Jerusalén

CUANDO a media mañana sonó su móvil, Ben Roi dormía profundamente, despatarrado boca abajo en la cama, como una gigantesca estrella de mar.

Se había acostado a las dos de la madrugada, después de pasarse media noche en internet buscando material sobre Rivka Kleinberg. Había muchísima información y toda ella confirmaba lo que le había dicho Natan Tirat. Kleinberg había sido una mujer muy admirada, sobre todo en los inicios de su carrera, época en la que había recibido una serie de premios por sus trabajos de investigación, entre los que destacaban dos distinciones como periodista del año, una por un artículo sobre la destrucción de olivares palestinos por parte de israelíes, y otra por un escrito sobre la politización de los recursos hídricos en Cisjordania.

Una persona muy admirada y al mismo tiempo muy denostada. Tirat había hablado de algunos grupos a los que había ofendido a lo largo de los años, pero en la red encontró muchísimos más: feministas, agricultores, el Mosad, Hamas, la policía israelí, la policía palestina, las grandes empresas, una lista interminable. Se habría dicho que todo el mundo tenía alguna queja contra Rivka Kleinberg. Cuando Ben Roi se dejó caer en la cama, le ardía la cabeza y se había sumido en un sueño inquieto, agitado. Vio en sus sueños a un niño atacado por unos gatos en una catedral plagada de telarañas y, por una razón u otra, un cadáver al que la corriente había llevado a la orilla.

Estaba tumbado con el rostro enterrado en la almohada, aturdido, de mal humor, y el móvil, que había dejado en la mesilla de noche, sonaba, ensordecedor, con su «Hava Nagua». Estuvo a punto de dejar que saltara el buzón de voz, pero de repente pensó que podía tratarse de Sarah, de algún problema. Refunfuñando, alargó el brazo y cogió el aparato. Vio que no se trataba de Sarah. Dudó un momento, otra vez tentado de dejarlo. Luego, consciente de que no volvería a conciliar el sueño, y de que era preferible hablar con quien llamaba, se puso boca arriba y respondió:

—Shalom.

—¿Inspector Ben Roi?

—Ken.

—Soy Mordechai Yaron.

Durante un momento se vio incapaz de situar aquel nombre. Luego cayó en la cuenta. El director de la revista de Rivka Kleinberg. Se sentó en el borde de la cama; se despejó enseguida.

—He intentado localizarle.

—Lo sé. Dispense. Estoy fuera de la ciudad. Acabo de oír sus mensajes.

La voz le pareció grave y áspera. De persona educada. Costaba adivinar la edad. Sesenta, tal vez.

—Estoy en Haifa —añadió Yaron—. Nuestra hija acaba de tener un bebé. Hemos venido para la ceremonia del Bris.

Mazel tov —dijo Ben Roi.

Dejó pasar un par de segundos, pues sintió la curiosa necesidad de separar la noticia de un nacimiento de la de un asesinato, y luego le explicó lo que había ocurrido. Yaron iba intercalando los típicos «Elohim adirim» y «Zikhrona livrakha», pero en general escuchaba en silencio.

—Cogeré el primer tren —dijo cuando Ben Roi hubo terminado—. En realidad, teníamos que llegar mañana a casa, pero puedo ir antes.

Ben Roi le dijo que no se preocupara.

—Mañana está bien. Además, hoy tengo un compromiso. ¿A qué hora estará aquí?

—A media mañana.

Quedaron en verse en las oficinas del Matzpun ba-Am a las doce.

—Una pregunta rápida ahora que hemos contactado —dijo Ben Roi, levantándose y dirigiéndose hacia la cocina—. ¿Podría decirme en qué trabajaba últimamente la señora Kleinberg?

—Lo último, un reportaje sobre tráfico sexual —respondió Yaron—. La cuestión de las chicas a las que pasan clandestinamente a Israel y obligan a trabajar como prostitutas. Esclavismo, básicamente. Algo muy angustiante. Llevaba más de un mes con el tema.

Ben Roi recordó el escritorio que tenía Rivka Kleinberg en el piso, montones de recortes sobre prostitución y el negocio del sexo. Aquello lo explicaba. Cogió un tarro de café Elite del armario y puso en marcha el hervidor eléctrico.

—¿Y antes de esto? —preguntó.

—Había escrito un extenso artículo sobre el desmoronamiento de la izquierda israelí y algo sobre la financiación estadounidense de los grupos de colonos extremistas. Y antes… A ver, déjeme pensar… Ah, sí, un informe sobre la violencia doméstica en los Territorios palestinos ocupados. Pasó dos meses con este. Realmente, Rivka nunca escatimaba esfuerzos en la investigación.

Ben Roi puso una cucharada de café en la taza y miró el reloj. Las diez. Había quedado en ir a casa de Sarah a las once y no quería llegar tarde. Tenía todo lo que le hacía falta de momento, de modo que dio las gracias a Yaron, confirmaron la cita y colgó. Tomó un desayuno rápido, se afeitó, se vistió y salió del piso dejando atrás el caso. Era día de fiesta. Un día para dedicar a Sarah y al pequeño.

Afuera, la lluvia del día anterior se había convertido ya en un recuerdo lejano: el cielo estaba despejado, había salido el sol, la atmósfera era cálida y algo sofocante. Se paró un momento a respirar aire puro y luego, silbando una melodía disonante, emprendió el camino de cinco minutos hasta la casa de Sarah. Se sentía bien. Iba a llegar antes de tiempo. La primera vez en su vida. ¡Que lo anunciaran las trompetas!

Sonó otra vez el «Hava Nagila».

—Shalom.

—¿El inspector Ben Roi?

—Ken.

—Siento molestarle en sabbat. Soy Asher Blum.

Por segunda vez aquella mañana, un nombre que le sonaba, y también por segunda vez le costó un poco situarlo. Luego se acordó. El bibliotecario de la Biblioteca Nacional, el que había identificado a Rivka Kleinberg.

Blum le dijo que habían encontrado algo. Algo que podía ser importante. ¿Podía pasar por allí?

Ben Roi se detuvo un momento, fijó la vista calle arriba, hacia el cruce con Ibn-Ezra, donde vivía Sarah, y luego la desvió hacia el Toyota.

—Voy enseguida —dijo y retrocedió hacia el coche.

El Patriarcado Armenio de Jerusalén está dirigido por cuatro arzobispos. Uno de ellos actúa como patriarca supremo y los tres restantes tienen sus propias funciones.

El arzobispo Armen Petrossian se ocupaba de la administración eclesiástica, un puesto que, dada la precaria salud del Beatísimo Patriarca, le otorgaba el control de facto de toda la comunidad. Mejor dicho, como prefería llamarlo él, el control de facto de la familia.

La familia no era tan extensa como había sido en otra época. En su momento álgido había sumado hasta veinticinco mil personas. En aquellos momentos, con las guerras árabe-israelíes y la situación económica, el número se había reducido a unos miles. Australia, Estados Unidos, Europa: en estos países veían los jóvenes su futuro, no en Israel.

Pero incluso un rebaño menguado implicaba una serie de responsabilidades y lo que caracterizaba a Su Eminencia era la conciencia del deber. Eran sus hijos, todos ellos, y si bien el voto de castidad le había impedido engendrar su propia prole, él seguía considerándose padre. Para socorrer y defender, para alimentar y proteger, las responsabilidades de la paternidad. Con estas en mente abandonó aquella mañana el recinto, no sin volver unas cuantas veces la vista para cerciorarse de que no le seguía nadie, y se dirigió hacia la Ciudad Vieja.

El recinto constituía el grueso del barrio armenio, pero alrededor de sus muros había una filigrana de calles y callejuelas que formaban sus ramales externos y lo separaban del sector judío, al este. El arzobispo avanzaba por aquel laberinto casi al trote y a cada cincuenta metros volvía la cabeza antes de seguir a toda prisa. A uno y otro lado se alzaban unos altos muros que recordaban cañones entre montañas de pálida piedra de Jerusalén, en los que uno iba viendo de vez en cuando una puerta de acero gris con una placa con el nombre de la familia que residía allí: Hacopian, Nalbandian, Belian, Bedevian, Sandrouni. Destacaban también las banderas armenias y los carteles que conmemoraban el genocidio de 1915: los judíos, recordaban los armenios a quienes se molestaban en leer el texto, no tenían el monopolio del sufrimiento. De todas formas, por allí no circulaba ni un alma. De todos los barrios de la Ciudad Vieja, el armenio era de lejos el más tranquilo.

Siguió hasta el fondo de la calle Ararat, donde, después de mirar atrás por última vez, se metió en una angosta callejuela, al final de la cual se paró ante una puerta con una placa en la que estaba escrito el nombre de Saharkian. Llamó al timbre del portero automático con vídeo. Un momento de silencio y después surgió el sonido de unos cerrojos. Unos cuantos. Se abrió la puerta. Tras ella, un hombre con una pistola en la mano, acompañado por otros dos también armados. El arzobispo asintió, tranquilo.

—¿Protegido?

—Protegido —respondieron los hombres al unísono.

Petrossian levantó la mano para dar la bendición y rehízo precipitadamente el camino por el callejón. A su espalda oyó el portazo y el ruido de los cerrojos que aseguraban de nuevo la puerta.

Un edificio modernista rectangular erigido en el campus de la Universidad Hebrea de Givat Ram constituía la Biblioteca Nacional de Israel y se parecía bastante a un enorme sandwich de hormigón.

Asher Blum, jefe del servicio al lector, era talmente una caricatura. Más flaco que un arenque, con gafas de culo de vaso, corte de pelo tipo hongo y vaqueros como mínimo un par de dedos cortos, era la viva imagen del bibliotecario.

—Cerramos el sabbat —explicó mientras dejaba entrar a Ben Roi al edificio. Hoy hemos venido para ponernos al día y ordenar libros. He contado a Naomi lo que ocurrió y ella me ha hablado de las notas. Ayer no estaba aquí, por eso no le he llamado antes.

Indicó a Ben Roi que le siguiera a través de las puertas de cristal, que cerró una vez dentro, y ambos siguieron hacia arriba, hasta una zona de entreplanta sin tabiques. A uno y otro lado se abrían salas de lectura. Un ventanal de cristales ahumados —con triple vidriera— ocupaba todo el lienzo de pared. Sus lunas tintadas parecían arder con el sol de la mañana, proyectando aguas rojizas, verdosas y azules en el suelo enmoquetado.

—Las ventanas Mordecai Ardon —explicó Blum—, nuestro orgullo y nuestra satisfacción.

Ben Roi hizo un gesto que intentaba transmitir una cierta admiración mientras consultaba el reloj. Las 10.56. Se retrasaría un poco, pero Sarah ya estaba acostumbrada. Aún le quedaba algo de margen.

Cruzaron el descansillo y entraron por una puerta con una placa que rezaba SALA GENERAL DE LECTURA. Se trataba de un espacio de techo alto e iluminación suave con mesas, libros apilados y unas mugrientas ventanas de aluminio que daban a un patio interior gris. Junto a la puerta, un mostrador en forma de L, tras el cual se encontraba otro miembro del personal, que en este caso no tenía nada que ver con el típico bibliotecario: se trataba de una muchacha morena, atractiva, con un arete en la nariz y una camiseta de los Kings of Leon bastante ceñida.

—Naomi Adler —dijo Blum al presentársela—. Estaba de turno la última vez que estuvo aquí la señora Kleinberg.

Ben Roi le estrechó la mano, intentando apartar la vista del pecho de la chica.

—Me comentan que ha encontrado algo —le dijo.

Ella asintió y sacó una cuartilla arrugada de debajo del mostrador.

—Kleinberg dejó esto junto a los lectores de microfilmes —explicó Adler, mostrándole la hoja—. Vi que era de ella porque reconocí su letra. Siempre dejaba papeles por todas partes.

—¿Cuándo dejó este?

—El viernes pasado. Por la mañana.

—Una semana antes de que la asesinaran.

—Usted preguntó qué había consultado en la sala de lectura —intervino Asher Blum—. Hemos pensado que podía ser importante.

Ben Roi examinó la hoja. Sabía por experiencia que había pruebas que saltaban a la vista y que decían: «¡Mírame! ¡Yo voy a resolver el caso!», mientras que otras no. Aquella correspondía a estas últimas.

Se trataba de una lista. De periódicos. Cuatro. Simplemente el nombre y la fecha de publicación. Uno era el Jerusalem Post del 22 de octubre de 2010; los otros tres, The Times, del 9 de diciembre de 2005, del 17 de mayo de 1972 y del 16 de septiembre de 1931.

—¿Eso consultó? —preguntó Ben Roi.

La chica hizo un gesto afirmativo.

—¿Sabe qué buscaba exactamente?

—Está claro que leía algo de la sección de economía del Times. Yo estaba ayudando a alguien a poner en marcha el aparato contiguo al suyo y pude verlo por encima del hombro de ella. Creo que era este. —Puso el dedo en la fecha del 9 de diciembre de 2005 que figuraba en la lista—. Tomaba notas —añadió ella—. Un montón de notas.

—¿Y los otros tres periódicos?

La chica hizo un gesto de negativa.

Ben Roi echó un vistazo a la lista y luego al reloj. Las 11.02. Tenía que empezar a pensar en marcharse, dejar aquello para otro día. Pero claro, unos minutos más tampoco cambiarían mucho la cosa. Dudó un momento, con el interés profesional en pugna con la obligación personal. Ganó el primero.

—¿Podemos verlos?

—Naturalmente.

La bibliotecaria salió del mostrador y lo acompañó hasta una hilera de archivadores metálicos puestos contra la pared en uno de los extremos de la sala. Asher Blum los dejó y se dedicó a trasladar libros con un carrito.

Los archivadores estaban etiquetados con los nombres de unos cuantos periódicos, algunos en inglés, otros en hebreo: Ha’aretz, Ma’ariv, Yediot Ahronot, The Jerusalem Post, The Times, The New York Times. La chica cogió la lista de Ben Roi, la miró de arriba abajo y luego empezó a abrir cajones. En cada uno había una serie de cajas de cartón perfectamente ordenadas y con la etiqueta de las fechas de publicación de los microfilmes que contenían. Sacó los más importantes, los llevó a los lectores que había cerca de allí y se sentó frente a uno. Ben Roi se situó a su lado.

—¿Por dónde quiere empezar? —le preguntó.

—Tal vez por el que vio usted que leía ella. ¿Recuerda la página?

—Así, a bote pronto, no. Es probable que la sitúe si la veo de nuevo.

Puso el aparato en marcha. Abrió una de las cajas, sacó el rollo de película, lo colocó y lo rebobinó hasta llegar a la imagen de la primera página. La ajustó y luego empezó a avanzar, con lo que las páginas fueron pasando por la placa de proyección como un texto grisáceo y borroso, mientras la estancia se llenaba con la cadencia del carrete. Localizó la edición que buscaba —del viernes 9 de diciembre de 2005—, luego ralentizó la velocidad, pasando las páginas una por una en busca de la que había visto que consultaba Rivka Kleinberg. Iban desfilando titulares y fragmentos de estos —«Los hospitales podrían negar tratamiento a fumadores y bebedores», «Blair intenta aislar…», «… sin piernas para llegar al altar a dar el sí», «… muere tranquilo en el 113»— y de pronto se detuvo en la página 66. La observó un momento y asintió.

—Es esto —dijo—. Reconozco la foto. ¿Qué tal su inglés?

—Bien.

—Pues le dejo con ello y preparo las otras cintas. Así ahorramos un poco de tiempo.

Le enseñó los botones de avance y retroceso, se fue al lector situado enfrente, donde colocó el filme siguiente. Ben Roi se sentó a leer la página que tenía delante.

Vio la foto de un hombre del que jamás había oído hablar, llamado Jack Grubman, y un anuncio de media página de una colección de audiolibros policíacos, lo más apropiado del mundo. En la página había solo tres artículos: uno sobre economía india, otro sobre una polémica de inversores en una fusión bancaria y el tercero sobre minería de oro.

Oro. Vosgi.

Se acercó un poco y empezó a leer.

RUMANÍA DA LUZ VERDE AL ORO DE BARREN

Bucarest - El gigante estadounidense del sector mineral y petroquímico, Barren Corporation, ha conseguido una licencia de 30 años para explotar la mina de oro de Drăgeş en la zona occidental de los montes Apuseni. Barren Corp, empresa registrada en Barbados, tendrá una participación del 95% de la mina, y el 5% restante corresponderá a Minvest Deva, de propiedad estatal.

El yacimiento de Drăgeş, conocido desde la época de los romanos, se considera que cuenta con alrededor de 30 - 40 millones de onzas de oro refractario, en una concentración insólita de 35 gramos por tonelada.

Gracias a una iniciativa innovadora, se ha concedido la licencia con la condición de que Barren se comprometiera a garantizar la gestión de la contaminación y la protección ambiental. En el proceso de extracción de oro se generan unos niveles importantes de residuos tóxicos, y el gobierno rumano quiere evitar a toda costa que se repita la catástrofe de Baia Mare, en la que se rompió la presa de la poza de los relaves y contaminó buena parte de la cuenca superior del Danubio. Si bien en la concesión hecha a Drăgeş se estipula que el material tóxico de descomposición rápida puede depositarse en la zona, Barren se ha comprometido a trasladar todos los residuos no degradables a sus instalaciones de Estados Unidos para su inmovilización y entierro.

«Nos tomamos muy en serio las responsabilidades ambientales», ha comentado el presidente de Barren, Mark Roberts. «Drăgeş inicia una nueva era de colaboración entre el sector minero y la ecología con una gran ilusión».

Cuando la mina esté en pleno rendimiento se espera que produzca 1,5 millones de onzas al año. El oro se cotiza actualmente a 525 dólares la onza.

Ben Roi terminó el artículo y se apoyó en el respaldo, desconcertado. En efecto, aquello era lo que había estado leyendo Kleinberg. Y no solo lo sabía por la relación existente entre oro y Vosgi, sino también porque entre la confusión del escritorio del piso de ella creía recordar haber visto algo sobre fusión de oro, además de un atlas con un marcador en la página de un mapa de Rumania. Otra cosa era por qué había leído todo aquello. Según el director de la revista, en sus últimos días Kleinberg había trabajado en un artículo sobre tráfico sexual. Ben Roi no podía ni imaginar cuál era el vínculo entre una explotación de una mina de oro en Europa y lo de dicho tráfico, aunque el nombre de Barren le sonaba de algo. Se rascó la cabeza intentando recordar dónde había oído aquel nombre. No consiguió situarlo y, después de tomar unas notas, decidió continuar.

El siguiente —ya puesto en el aparato y a punto para el visionado— era The Jerusalem Post del viernes 22 de octubre de 2010. Ocupaban casi toda la portada unos artículos sobre ha-matzav, la situación política del momento, un reportaje gráfico sobre ajedrez en la parte inferior derecha, un anuncio en el que se alababa al rabino Meir Kahane: «El más leal y noble dirigente judío de nuestra generación». Ben Roi meneó la cabeza pensando en el humor negro y la pura estupidez de aquello e irritado al tiempo al ver que un cretino acaparaba la portada de un importante periódico nacional. Pasó por alto la página, le dio al botón de avance y siguió con la publicación.

En menos de un minuto estableció el vínculo. Página 4. Breves. Otra vez Barren.

ASALTO A LAS OFICINAS DE TEL AVIV

El miércoles por la noche asaltaron las oficinas de la multinacional estadounidense Barren Corporation, situadas en Ramat Hachayal. Un grupo de militantes anticapitalistas autodenominado Nemesis Agenda inmovilizó a punta de pistola a los guardias de seguridad, se llevó papeles y asaltó el sistema informático de la empresa. Se ruega a quien posea información que se ponga en contacto con la policía israelí llamando a (03) 555 - 2211.

Entonces le vino a la cabeza dónde había visto el nombre Barren. El día anterior, en un embotellamiento en la puerta de Jaffa. Había visto una valla publicitaria con la idea de un artista sobre el aspecto que tendría la zona una vez acabadas las obras. El eslogan rezaba: «Barren Corporation: Estamos orgullosos de ser los patrocinadores de la historia futura de Jerusalén».

No tenía ni idea de qué podía interesar a Rivka Kleinberg sobre el asalto a aquellas oficinas; al igual que no veía ninguna clara coincidencia entre la investigación que llevaba a cabo la mujer y el artículo sobre la explotación de las minas de oro. Avanzó rápidamente en las páginas del periódico para ver si había algo más que le llamase la atención. No encontró nada y, después de tomar unas notas, pasó a la siguiente publicación. The Times, 17 de mayo de 1972. En la portada, una foto de un hombre esposado con el siguiente titular: «Wallace, superado ya el momento crítico, a punto para la victoria en las primarias».

Hasta entonces todo había avanzado con una cierta rapidez. De pronto se había echado el freno. El periódico solo tenía veintiocho páginas, pero estaba atestado de principio a fin por una densa maraña de texto: noticias, artículos, columnas de opinión, cartas al director, reseñas, nacimientos, bodas, obituarios, anuncios por palabras, todo en un cuerpo de letra tan diminuto que le irritaba los ojos y le producía jaqueca. Por un momento creyó haber encontrado lo que buscaba en la página 7, donde vio un largo artículo sobre la inauguración de una nueva presa hidroeléctrica en Rumania. También presentaba la perspectiva israelí: en los dos últimos párrafos se contaba que el presidente rumano Ceaucescu se había reunido últimamente con Golda Meir para hablar de la situación palestina. Rumania e Israel. Unos vínculos claros. Pero había algo, un instinto visceral, que le decía que era tan solo una coincidencia y no lo que había estado buscando Rivka Kleinberg. Leyó el artículo un par de veces y siguió adelante.

Al final había pasado casi una hora avanzando laboriosamente entre artículos de todo tipo, desde el intento de asesinato de George Wallace, gobernador de Alabama, hasta la guerra de Vietnam, pasando por el malestar en la industria de Reino Unido, la explosión demográfica de Japón, la mujer que había dado a luz a ocho pares de mellizos en Irán y acabando por una mujer que había caído dentro de un agujero en Egipto. Naomi Adler y Asher Blum se pasearon por la sala, colocando libros en las estanterías, salieron a comer, volvieron y Ben Roi seguía allí, ajeno a ellos, ajeno al tiempo, ajeno a todo, salvo al texto que tenía delante. En una ocasión había oído que en Jerusalén se producía la mayor concentración per cápita de problemas oculares del mundo a causa de los estudiantes yeshiva, enfrascados desde el amanecer hasta el anochecer en los textos sagrados judíos que tenían una letra tan minúscula. Cuanto más leía, más consciente era de que él también entraría a formar parte de aquella estadística. Y pese a todo, no encontraba nada que explicara por qué Rivka Kleinberg podía haber sentido interés por aquella publicación concreta.

Llegó al final del ejemplar y, derrotado, abandonó la investigación, aceptando que no era capaz de encontrar lo que había estado buscando Kleinberg. Cambió de nuevo de silla y se centró en el último periódico de la lista de la muerta: The Times, 16 de septiembre de 1931.

Desgraciadamente, los artículos eran aún más densos y el cuerpo de letra más pequeño que en la edición de 1972. En las tres primeras páginas ni siquiera se publicaban artículos: incluían tan solo minuciosas listas de nacimientos, bodas, necrológicas y anuncios por palabras, algo que irritaba terriblemente los ojos. En lugar de seguir los textos con lupa, como había hecho hasta entonces, decidió leerlo todo por encima con la esperanza de que algo le saltaría a la vista.

Y así fue. Por fin. En la página 12. Información imperial e internacional. Una información de tres líneas metida entre un artículo sobre inundaciones en China y un huracán en Belice. Era tan breve que ya lo había pasado para seguir adelante cuando algo le llamó la atención y retrocedió.

INGLÉS DESAPARECIDO

(De nuestro corresponsal)

El Cairo, 15 de septiembre

Se informa de la desaparición en la ciudad de Luxor de Samuel Pinsker, ingeniero de minas de Salford, Manchester. Se ha iniciado su búsqueda.

Estaba cansado, le dolía la cabeza y le costó un poco recordar dónde había visto antes aquel nombre. Luego le vino a la memoria. Se levantó y se fue al lector que había usado antes, al Times del 17 de mayo de 1972. Aún estaba en la pantalla la última página. Rebobinó. Volvió a la página 2 y avanzó, buscando. Pasó la 3, la 4, la 5, la 6 y la 7 y luego volvió para atrás. Finalmente localizó lo que buscaba en la parte inferior derecha de la 5. La información sobre la mujer que había caído en un agujero en Egipto. Se inclinó hacia delante y leyó:

SE SALVÓ DE MILAGRO

Luxor, Egipto, 16 de mayo. Una británica se salvó de milagro al caer en una tumba de fosa situada en un lugar remoto durante su luna de miel en Luxor. El accidente se produjo mientras Alexandra Bowers paseaba con su marido por las colinas de los alrededores del Valle de los Reyes. A pesar de que cayó a una profundidad de 6 metros, Bowers solo se fracturó una muñeca y se hizo unas magulladuras. Otra persona no tuvo tanta suerte como ella, pues en el fondo de la fosa Bowers se descubrió el cadáver de un hombre en perfecto estado de conservación debido a la sequedad de la atmósfera del desierto. A pesar de que todavía no se ha llevado a cabo la identificación, se sospecha que se trata del cadáver de Samuel Pinsker, ingeniero británico que desapareció hace cuarenta años, quien se cree que cayó en el foso mientras exploraba las colinas tebanas. El matrimonio Bowers ha regresado al Reino Unido.

Lo leyó tres veces, releyó el artículo anterior y descansó un momento; se restregó los ojos. Desaparece un ingeniero de minas en Egipto, una multinacional estadounidense empieza a explotar una mina de oro en Rumania, asalto de las oficinas de dicha empresa en Israel, Rivka Kleinberg se interesa por las tres noticias, Rivka Kleinberg muere estrangulada. Allí sí que había cabos que atar. Cabos y conexiones, una telaraña entera. Todo vinculado, dentro del mismo esquema. Encontrar los lazos, comprender el esquema y resolver el caso. Simple. Como resolver un rompecabezas. De todas formas, aquel rompecabezas específico parecía tener mil piezas y ni la menor pista del aspecto general del dibujo. Era, utilizando la expresión de Leah Shalev, un lío de la leche. La madre de todos los líos. Y cuanto más pensaba en ello, más confuso le parecía y mayor era la jaqueca.

Soltó y estiró las piernas mirando distraídamente el reloj de pared del fondo de la sala de lectura. La una y veinte.

Un momento después, Asher Blum y Naomi Adler levantaron la vista, alarmados, cuando un grito de «¡Oh, mierda!» desgarró el silencio.

Cuando Ben Roi llegó corriendo al aparcamiento del campus, iba tan acelerado para coger el Toyota y plantarse en casa de Sarah que no se fijó ni mucho menos en la pista de atletismo de la universidad, a doscientos metros de allí. De haberle echado un vistazo habría visto en ella una silueta solitaria corriendo. Y si hubiera esperado a que dicha silueta alcanzara el punto más cercano del circuito, habría reconocido en ella al inspector que trabajaba con él en el caso: Dov Zisky.

Zisky iba a menudo allí el sábado a la salida de la shul. Algunos rabinos decían que no había que correr en sabbat, que era un día de descanso y que el ejercicio iba en contra de la ley, pero Zisky hacía su propia interpretación de la fe. Hacía su propia interpretación de la mayoría de las cosas. Era una persona que cumplía con su deber, pero no hasta el punto del servilismo. Por otra parte, el Tanach recomendaba encarecidamente el oleg shabbat —el placer del sabbat—, y lo de mantenerse en forma proporcionaba placer a Zisky. Ergo era positivo. Ha-Shem, imaginaba él, probablemente tenía cosas más importantes en que pensar.

Apretó el paso e hizo un sprint de cien metros antes de frenar la marcha y dar unos puñetazos al aire aflojando los brazos. Sabía lo que veía la gente cuando lo miraba, lo que pensaba. Que era débil. Amanerado. Canijo. Las apariencias a veces engañaban. Nunca le había dado mucha importancia, siempre procuraba esquivar el enfrentamiento, pero cuando se daba el caso sabía cuidarse como el que más. Eso lo había aprendido la gente a lo largo de los años. Personas como Gershmann de la Academia de Policía. Normalmente Zisky quitaba hierro a las provocaciones, cuando le llamaban trucha —ya estaba acostumbrado—, pero en alguna ocasión iban demasiado lejos y respondía. Al parecer, Gershmann en otra época había trabajado como modelo en su tiempo libre. Algo del pasado. Pues se había quedado con la nariz torcida para el resto de sus días.

Se lanzó de nuevo al sprint, luego se tumbó en el césped junto a la pista y empezó a hacer flexiones, bombeando con intensidad y disfrutando con la tirantez de los músculos de los brazos y el pecho. Con el movimiento ascendente y descendente, la Magen David salió disparada del interior de la sudadera y tuvo que detenerse un momento para meterla de nuevo dentro. La había heredado de su madre y no quería que se deteriorara. Cuando la hubo colocado bien, terminó la serie de flexiones, se colocó boca arriba, pasó a la de abdominales y regresó a la pista.

Su madre había muerto hacía dos años, aunque a él le parecía que había sido ayer. Un cáncer. De linfa, pulmón y estómago. Casi de todo. Una semana antes del final, consumida, sin un solo mechón de aquel precioso pelo rubio a causa de la quimioterapia, aún insistía en salir del hospital para asistir a su graduación como policía. El hermano de ella había pertenecido también a este cuerpo y había muerto en acto de servicio y después era su hijo el que iba a lucir la placa. El orgullo la hacía llorar. A Zisky también se le escaparon las lágrimas. Aunque no delante de ella, sino más tarde, ya en la academia. Allí le había pillado Gershmann y había empezado con lo de trucha. Metro ochenta, noventa kilos, pero Zisky lo había desmontado. ¡Lo que hacía la ignorancia!

Aumentó la velocidad, sin llegar al sprint, las zapatillas marcaban el ritmo en la superficie de la pista y el frío péndulo de la Magen David de su madre iba hacia delante y hacia atrás en el esternón empapado de sudor.

Pensaba mucho en su madre. Un lugar común, lo sabía perfectamente, el gay enamorado de la madre, pero era así. Había sido una buena mujer. Fuerte. Mantuvo la familia unida en tiempos difíciles. En sus últimos momentos, él la estrechaba entre sus brazos, le acariciaba la calva y ella le hizo prometer que iba a ser un buen hijo para su padre y un buen hermano para los suyos. Y también que sería un buen policía. Que intentaría siempre hacer lo correcto y llevar a los malhechores ante la justicia.

Precisamente por ello, después de ducharse y comer algo, se iría hasta el piso de Rivka Kleinberg a echar un vistazo. Porque quería hacer lo correcto. Llevar a los malhechores ante la justicia. No se esperaba de los creyentes que trabajaran en sabbat, como tampoco se esperaba que salieran a correr, hicieran abdominales o practicaran técnicas de krav maga. Pero Dov Zisky nunca había seguido las normas ciegamente. Tenía su propia opinión en todo.

Era algo que había heredado de su madre.

Ben Roi todavía tenía llaves del piso de Sarah: la ruptura no había sido tan traumática como para que ella se las hubiera pedido. Al ver que no respondía al timbre y que en el móvil saltaba el buzón de voz, entró.

A diferencia de Galia, una persona con un carácter muy fuerte, a Sarah le costaba enfadarse. Siempre expresaba su opinión, por supuesto, y cuando se enojaba, lo decía. Pero por lo general era una mujer tranquila, relajada. Curioso, teniendo en cuenta todo lo que había tenido que tragar a lo largo de los años. Aquel carácter fue una de las primeras cosas que atrajeron a Ben Roi. Una entre muchas. Y era también algo que echaba de menos. Entre otras muchas cosas.

Aquel día estaba enojada. Muy enojada. Hasta el punto de no encontrarse en el piso cuando llegó él. Lo que sí encontró fue un montón de material en el suelo del vestíbulo —botes de pintura, pinceles, caja de herramientas, estanterías por montar— y encima una nota, abrumadora en su brusquedad. «Me he ido a casa de Deborah. Manos a la obra».

Y así estuvo el resto del día, con la alegría de preparar la llegada de su primer vástago pero algo empañada por saber que la madre del bebé lo consideraba un completo inútil.