Luxor

—¡ESTAMOS viendo Merry Poppings, papá!

Apenas Jalifa había abierto la puerta del piso cuando Yusuf, su hijo pequeño, salió disparado de la sala de estar y se lanzó en sus brazos. Le dio un gran abrazo y un beso en los labios y luego se deshizo de él y salió corriendo de nuevo hacia el pasillo. Jalifa sonrió, movió la cabeza y cerró la puerta. Se quedó un momento parado, con el ramo de lirios que había comprado a la vuelta del Qurn oscilando en la mano, los ojos recorriendo la casa, como si quisiera asegurarse de que aquel era realmente el lugar donde vivía. Luego, con un suspiro, se fue tras el muchacho.

Llevaban seis meses en el piso. Después de que derribaran su antiguo bloque de viviendas, trasladaron a los inquilinos a una espantosa barriada de casas de hormigón situada a diez kilómetros de la ciudad, cerca del puente del Nilo. Su jefe, Hassani, en un insólito arranque de amabilidad había empezado a mover hilos hasta que encontró para Jalifa una vivienda en El-Awamaia, a un tiro de piedra de la nueva comisaría de policía.

Era un lugar más amplio que el piso antiguo, y también más próximo al trabajo, y encima tenía una mezquita y una escuela al lado. La casa contaba con aire acondicionado, algo que no dejaba de fascinar a Yusuf, quien se dedicaba a ponerlo a tope y a montar luego campamentos para resguardarse del frío.

Pero a pesar de disponer de tantas comodidades, a Jalifa aquel lugar no le daba ni frío ni calor. Y no por los experimentos de Yusuf con el aire acondicionado. Después de tantos meses seguía sintiéndose extraño en su propia casa.

En parte era por los vecinos. En el piso de abajo vivía una viejecita encantadora y en el piso contiguo, una familia bastante normal aunque insistieran en tener la tele a todo volumen las veinticuatro horas del día. Pero se había esfumado aquella relación establecida en el bloque anterior, aquel sentimiento de grupo que se crea al vivir dieciséis años en el mismo lugar. El piso antiguo lo sentían suyo. El de ahora no. Cada vez que volvía a casa, Jalifa notaba la misma sensación de aislamiento. Era como si hubiera bajado del autobús en una parada que no era la suya.

Y lo peor era que aquel lugar no tenía alma. Ni contenía recuerdos ni relaciones. Ningún sentimiento. Nada que pudiera afianzarles allí. La pérdida del piso de antes era como quedarse sin un fragmento del pasado. Por más que en este tuvieran todas sus cosas, el lugar parecía… vacío.

Uno puede llevarse consigo sus muebles. Pero las relaciones, como acababa de descubrir, eran totalmente intransferibles.

Asomó la cabeza por la puerta de la habitación de Ali, su hijo mayor, como hacía siempre al llegar, y siguió hasta la cocina, donde su hija Batah preparaba la cena.

—¿Qué tal ha ido hoy? —preguntó, abrazándola y dándole un beso en la frente.

—Una maravilla —respondió estrechándole ella también—. Ha venido la tía Sama.

—Supongo que ha sido emocionante.

—Pues sí. Nos ha contado el viaje al que la llevó de compras el tío Hosni a Dubái. Hasta el último detalle.

Era un sarcasmo sutil pero indiscutible. Jalifa sonrió mientras rozaba con su nariz la de ella. Tenía diecisiete años y era muy parecida a Zenab de joven. En el aspecto —delgada, pelo largo y oscuro, grandes ojos—, pero también en el sentido del humor.

—¿Qué tal está ella? —le preguntó.

—Bien. Está viendo…

Batah señaló con la cabeza hacia el otro extremo del piso. Jalifa asintió, le dio otro beso y siguió por el pasillo hasta la sala de estar, donde Zenab estaba acurrucada en el sofá con Yusuf en los brazos. Estaban viendo el DVD de Mary Poppins de Ali y tarareaban los vibrantes compases de «Dale hilo a la cometa». Mejor dicho, traducían los subtítulos de Egipto: «Vamos a enviar la cometa al cielo».

Dejó las flores al lado de su esposa, le dio un abrazo y un beso en el pelo.

—¿Todo bien?

Ella tendió el brazo para tocarle la mano sin apartar los ojos de la pantalla.

—Mañana tengo el día libre. ¿Y si hacemos algo con el niño?

Zenab le estrechó la mano aunque siguió sin mirarlo. Él se quedó un momento aspirando el perfume de su pelo. Luego, tras susurrarle «Te quiero», volvió a la cocina a ayudar a Batah con la cena.

—No hace falta —dijo la chica al ver que su padre cogía un cuchillo del cajón y se ponía a su lado.

—Vamos, ya sabes que me encanta picar. Déjame disfrutar un rato.

Ella le dio un suave codazo, juguetona, y siguió cortando patatas. La mirada de Jalifa se detuvo un instante en el trozo de cemento del tamaño de un puño de la repisa de la ventana, con la superficie incrustada de pedacitos de azulejo: un fragmento de la fuente que había hecho construir en la entrada de la antigua vivienda. Un recuerdo solitario de una época más feliz. Después se centró de nuevo en la tarea de picar cebolla. En la sala de estar se acabó el DVD de Mary Poppins y al cabo de un momento comenzó de nuevo.