Houston, Texas

WILLIAM Barren miraba fijamente la mesa de la sala de juntas —una especie de pista de arce brillante como un espejo— pensando que ojalá no hubiera esnifado una raya tan consistente de coca antes de ir a la reunión.

En realidad se la había preparado más bien escasa: una fina línea de un par de centímetros del mejor material boliviano impecablemente perfilada con el canto de la American Express negra. Un pequeño estimulante para mantenerse alerta tras una noche intensa. (¿Por qué tenían que celebrar siempre las reuniones del consejo en sábado?).

Pero en cuanto hubo dispuesto mejor la raya, allí sentado a la mesa de su despacho, como un escuálido gusano, le pareció tan poca cosa, tan poco adecuada para las cuatro horas de tedio que le esperaban en la empresa que, en lugar de esnifar, abrió de nuevo la papelina, dejó caer otro montoncito de polvo cristalino, que fue aplanando con el extremo de la American Express, y así engrosó la raya que tenía ya a punto. Aquello también le pareció insuficiente. Acabó rebañando todo lo que quedaba en el papel —casi la tercera parte de un gramo— y lo juntó hasta conseguir una hilera del tamaño de su meñique. Se lo ventiló de una única esnifada, ayudándose con el tubito para coca que le habían fabricado especialmente para este menester. Lamió el papel, pasó el brazo por la mesa para eliminar de ella toda prueba, se fue hasta el ascensor y subió a la sala de juntas con la sensación de haber pillado el punto.

Al cabo de veinte minutos, sin embargo, ya se arrepentía de lo que había hecho. Le palpitaba el corazón, no podía evitar que le rechinaran los dientes y las ideas le circulaban de una forma tan atropellada en la cabeza, a una velocidad de vértigo y desde todas las direcciones posibles, que le resultaba imposible atrapar una sola. Así pues, se limitó a sentarse en la presidencia de la mesa; movía la pierna sin parar y hacía necias muecas mientras el resto de miembros del consejo soltaban parrafadas sobre compras en punto muerto, reestructuración de fondos en paraísos fiscales y licitaciones de yacimientos de gas en Egipto, algo que, de conseguirse, eclipsaría todo lo que hubiera podido alcanzar hasta la fecha la empresa y la situaría al lado de los Cargill en la lista Forbes.

Lo despreciaban, él lo sabía. Todos, en especial Mark Roberts, el presidente. Consideraban que era una vergüenza. Un don nadie. Alguien que no era de los suyos. Si asistía a la junta era por ser bisnieto del venerado Joe Barren, cuya minúscula concesión en minería de oro en la Sierra Nevada había llevado a la creación de un imperio con un valor de centenares de miles de millones de dólares, Barren Corporation. Joe, un hombre humilde, temeroso de Dios, abstemio —nacido, según la leyenda familiar, en una cabaña de madera—, nunca hubiera imaginado que al cabo de tres generaciones su pequeño negocio se dispararía hasta convertirse en un gigante de la minería y la petroquímica con intereses en los seis continentes y línea directa con la Casa Blanca. Pero tampoco habría soñado nunca que su bisnieto presidiría la sala de juntas de la empresa colocado hasta las cejas de farlopa, después de haber pasado la noche revolcándose con un par de furcias, madre e hija, celebrando que se había librado de otro marrón por conducir borracho (conducir borracho… y a saber qué más).

En efecto, lo despreciaban. Mark Roberts, Jim Slane, Hilary Rickham, Andy Rogerson. William paseó la mirada por la mesa y notó la desaprobación en los ojos de los doce miembros del consejo sentados allí. Y la sintió aún más al mirar la pantalla de la videoconferencia en la que la cabeza abotargada y canosa de su padre planeaba suspendida en el aire como una especie de abejorro.

Si bien Joe Barren había creado la empresa y su hijo George se había ocupado de ampliarla, había sido Nathaniel Barren —el nieto de Joe y padre de William— quien la había transformado en el coloso de la actualidad. Nathaniel la había diversificado en petróleo y gas; él la había extendido por el mundo, con filiales en todas partes, de Rusia a Israel, de China a Brasil; Nathaniel había cultivado los vínculos políticos y había tejido los hilos de los compromisos que habían llevado a los gobiernos del planeta a la red Barren.

Nathaniel era Barren Corporation y, a pesar de que la edad y la mala salud últimamente le habían obligado a dar un paso atrás después de casi cuarenta años al timón, incluso en aquellos momentos, como presidente no ejecutivo, seguía llevando la batuta.

Pero aquello no duraría mucho. Sobre todo si William podía evitarlo. El viejo estaba deteriorado, perdía facultades y William estaba más que dispuesto a asumir responsabilidades. Era aficionado a la coca, los coches y las putillas —a ser posible lesbianas, números desenfrenados, dos de ellas montándoselo mientras él con una mano las filmaba y con la otra se la machacaba—, pero eso no quería decir que fuera estúpido. Ni mucho menos. En los últimos años había estado tejiendo sus propias redes. Unas redes tupidas, hermosas. Tenía contactos, gente situada en las alturas, en lugares convenientes. Gente que estaba dentro. Miró a la mesa y, de los doce, contó al menos siete que podían ponerse de su lado llegado el momento. Porque si bien era cierto que le despreciaban, también lo era que le temían. William Barren, al igual que Michael Corleone en El padrino, pronto resolvería las cuestiones familiares. Todas las cuestiones familiares. Y ¡ay del que se interpusiera en su camino!

—¿Hay algo que te hace gracia, machito?

Un gruñido de oso salió de la pantalla. Se apoderó de la sala y sacó a William de su ensoñación. Mientras contemplaban la imagen, una pequeña cámara situada en la parte superior de la pantalla mostraba la mesa con todos sus miembros a Nathaniel Barren, quien en aquella época pocas veces abandonaba la mansión familiar de River Oaks. El hombre tenía la vista fija en la junta, más en concreto en su hijo.

—¿Hay algo que te hace gracia? —repitió con aquel balón de baloncesto superhinchado que tenía por cabeza irradiando reprobación.

—No —respondió William vacilante; la palabra saltó de su boca como un dado en una mesa de crap, algo corriente en él cuando se había puesto bien de coca—. Nada.

—Pues sonreías, machito. Nadie sonríe si algo no le hace gracia. Venga, cuéntanos el chiste.

William ni siquiera era consciente de estar sonriendo. Apretó con fuerza los labios y cambió de postura, incómodo, mientras trece pares de ojos se clavaban en él. Era como cuando de pequeño su padre lo había humillado frente al servicio, le había hecho sentir como un imbécil. Un perdedor. Pero él no era imbécil. Y tampoco perdedor. Él triunfaba. Y pronto sería…

—¿Machito?

La voz áspera, amenazadora. Orson Welles sin su típica cordialidad. La voz de las pesadillas de William.

—Creo que estaba pensando en la licitación egipcia —farfulló, haciendo esfuerzos por detener el subidón de coca, por mantener el tono tranquilo y comedido. Se pasó y acabó hablando como Forrest Gump—. Si conseguimos el acuerdo… alcanzaremos otro nivel. Realmente situaremos a Barren en el mapa.

Su padre le miró de hito en hito desde la pantalla: una cobra al acecho de un mapache. O más bien un rinoceronte al acecho… de lo que puñetas observaran los rinocerontes. Aquel era el momento clave. El instante del tormento. Aquel en que, incluso entonces, a los treinta y tres años, vicepresidente de una multinacional que facturaba cincuenta mil millones de dólares, William era capaz de hacérselo encima. ¿Iría su padre a por él? ¿Lo dejaría para los perros, le arrancaría la piel a tiras? ¿Cómo había hecho desde que él tenía uso de razón? ¿O tal vez se calmaría y dejaría las cosas como estaban? La pierna de William no paraba, el resto de miembros del consejo permanecía en un silencio petrificado. La tensión se transmitía desde un extremo de la mesa a otro. Iban pasando los segundos.

—Barren ya está en el mapa —dijo por fin el padre, justo en el momento en que William estaba a punto de soltar un chillido—. En todo el mapa.

El patriarca hizo otra pausa, poniendo en marcha el engranaje, dando otra vuelta de tuerca. Luego, con un gruñido de satisfacción, se arrellanó en la butaca.

—¡Si todo el maldito mapa es nuestro!

La risa se esparció por la sala y disipó la tensión. La más sonora fue la de William.

—¡Anda que no tiene razón! —exclamó, aplaudiendo—. ¡Todo el maldito mapa! ¡Estamos en él como las moscas en la mierda!

Un comentario estúpido: el alivio y la coca le habían ganado la batalla. Se arrepintió enseguida al percatarse de que después de las risas los asistentes tosían, nerviosos. Por suerte su padre parecía no haberse enterado. Acercó una mascarilla de oxígeno a su rostro, aspiró profundamente con aspereza —¡cuánto le hubiera gustado a William que la máscara fuera de gas sarín, ver cómo se ahogaba el viejo cabrón!— e hizo un gesto para indicar que continuaran con la reunión. Jim Slane, el director financiero, empezó con sus números y aquella voz bronca y nasal se apoderó de la atmósfera quitándole toda la vida y el color.

William apoyó los codos en la mesa, entrelazó las manos e intentó ponerse serio, simular estar centrado, hundiéndose en sí mismo. Todos creían que no comprendía nada, pero no era cierto. Conocía el negocio dentro y fuera y de atrás hacia delante. Las cifras, los puntos de vista, los acuerdos, los subacuerdos. Todo, incluso cosas que su padre no imaginaba que sabía. Eran ellos quienes no lo entendían a él, no sabían lo listo que era, lo decidido, lo implacable que era. Como Michael Corleone. Pronto solucionaría las cuestiones familiares. Tenía sus planes. Contaba con amigos, con respaldo. Allí habría sangre, pero al fin él conseguiría el control. Todo el control.