani.

Al otro lado del despacho volvió a resonar el carrasqueo, pues Ibrahim Fathi se había metido en la boca otro puñado de torshi.