A medida que se va consumiendo el viernes por la tarde y despunta el sabbat, las calles de Jerusalén se van quedando vacías. Cuando cae la tarde, el centro de la ciudad está casi desierto.
Lo mismo, a escala de microcosmos, ocurría en la comisaría David. Ben Roi pasó por la oficina de Leah Shalev después de las cinco y media cuando en el departamento de investigaciones de la Kishle no quedaba más que ella.
Shalev preparó café para los dos y Ben Roi repasó los avances del día: las amenazas al Ha’aretz, los blocs de notas extraviados, las visitas de Kleinberg al barrio armenio, el vuelo con El-Al a Egipto. Y además, la cuestión de Vosgi, que, sin saber explicar por qué, le parecía importante.
Shalev escuchaba en silencio, tomándose el café con su taza del Maccabi Tel Aviv de baloncesto, en la que como siempre dejaba una mancha roja en el borde. Los oficiales que estaban de turno no tenían que maquillarse, pero Leah Shalev se saltaba las normas. Carmín, laca de uñas, sombra de ojos… Ben Roi nunca había conseguido discernir si lo hacía simplemente para mejorar su aspecto o para dar cuerda a los que, como Baum y Dorfmann, opinaban que las mujeres no tenían que estar en Investigación. Si se trataba de lo primero, no lo acababa de conseguir. Pero en cuanto a lo segundo, conseguía con creces el efecto deseado.
—¿Alguna idea? —preguntó cuando Ben Roi acabó de informarla.
Ben Roi se encogió de hombros.
—Un robo chapuza. Un maníaco solitario. Una historia mañosa. Rencores personales. Combinación de cualquiera de ellas. Puedes elegir. Todas tienen alguna posibilidad.
—¿Por cuál te inclinarías?
Era un juego que practicaban a menudo al principio de una investigación: Shalev lo desafiaba a arriesgarse y apostar. En general le encantaba hacerlo. Pero en aquel caso, incluso en aquel estadio tan incipiente veía tantas combinaciones y contradicciones que era reacio a lanzarse.
—Vamos, Arieh —dijo ella, notando su reticencia—. Mójate.
—Está relacionado con su trabajo como periodista —dijo después de una pausa, sin responder exactamente a la pregunta—. Yo me apunto a esto. Dado que al parecer han desaparecido sus notas de los últimos tres meses, tiene que ser algo relacionado con algún reportaje en el que hubiera trabajado últimamente.
—A menos que nuestro hombre quiera enmarañar las cosas —dijo Shalev—. Apartarnos del rastro.
Ben Roi reconoció que era una idea acertada.
—¿Y el director? —preguntó ella.
—Todavía no se ha puesto en contacto conmigo. Le he dejado cuatro mensajes.
—¿Solo cuatro? No hubiera esperado de ti tanto comedimiento.
—Ni yo de ti que hicieras un café tan bueno.
Los dos sonrieron. Pese a sus recelos iniciales, empezaba a caerle bien Leah Shalev. Mucho. Y no solo por cómo trabajaba. Además era una de las pocas personas del cuerpo a las que podía considerar amiga.
—¿Alguna noticia de la autopsia? —preguntó él.
Shalev negó con la cabeza.
—He hablado con Schmelling antes de que llegaras. Han encontrado un pelo en la ropa de la víctima y lo han enviado para analizar el ADN y ver si tiene alguna relación con todo lo que tenemos en la base de datos. Por otra parte se ha constatado que no hubo agresión sexual. Aparte de esto y de la estimación de la hora de la muerte, entre las siete y las nueve de la noche, que ya nos habían indicado las imágenes de la cámara, nada. Ah, sí, tenía hemorroides. Creo que es el caso más grave que ha visto Schmelling en su vida.
—Vale. ¿Y los forenses?
Extendió las manos para indicar «Nada».
—¿Vecinos?
—Hasta el momento solo hemos conseguido hablar con cinco de ellos, los demás no estaban.
—¿Y?
Volvió a extender los brazos.
—Un lío de la leche —dijo—. Está clarísimo. Un lío de la leche.
Lo mismo que Ben Roi con sus dolores de barriga, Leah Shalev contaba con su propio argot policial. Echó un vistazo al reloj, apuró el café y se levantó.
—Tendría que marcharme. Con un lío de la leche o sin él, la cena de la familia Shalev no perdona. —Y empezó a recoger sus cosas.
—¿Qué tal los críos? —preguntó Ben Roi, levantándose también.
—Estupendos, aunque Deborah no me habla. Un ligero contratiempo respecto a su elección de novio.
Ben Roi sonrió. A él le quedaba tiempo para aquello.
—¿Y Benny?
—Muy bien. Expone en Ein Karem y parece que hay posibilidades de hacerlo en Estados Unidos.
En contraposición al tipo de trabajo de su esposa, Benny Shalev era artista. Un artista muy respetado. Aquel matrimonio era uno de los pocos que Roi conocía en el cuerpo que había sabido resistir las tensiones que vivía uno de los cónyuges. Leah y Benny Shalev tenían la relación más sólida que podía conseguirse. Pese a que jamás lo hubiera admitido, ni siquiera para sus adentros, cada vez que los veía juntos Ben Roi sentía una cierta nostalgia, una añoranza de aquello que habría podido ser. A veces echaba mucho de menos a Sarah. Muchas veces. La mayor parte del tiempo.
—¿Vas a pasar el sabbat con Sarah? —preguntó Shalev, como si le leyera el pensamiento.
—Está con su familia.
—¿Quieres venir a casa? Me encantaría.
—Gracias, Leah, pero he quedado.
—¿En serio?
—En serio.
Salieron de la oficina hacia el patio del fondo de la comisaría. El Skoda Octavia de Shalev estaba aparcado en un extremo al lado del recinto donde hacían ejercicio los caballos. Ben Roi la acompañó hasta el vehículo.
—Mi intención es que Namir siga con los casos antiguos y cerrados —dijo ella, volviendo al caso—. Y además desde la perspectiva armenia. Pincas puede investigar las amenazas de los rusos y de los colonos de Hebrón, ver si encuentra alguna relación. Habla ruso y sé que como mínimo cuenta con un confidente entre los colonos.
—¿Y yo? —preguntó Ben Roi, con voz afeminada imitando a Dov Zisky en la reunión de la mañana. Shalev lo fulminó con la mirada.
—Sigue con Kleinberg. Quiero saber sobre qué escribía, a quién tenía encabronado, por qué se iba a Egipto y qué hacía tan a menudo en el barrio armenio.
Llegaron al coche y Shalev le dio al botón para abrirlo.
—Por cierto, ¿qué tal con Zisky? —preguntó ella.
—Perfecto. La semana que viene nos vamos a vivir juntos.
—Mazel tov.
Leah lanzó el bolso hacia el asiento de atrás, se sentó al volante y cerró la puerta. Un poco más allá, a su izquierda, entraba con sus típicos resoplidos un todoterreno Polaris Ranger, el único vehículo capaz de sortear las calles empinadas, escalonadas, de la Ciudad Vieja. Shalev esperó que aparcara y luego puso en marcha su motor.
—Mañana día libre, ¿verdad?
Ben Roi asintió.
—Haré bricolaje en casa de Sarah —dijo—. Si quieres, podría…
—Lo que quiero es que hagas el bricolaje. Aunque si lo haces como el trabajo aquí, no me atrevo a pensar en los resultados. Hasta el domingo.
Le dijo adiós con la mano, metió la primera y salió al ralentí hacia el túnel de entrada a la comisaría. Cuando estaba en mitad del patio, se detuvo y bajó el cristal de la ventanilla. Ben Roi se acercó. Leah tenía la vista fija hacia delante y sujetaba con fuerza el volante.
—No sé cómo explicarlo, Arieh —dijo en un tono de pronto serio, meditabundo—, pero tengo una mala sensación respecto a este caso. La he tenido desde el principio.
—Será porque estrangularon a una mujer en una catedral.
Leah ni siquiera sonrió.
—Es como si fuera a desembocar en algo…
—¿Malo?
Ella se volvió para mirarlo.
—Cuidado, Arieh. Ten cuidado y mantenme informada, ¿vale?
Llevaban cinco años trabajando juntos y Leah jamás le había hablado de aquella forma. A Ben Roi le pareció inquietante.
—¿Vale? —repitió.
—Claro —dijo él—. Vale.
Ella asintió, le deseó gut shabbas y salió del recinto de la comisaría. Lloviznaba de nuevo.