Jerusalén

BEN Roi hizo otras tres llamadas antes de marcharse al piso de Rivka Kleinberg.

Primero llamó a la oficina de Matzpun ha-Am, la revista para la que había trabajado en Jaffa. Le respondió un contestador, en el que dejó su número de móvil y pidió si alguien podía llamarle lo antes posible.

La segunda llamada fue una apuesta arriesgada, a El-Al. La bolsa de viaje que habían encontrado en la catedral hacía suponer que Kleinberg o bien se iba de viaje o bien volvía. Era más probable lo primero, pues toda la ropa estaba limpia. Había encontrado unas medias de compresión elásticas por estrenar, que le hicieron pensar en la razonable posibilidad de que tuviera que tomar un avión: la madre de Ben Roi no subía ni por asomo a un avión sin sus medias antiembólicas. Había un montón de compañías aéreas a las que llamar si no funcionaba el presentimiento que había tenido de El-Al, la línea nacional de Israel, la que le pareció la más clara para empezar. Habló con alguien de la oficina principal al que pidió que comprobara si tenía en las listas de vuelo a una tal Rivka Kleinberg.

Hizo la última llamada a Dov Zisky, y le respondió su buzón de voz.

—Zisky, soy Ben Roi. Hemos identificado a la víctima. Tendrías que revisar su correo electrónico, su teléfono fijo y el móvil. Te he dejado todos los detalles en tu mesa.

Vaciló un momento pensando si debería decirle algo más, animarle un poco, como le había dicho Leah Shalev que hiciera. Aquel no era su estilo, de modo que con un escueto «Hasta luego» se dispuso a colgar, pero algo le movió a seguir:

—Y ya que estás en el barrio, podrías hacerme el favor de pasar a ver al arzobispo Petrossian, Armen Petrossian. Ya he hablado con él y ha dicho que no sabe nada, pero no está de más otro intento. Me interesaría ver qué puedes sacar de él.

Volvió a vacilar y por fin con un apagado «Suerte» colgó, cogió su chaqueta y salió.

El piso de Kleinberg estaba en un bloque situado en la esquina de Ha-Eshkol com Ha-Amonim, a un tiro de piedra del bullicio multicolor del Mahane Yehuda Shuk. Ben Roi aprovechó un coche patrulla que iba en aquella dirección, bajó antes del mercado y siguió hacia los porches. Era viernes y aquel lugar estaba abarrotado de gente que iba a hacer sus compras antes del sabbat: fruta, verduras, carne, pescado, aceitunas, queso, challah, halva… En cada puesto se acumulaban montones de clientes, muchos de ellos haredim con sus trajes negros. El lugar había registrado tres atentados en aquellos años, pero la multitud seguía llenándolo. No era de extrañar, pues servían los productos más frescos de Jerusalén.

Se detuvo en un puesto de pan, donde compró un par de burekas y sofganiot, y luego cruzó el mercado para salir al otro lado. Cuando llegó al edificio al final de Ha-Eshkol —un anodino bloque de tres pisos, con balcones llenos de flores y un bar en la planta baja—, se había zampado la comida y el estómago ya no le hacía ruido.

En la pared contigua a la puerta de acero y cristal había un interfono debajo de una mezuzah del tamaño de un habano. Se limpió las manos en los téjanos y se acercó a él. Unos timbres tenían nombre y otros no. Rivka Kleinberg no estaba. Tocó el timbre correspondiente a DAVIDOVICH - CONSERJE.

—Ken.

Una voz masculina. De persona mayor, le pareció.

—¿Señor Davidovich?

—Ken.

Shalom. Soy el inspector Arieh Ben Roi de la…

—¡Por fin!

—¿Cómo?

—Llamé hace cuatro días. She’elohim ya’a zora, que Dios nos ampare. Si la policía funciona así, no me extraña que el país se vaya al carajo.

Ben Roi no sabía de qué le estaba hablando.

—He venido por lo de Rivka Kleinberg.

—Por supuesto, ¡no hace falta que me lo diga! —El hombre parecía exasperado—. Un momento, ya le abro.

Se oyó el clic del interfono y luego el sonido de una puerta que se abría, pasos cansinos en el vestíbulo y el sonido metálico de accionar las cerraduras. Se abrió la puerta principal y Ben Roi se encontró frente a un hombre bajito, medio calvo, con una chaqueta de punto, pantuflas y un yarmulke blanco. Curiosamente, lucía una chapa en la que se leía VOTA SHAS, pese a que no era época de elecciones.

—¿Cómo ha tardado tanto? —le espetó.

—Supongo que tiene que haber un error —dijo Ben Roi—. He venido porque…

—Las amenazas. Ya lo sé. No sé si se acuerda de que fui yo quien le llamé. ¡Oy vey!

Ben Roi intentaba situarse.

—¿Alguien amenazó a la señora Kleinberg?

—¿Cómo?

—¿Llamó a la policía porque alguien había amenazado a la señora Kleinberg?

—¡Pero qué dice usted, dafook! ¡Kleinberg me amenazó a mí! ¡Dijo que haría que me mataran, la muy zorra! Yo soy el conserje y tengo la obligación de mantener limpias las instalaciones. Su gato hace sus necesidades en el rellano, a ver si no tengo derecho a quejarme. Hala, en pleno rellano que me lo encontré. ¡Una plasta del tamaño de este puño! Si hubiera tenido una pistola a mano…

—La señora Kleinberg fue asesinada anoche —dijo Ben Roi.

Aquello cerró la boca al conserje.

—Han encontrado el cadáver esta mañana. Hace poco que nos hemos enterado de su dirección.

El hombre parpadeaba, iba cambiando de postura.

—Del tamaño de este puño —era todo lo que conseguía decir—. Allí en medio del rellano.

Ben Roi le explicó que tenía que echar un vistazo al piso de la víctima. Refunfuñando, el conserje se fue, arrastrando los pies, a buscar las llaves maestras. Cuando volvió, apretó el interruptor de la luz automática y tomó la escalera delante de Ben Roi.

—Era una mujer difícil —dijo mientras subían—. Sin faltar al respeto, y siento lo que le ha sucedido, pero era una mujer difícil. Los inquilinos no pueden tener animales domésticos. Es algo que está estipulado. Pero yo hice la vista gorda. Manténgalo dentro, le dije. Si no sale yo no voy a decir nada. Pero no me hizo caso y el gato defecó en el rellano. Y cuando se lo reproché, se puso hecha una furia. ¡Una furia es poco! ¡Lo que llegó a decir! ¡Que si jod… con esto, que si jod… con lo otro! ¡Que no me meta en su jod… vida! Debería darle vergüenza. Una mujer asquerosa, repugnante. Ojo, sin faltar al respeto…

Llegaron al último piso. Davidovich pulsó otro interruptor y se dirigió hacia la puerta del final del rellano, se detuvo un instante en el camino para mostrar a Ben Roi el punto concreto donde el gato de Kleinberg había hecho sus necesidades.

—Del tamaño de mi maldito puño —murmuró.

La puerta tenía mirilla y dos cerraduras, ambas de seguridad, una en medio, la otra más arriba. El conserje intentó meter una llave en la superior, se dio cuenta de que no era la adecuada, probó otra y empezó a hacerla girar.

—Un momento.

Ben Roi cogió la mano del hombre y lo hizo retroceder un paso.

Algo le había llamado la atención. En el suelo. Un trozo de cerilla de menos de un centímetro de longitud, sobre una de las baldosas al final de la puerta contra el marco de esta. Se agachó y la recogió. Podía no tener ninguna importancia. Pero de nuevo, pensando en lo que le había dicho Natan Tirat, recordó que Kleinberg tenía sus razones para comportarse como una paranoica. Y el truco de la cerilla en la puerta era la típica estratagema del paranoico. Se trataba de meter un trozo de cerilla entre la puerta y el marco al salir. Si alguien abría la puerta, la cerilla se caía y uno sabía que había entrado alguien.

—¿Ha abierto usted esta puerta en las últimas veinticuatro horas?

—¿Se ha vuelto loco o qué? —exclamó el conserje—. ¿Del modo que me hablaba? ¡No me acercaría de ninguna forma a esa maldita mujer!

—¿Alguien más tiene llaves?

—Sinceramente, lo dudo. Con lo que me costó que me dejara estas. «Señora Kleinberg», le dije. «Soy el conserje, esto es un arrendamiento, tengo que disponer de un juego de llaves por si hay un incendio, una fuga de gas o por si una cañería…».

Ben Roi no le escuchaba. No habían encontrado llaves en el cadáver. Lo que significaba que si alguien había entrado en el piso existían muchas posibilidades…

Cogió el móvil, llamó a Leah Shalev y le dijo que mandara al equipo forense en cuanto pudiera. Y algunos agentes para interrogar a los inquilinos del bloque. Después de colgar, pidió las llaves al hombre y abrió él mismo la puerta con mucho cuidado de no tocar nada. Enseguida notó una fuerte vaharada en la que se mezclaba el olor a ropa sucia y a fétida arena de gato.

Oy vey —murmuró Davidovich.

Ante ellos se abría un pasillo sombrío recubierto de linóleo, con puertas medio abiertas a uno y otro lado y al final lo que parecía una sala de estar. Un enorme gato atigrado con una campanilla en el cuello ocupaba medio pasillo. Los miró fijamente y se metió en la sala de estar con un fuerte tintineo.

—Este es el cagón —dijo Davidovich, frunciendo el ceño.

Ben Roi vio un interruptor en la pared, se sacó un pañuelo del bolsillo y lo accionó. Paseó la vista por todas partes. Después agradeció al conserje su colaboración, se quedó en el piso y cerró la puerta. Oyó al hombre que refunfuñaba desde el rellano contra gatos, alquileres y contra el país, que se iba al carajo.

Lo primero que sorprendió a Ben Roi fueron las medidas de seguridad del piso. Además de la mirilla y las dos cerraduras, vio en la otra parte de la puerta una cadena, dos pestillos —uno arriba y otro abajo— y, a punto en un estante junto a la puerta, un espray de defensa personal. Realmente Kleinberg estaba aterrorizada.

Avanzó por el pasillo, abriendo bien las puertas con el pie. Aquello estaba hecho un desastre, una pocilga. Pensó que sería más culpa del desorden de la dueña que del que podía haber dejado alguien que hubiera registrado el piso, aunque no estaba seguro de ello. En la cocina encontró platos con comida de gato medio seca; en el baño, un recipiente con arena lleno de excrementos; en una habitación, ropa esparcida por el suelo, y en otra, montones de cajas de cartón.

La sala de estar, que hacía las veces de estudio, era algo especialmente caótico: hasta el último centímetro estaba ocupado por montañas de papeles, libros, revistas y periódicos, al borde del desmoronamiento. «Era como un maldito Exocet», como había descrito Natan Tirat su periodismo. Y al parecer lo mismo podía decirse del orden de la casa. Ben Roi tardaría días en examinar todo aquello. Semanas. Todo un equipo trabajando sin parar.

Zayn —murmuró ante aquel caos. ¡Dios Santo!

Encontró una puerta de cristales con una gatera, que daba a una terraza donde el gato se había tumbado en un sillón reclinable. Al otro lado de la puerta estaba el despacho de la mujer. Entró en él. Montones de fotocopias, de recortes de periódicos, una carpeta de sobremesa de cuero, un fichero rotatorio, dos diccionarios y uno de sinónimos, un vaso de cerámica lleno de bolis. Además, una impresora y un módem. Se agachó para mirar debajo de la mesa. No vio ni un cable de los que suelen llevar los ordenadores de sobremesa, lo que le hizo pensar que Kleinberg había trabajado con portátil. Dio un rápido vistazo al piso pero no encontró ninguno. Tal vez había quedado enterrado en alguna parte y lo había pasado por alto. O bien lo había llevado a reparar. También existía la posibilidad de que se lo hubiera llevado el asesino, de allí o de la bolsa de Kleinberg, en la catedral. El instinto le dijo que se lo habían llevado, aunque no tenía modo de asegurarlo.

Cogió la pluma que llevaba y, con un extremo, fue apartando los papeles de la mesa, con cuidado de no tocar nada con los dedos. Vio unas cuantas fotos de la comunidad armenia y de la catedral de San Jaime, elementos claramente relevantes, aunque le pareció que se trataba de una información bastante general. Había también material sobre la prostitución y el sector del comercio sexual en Israel, en concreto unos cuantos folletos sobre algo denominado «Línea caliente para trabajadores migrantes». También encontró algún ejemplar de Matzpun ha-Am, la revista para la que trabajaba Kleinberg; un atlas con un marcador puesto en un mapa de Rumania; mapas plegados de Israel y de Egipto; un sinfín de recortes de prensa sobre mil temas, desde la piratería informática hasta las condecoraciones militares británicas, la psicología de los abusos a menores o la fundición de oro (tres sobre esta cuestión en concreto). Todo parecía claramente aleatorio, sin ningún tema relacionado. Si se trataba de pistas, no tenía ni idea de qué representaban ni de cómo interpretarlas. Era como buscar una aguja en un pajar. Peor aún: como buscar una aguja en un pajar sin saber qué aspecto tiene una aguja.

Zayn —repitió.

Se pasó media hora husmeando por la estancia repleta de estantes del suelo al techo, con archivadores de los que sobresalían más papeles y recortes. Luego, tras apenas haberse hecho cargo de la superficie de todo aquello, pasó al dormitorio. Una cama sin hacer, ropa por el suelo, media docena de frascos de medicamentos sobre la cómoda, un dibujo infantil de una mujer con pelo rubio sujeto con celo, una acuarela sobre papel azul.

En la mesilla de noche, tres fotos, todas con marco de metacrilato, las únicas que había visto Ben Roi en el piso. Se acercó para verlas mejor.

En una se veía un grupo de unas veinte jóvenes, todas sonriendo ante la cámara, vestidas con uniforme de faena militar y sombrero de ala ancha: probablemente durante el servicio militar. Rivka Kleinberg estaba a la izquierda del grupo, con el brazo sobre el hombro de una atractiva mujer que llevaba gafas de sol. Se la veía mucho más joven, aunque era inconfundible, con aquella fuerte osamenta y el pelo rizado. Detrás una dedicatoria: «A mi querida Rivka. ¡Qué tiempo tan feliz!».

La siguiente era en blanco y negro, de un hombre y una mujer cogidos de la mano, de espaldas al mar. Tenían un cierto aire inexpresivo, angustiado, una mirada que Ben Roi había observado en muchos supervivientes del Holocausto. Los padres de Kleinberg, pensó.

La tercera era de una niña que tendría unos ocho o nueve años, la sonrisa abierta, el pelo rojizo recogido en dos coletas, rostro pálido y pecoso. Por la parte de atrás, en letra infantil y clara había escrito una especie de ripio absurdo:

Sally, Carrie, Mary-Jane,

Lizzy, Anna, ¿quién puedes ser?

Hannah, Amber, Stella, Lee,

no se deja ver, se esconde de mí.

Jenny, Penny, Alice, Sue,

pero solo Raquel puedes ser tú.

Ben Roi miró la acuarela de la pared y luego la foto. Había algo en aquellas dos imágenes que le parecía fuera de lugar en aquel piso, no veía que casaran con la información que le había llegado de Rivka Kleinberg. Tal vez valdría la pena observarlas bien para intentar descubrir quién era la niña. De todas formas, no le pareció que aquello tuviera una importancia capital para la investigación, y después de contemplar un momento la foto siguió con su búsqueda por el piso.

La siguiente pausa la hizo en la cocina. En el cubo de la basura. Era un modelo de los de pedal que abrió con la punta de la zapatilla deportiva, más por curiosidad que por si encontraba algo revelador. Estaba casi lleno: latas de Coca-Cola, un bote de café Elite, una bolsa arrugada de los almacenes Mr Zol, latas vacías de comida para gato. Y también un billete de autobús de la compañía Egged. Hasta aquel momento había ido con sumo cuidado de no tocar nada, pues no quería dejar huellas o rastro físico antes de que llegara el equipo forense. Pero le ganó la curiosidad. Sacó el billete y lo desdobló. Tenía fecha de cinco días antes, cuatro antes del asesinato de Kleinberg, y era un billete de vuelta a Mitzpe Ramon, una ciudad sin salida en medio del desierto del Néguev. ¿Significativo? No tenía idea, pero algo le decía que sí. Se quedó con la vista fija en el billete y luego lo dobló y se lo metió en el bolsillo.

Dejó la otra habitación para el final. Esta le dio la respuesta de algo que le había estado carcomiendo desde que había puesto los pies en la sala de estar: la ausencia de blocs de notas.

Todos los periodistas que había conocido tenían blocs de notas. Y no solo para uso inmediato, sino también antiguos blocs de notas. Al igual que los inspectores, siempre había algún momento en que querían consultar o contrastar una información recogida en fechas anteriores. Natan Tirat tenía la casa llena de blocs; Ben Roi incluso recordaba que había estado a punto de romper con su mujer después de que le tirara un montón a la basura en una limpieza a fondo de la casa.

No había visto ni uno en el lugar de trabajo de Kleinberg. Pues resultó que estaban todos archivados en cajas de cartón en la otra habitación. A diferencia del caos reinante en el resto del piso, sus notas estaban perfectamente ordenadas. Información de treinta años. Toda su carrera, por lo que parecía. Cientos de blocs, todos etiquetados con sus fechas y el período que abarcaban —en hebreo y en inglés, por una razón u otra—, colocados en orden cronológico en cajas por años, de forma que, si uno quería encontrar, por ejemplo, las notas de investigación de un artículo escrito en abril de 1999, sabía exactamente adonde ir. En su primera época había utilizado todo tipo de formatos: A4, A5, rayados, en blanco, con espiral, cosidos. Durante los últimos veinte años, en cambio, dominaban unos blocs negros de tapa dura con rayas anchas.

Sin duda todo aquello podía encerrar una información útil, pero él no iba a pasarse la vida allí, y no solo por la cantidad de material, sino porque utilizaba la taquigrafía. Tendría que revisarse, pero de momento no preocupaba tanto a Ben Roi lo que había encontrado como lo que quedaba por encontrar. Por lo que había visto, no existían las notas de los tres últimos meses. Revisó todas las cajas, volvió a la sala de estar y a la habitación pero no las encontró. Era como si dos meses antes su vida periodística se hubiera detenido en seco.

Su tutor, el comandante Levi, quien había utilizado la analogía de la cadena para describir el avance de una investigación, le había legado también otra perla de la sabiduría policial: los «dolores de barriga». Se trataba de la sensación que se tiene cuando hay algo que no encaja del todo en un caso, no liga con la historia global del delito. Un cadáver estrangulado en el centro de la catedral no era algo muy propio, por supuesto, pero los dolores de barriga no se referían al delito en sí. Más bien a las anomalías que presentaban estos. Y la ausencia de notas era una anomalía.

Al igual que con el portátil que había desaparecido, existían posibles explicaciones. Su instinto le decía que había sido el asesino de Kleinberg quien se había llevado las notas. Aquello sí era un dolor de barriga, pues un asesino que roba notas taquigrafiadas es una persona de un tipo completamente distinto del que estrangula a una mujer y le roba la cartera, las llaves, el móvil y el portátil. Había una desconexión. La cosa no encajaba. Se apoyó en el marco de la ventana y, contemplando los tejados, empezó a pensar. Así seguía al cabo de un cuarto de hora cuando apareció el equipo de forenses.

Permaneció en el piso media hora más, mientras los de investigación llevaban a cabo su trabajo en la sala de estar. Como no encontró nada que le pareciera claramente de utilidad, por fin dejó al equipo y se marchó. Ya estaba en el rellano cuando uno de los forenses, una chica, le avisó:

—No sé si es algo…

Ben Roi retrocedió. La chica estaba frente al escritorio de Kleinberg y señalaba la carpeta forrada de cuero que estaba encima de la mesa. Cuando él había revisado el escritorio, aquella carpeta estaba enterrada entre papeles, pero el equipo la había rescatado.

De entrada no vio lo que le señalaba ella, pues aparte de un par de señales de bolígrafo y una mancha de tinta negra, los papeles estaban en blanco. Hasta que se acercó y lo miró con más detenimiento no vio los débiles trazos que se habían grabado en el primer papel, indicativos de que Kleinberg había podido escribir algo en una hoja superior. La mayoría de palabras apenas podían identificarse, y además se solapaban, por lo que era casi imposible sacar algo en claro de ellas. Había una, sin embargo, que se había grabado mejor y podía descifrarse. Se repetía profusamente, como mínimo en ocho puntos distintos del papel: era Vosgi.

—Se diría que la escribió presionando mucho con el bolígrafo —dijo la chica—. Un poco como cuando tienes algo en mente que te obsesiona.

Vosgi.

—¿Te suena de algo? —preguntó Ben Roi.

Ella negó con la cabeza.

—¿Y a ti?

Ben Roi repitió el gesto. Evidentemente, no era hebreo. Sacó su bloc y anotó la palabra. La miró un momento. Luego, encogiéndose de hombros, se metió el bloc en el bolsillo y se dirigió a la puerta.

—Y procura encontrar casa para el gato —dijo volviendo la cabeza.