CUANDO Ben Roi volvió a la Kishle encontró a Dov Sisky en el despacho, inclinado sobre la mesa como una especie de talmid hakham. Yoni Zelba y Shimon Lutzisch habían salido, de modo que ellos dos estaban solos.
—¿Algún progreso? —preguntó, quitándose la chaqueta y sentándose en su escritorio.
—En realidad, no —respondió Zisky—. El seis horizontal es jodido.
Ben Roi iba a comentar por qué coño estaba haciendo un crucigrama cuando había un asesinato por resolver. Luego se dio cuenta de que era una broma y soltó un bufido de desahogo. Zisky podía tener el aire de Dana International, pero como mínimo había que reconocerle que tenía sentido del humor. Algo que hacía falta en la policía israelí. Sin sentido del humor uno podía acabar como un cascarrabias amargado como Amos Namir. Y solo faltaba eso.
—Vamos a ver, ¿dónde estamos?
Zisky dio media vuelta en su asiento y abrió el bloc de notas con tapas de muletón.
—He hecho un seguimiento de la cuenta del móvil de la víctima. Es de Pelephone. Están desglosando sus llamadas de los últimos seis meses. Y lo mismo con la línea fija, Bezeq, y con la cuenta de Gmail. Todo el mundo cierra para el sabbat, o sea que como mucho lo tendremos el domingo.
Ben Roi refunfuñó pero no insistió. Así funcionaban las cosas en aquella parte del mundo: incluso las investigaciones de asesinatos se tomaban un día de descanso.
—¿Y por la zona? —preguntó, desviando la vista hacia los titulares del Yediot Ahronot que había comprado cuando volvía del piso de Kleinberg: escándalo sobre corrupción gubernamental, estancamiento en las negociaciones de paz, el Hapoel Tel Aviv vapuleado en la Liga de Campeones. Lo de siempre. Lo de siempre—. ¿Algo que pueda sernos útil?
—Poco —respondió Zisky—. El conserje que estaba de turno anoche no ha añadido nada a la declaración ya hecha. La víctima cruzó la puerta hacia las siete de la tarde. Cree que alguien entró detrás de ella, pero estaba hablando por teléfono con su mujer y no se fijó. No es capaz de dar ningún tipo de descripción. Ojalá consigamos más detalles de las cámaras del recinto.
—Ojalá —dijo Ben Roi.
—Ha comentado que no era la primera vez que la veía.
Ben Roi levantó la vista.
—Lo mismo que han dicho otros. Al parecer, en las últimas dos o tres semanas fue unas cuantas veces por allí.
Ben Roi dobló el periódico y se sentó, interesado.
—¿Qué más?
—Pues el de anoche confirmó que como mínimo la había visto un par de veces antes. Y otro conserje ha hablado de cuatro o cinco veces. Luego hay un sacerdote que se llama…
Consultó el bloc intentando buscar el nombre. Ben Roi le indicó con un gesto que daba igual.
—En fin, ha dicho que había asistido a algunos servicios religiosos, de mañana y de tarde. Que había pensado que tal vez esperaba a alguien, pero ninguno de los que he interrogado recordaba haberla visto con otra persona. Los agentes siguen con el puerta a puerta, tal vez descubran algo.
Ben Roi asintió, tamborileando sobre la mesa.
—También he hablado con el arzobispo Petrossian —dijo Zisky.
—Sigue.
—Solo me ha concedido quince minutos, de modo que no puede decirse que le haya hecho un interrogatorio en profundidad. Ha dicho que le parecía imposible que alguien de su comunidad hiciera algo semejante, pero que aparte de esto no podía decirme nada más.
—¿Te lo has creído?
Zisky se encogió de hombros.
—Es cierto que esto le ha alterado. Lo he visto en sus ojos. He tenido la sensación…
—¿Mentía?
—Más bien… que tenía algo más en la cabeza. Algo que no ha dicho. Nada concreto. Simplemente una intuición.
«Intuición femenina», pensó Ben Roi. Pero se lo guardó.
—¿Tiene coartada?
—Ha dicho que había pasado toda la noche en sus aposentos. Aún no hemos encontrado a nadie que lo corroborara. —Levantó el brazo para tocarse uno de los clips que le sujetaban el yarmulke—. Si quieres escarbo un poco. Remuevo el pasado.
—Sí, hazlo. Y ya que estás, mira si puedes descubrir algo sobre esto. —Buscó en su bolsillo y sacó el billete de autobús de la compañía Egged que había encontrado en el piso de Kleinberg.
Zisky se acercó a él para cogerlo y a Ben Roi le llegó un cierto olor a loción para después del afeitado.
—Kleinberg lo utilizó hace cinco días —dijo Ben Roi—. Para ir a Mitzpe Ramon. Me gustaría saber qué hacía nuestra víctima en pleno Néguev.
Zisky observó el billete.
—Y otra cosa —añadió Ben Roi, casi relamiéndose con aquello de tener a alguien a quien endilgar responsabilidades—, ¿puedes mirar qué significa esta palabra?
Abrió el bloc, le dio la vuelta, se inclinó hacia delante, lo aplanó sobre la mesa y señaló la palabra que habían descubierto grabada en la carpeta de sobremesa de Kleinberg: Vosgi. Zisky se acercó a él para verlo y con la mejilla casi rozó la de Ben Roi. El aroma de antes de pronto se hizo más intenso.
—Dispensad, muchachos, supongo que no interrumpo nada…
Había aparecido Uri Pincas en la puerta. Ben Roi se echó hacia atrás en el asiento con un movimiento brusco.
—Joder, ¿lo de llamar se te ha olvidado o qué, Pincas?
Su compañero esbozó una sonrisa autosuficiente y frunció los labios dibujando un beso. Ben Roi puso cara de pocos amigos.
—¿Qué quieres?
—Pasaba para decirte que el material de la cámara está listo. Lo veremos dentro de cinco minutos. Espero que os dé tiempo a los dos para… ya me entiendes, refrescaros.
—¡Shak li b’tahat, Pincas! Bésame el culo.
—Pues mira, me pongo en la cola. Nos vemos en el anexo.
Le guiñó el ojo, volvió a fruncir los labios y desapareció hacia el pasillo.
—Oye, si has terminado con mi CD de Yahonathan, podrías devolvérmelo —gritó.
—¡Capullo! —exclamó Ben Roi.
Suponiendo que Zisky hubiera captado algo de aquello —y lo extraño hubiera sido que no—, no lo demostró. Se limitó a escribir Vosgi en el bloc y se fue a su mesa sin decirle nada. Ben Roi se preguntaba si tenía que hacerle algún comentario, pero vio que el otro había cogido el teléfono y estaba marcando un número. Salió al lavabo y luego se sirvió un vaso de agua del dispensador de fuera. Llenó otro para Zisky y se lo llevó al despacho.
—Oro.
—¿Cómo?
—Vosgi. Significa oro. En armenio. Oro, dorado.
Qué rápido que era el muchacho. Total, había estado fuera del despacho un par de minutos.
—Muy bien —dijo Ben Roi—. Gracias.
Zisky asintió y aceptó el agua.
—¿Te importa que hoy salga un poco antes? —preguntó—. Tengo que ir a recoger cosas para el sabbat.
—No —respondió Ben Roi—. Tranquilo.
Se quedó un momento indeciso y luego repitió «Bien» y se fue hacia la puerta.
—Ah, y otra cosa…
Ben Roi se dio la vuelta.
—Si te interesa Yahonathan Gatro, yo tengo todos sus álbumes. Con mucho gusto te los puedo grabar. También tengo mucho material de Ivri Lider y de Judy Garland.
Le dirigió una sonrisa y se acercó a la mesa. Ben Roi también sonrió a su pesar. Empezaba a caerle bien el muchacho.
Pincas y Nava Schwartz habían preparado un DVD con todas las imágenes relevantes de la noche del asesinato de Kleinberg, a partir de las cámaras de la policía y del recinto armenio.
Lo visionaron en una habitación con paredes de cristal contigua al centro de control de cámaras. Se reunieron allí todos los del grupo de la mañana salvo Zisky, cuyo lugar ocupó Yitzhak Baum, inspector jefe. Baum siempre asistía a los visionados de las cámaras. Casi siempre sacaban de allí alguna pista que ayudaba a resolver la investigación, y a él le gustaba participar del éxito.
Aquel día tuvo una decepción. Todos la tuvieron.
Las cámaras policiales consiguieron seguir a Kleinberg desde el momento en que bajó del autobús, junto a la puerta de Jaffa, y cuando circuló por el túnel en la calle del Patriarcado Ortodoxo Armenio. A partir de aquí tomó el relevo el circuito cerrado de televisión del barrio armenio, desde que llegó a la puerta del recinto hasta que entró en la catedral.
Durante todo el recorrido la siguió la misma silueta, a unos treinta metros de ella. Entró en la catedral después de la mujer y salió treinta y seis minutos más tarde. Rehízo sus pasos por la Ciudad Vieja y desapareció por la calle Jaffa.
Nadie dudaba lo más mínimo de que era el asesino. Por desgracia, iba envuelto en una gabardina con capucha para protegerse de la lluvia y ni las ampliaciones ni los primeros planos consiguieron captar su rostro. Había viajado en el autobús con Kleinberg, tenía una estatura media y la había seguido por la Ciudad Vieja hacia la catedral: esto era más o menos lo que sabían. Ni siquiera estaban seguros de si era un hombre.
Contemplaron las imágenes tres veces, cada vez más desmoralizados, y estaban a punto de iniciar el cuarto pase cuando sonó el móvil de Ben Roi.
El-Al. Habían revisado listas y habían encontrado algo pertinente.
Había una reserva a nombre de Rivka Kleinberg para un vuelo a las once de la noche a Alejandría, Egipto, la noche de su muerte.