JALIFA y Sariya finalmente llegaron a Luxor después de la hora de comer y entraron a la ciudad por su parte oriental, siguiendo la avenida del aeropuerto. Mientras esperaban en el semáforo del cruce entre El-Karnak y Al-Mathari, Jalifa abrió de pronto la puerta y bajó del coche.
—Nos vemos en la comisaría —dijo—. Tengo que hablar con alguien.
Cerró de un portazo y enfiló El-Karnak. Siguió durante cincuenta metros y entró en lo que, desde donde se encontraba Sariya, parecía una pequeña tienda de golosinas. Salió al cabo de unos minutos con una bolsa de papel en la mano, pero para entonces las luces ya habían cambiado y Mohamed Sariya había aprovechado el verde para seguir adelante.
«Todo ha cambiado», era lo que pensaba Jalifa cada vez que circulaba por el centro en aquellos días. «Nada es como entonces».
Egipto había cambiado, sin duda, sobre todo después de la caída de Mubarak y la entrada del nuevo gobierno. Mucho antes de que la revolución de enero transformara la política nacional, Luxor había iniciado ya su propia metamorfosis. La ciudad, en otra época un batiburrillo caótico aunque atractivo de edificios polvorientos y de calles colapsadas por el tráfico, un legado de la mala planificación urbanística —o más bien de la falta de planificación—, se había sumergido en los últimos años en un lavado de cara radical. El gobernador regional quería una urbe despejada y moderna, y aquello era lo que estaba consiguiendo, sin reparar en gastos, a saco. Se ampliaban las calles, se instalaban nuevos y sofisticados sistemas de control de tráfico, se derruían antiguos edificios y se edificaban otros nuevos. Habían echado abajo la monstruosidad del Nuevo Palacio de Invierno; habían pavimentado Midan Hagag, habían remodelado la explanada de Karnak y levantaban toda la Cornisa el-Nil, la convertían en zona peatonal y la dejaban al mismo nivel del río.
Y lo más espectacular de todo: estaban arrasando una extensión de cien metros de ancho entre Karnak, al norte, y el templo de Luxor, al sur —una distancia de aproximadamente tres kilómetros— para destacar la imponente avenida flanqueada de esfinges que había unido los templos en la antigüedad. Entre los numerosos edificios que habían tenido que sacrificarse para abrir aquel enorme abismo, dos tenían un significado especial para Jalifa: la antigua comisaría de policía situada junto al templo de Luxor y el bloque de cemento en el que habían vivido él y su familia.
La pérdida de la comisaría no constituía para él una gran tragedia. Al fin y al cabo, allí había vivido experiencias bastante desagradables. Pero la de su hogar era algo de lo más frustrante. Dieciséis años de recuerdos y asociaciones, de risas y lágrimas, de alegrías y tristezas; todo aquello borrado por la bola de demolición para que un hatajo de occidentales obesos tuvieran algo bonito que fotografiar. Jalifa era un enamorado del patrimonio de su país: si las necesidades económicas no lo hubieran empujado hacia las fuerzas policiales, lo más seguro era que hubiera acabado en el Consejo Superior de Antigüedades. En aquellos momentos, y por primera vez en su vida, le molestaba aquel legado. Miles de personas se habían visto obligadas a dejar el hogar, miles de vidas patas arriba. ¿Y para qué? Por una hilera de esfinges que ni siquiera se habían excavado debidamente, la mitad de las cuales eran réplicas de cemento. Aquello era una locura. La locura del poder. Y como siempre ocurría en Egipto —como siempre ocurría en todas partes—, quienes lo pagaban eran los de abajo.
Bajó por Sharia Tutankamón, una calle estrecha que seguía la parte lateral de la iglesia ortodoxa copta de Santa María. Unos cien metros más allá, la calle y la iglesia terminaban abruptamente en un terreno baldío, polvoriento y lleno de basura. A izquierda y derecha, la avenida de las Esfinges se perdía en la distancia, un profundo tajo de seis metros que abría el corazón de la ciudad y que recordaba al surco que queda después de un accidente de avión. Aquel era uno de los puntos de aquella vía que aún estaba por excavar, donde se había dejado un puente terrestre que permitía cruzar el foso. Jalifa siguió por Sharia Ahmes, hacia un edificio desvencijado, con la pintura desconchada, postigos rotos y una cruz copta encima de la puerta. En la pared, un letrero rezaba: SOCIEDAD DE LA BUENA SAMARITANA PARA NIÑOS DISCAPACITADOS. Subió los peldaños de delante de la puerta y entró en el edificio.
En su interior vio a un muchacho sentado en una moto Dayun. Con sus piernas larguiruchas y su espalda jorobada se balanceaba haciendo un ruido que imitaba el rugido de un motor. Jalifa metió la mano en la bolsa de papel que llevaba, sacó una barrita de chocolate y se la ofreció.
—Busco a Demiana —dijo—. A Demiana Barakat.
El chico observó la barrita. Luego, sin abrir la boca, bajó de la moto, tomó la mano de Jalifa y, cruzando una puerta, lo llevó hasta una gran sala de estar. Allí había otros niños, algunos en silla de ruedas, otros jugando en el suelo o echados en un sofá viendo dibujos animados en un antiguo televisor en blanco y negro. En una mesa, un joven daba de comer a un pequeño sin brazos.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Busco a Demiana.
—Por allí. —El joven señaló una puerta al otro lado de la sala.
Jalifa le entregó la bolsa y le dijo que era para repartir entre los niños; luego siguió hacia la puerta sin que el pequeño jorobado le soltara la mano. Estaba entreabierta, llamó suavemente y entró al despacho. Una mujer delgada, de rasgos angulosos, pelo gris y una crucecita en el cuello. Estaba sentada con los codos apoyados en una mesa a rebosar de papeles. Levantó la vista. Los ojos se le veían enrojecidos tras las gafas de montura dorada.
—Yusuf —dijo, haciendo un esfuerzo por sonreír—. ¡Qué agradable sorpresa!
—¿Vengo en un mal momento?
—En estos días, siempre es mal momento. Pero pasa, pasa.
Se quitó las gafas, se secó los ojos y con un gesto indicó a Jalifa que se acercara. El niño hizo lo propio.
—¿Por qué no te vas a jugar con la moto un rato, Helmi?
El pequeño siguió agarrado de la mano de Jalifa y la mujer tuvo que levantarse y llegar hasta él para soltarlo con suavidad.
—Vamos, sé buen chico. Vete a la aventura.
Le dio un beso en el pelo, le abrió la puerta que daba a la sala y luego la cerró.
—¿Qué le has dado? —preguntó ella, ya frente a la mesa.
—Una barrita de chocolate.
Demiana sonrió.
—Le gusta la gente que le regala cosas. Se encariña enseguida con ellos. Pero siéntate, por favor. ¿Te apetece un té? ¿Café?
—Shukran, no, nada —respondió Jalifa, sentándose—. Me sabe mal molestarte.
—No digas bobadas. Me alegra mucho verte. Siempre me alegra. Hace tanto tiempo…
Jalifa y Demiana Barakat hablaron de los viejos tiempos. En uno de sus primeros casos en Luxor, donde lo trasladaron desde su Guiza natal, estuvo implicada la comunidad copta de la ciudad y acudieron a Demiana para establecer el contacto. La mujer, además de llevar la Sociedad de la Buena Samaritana y una serie de organizaciones benéficas, estaba en el ayuntamiento y dirigía una pequeña publicación de la comunidad. Jalifa no conocía a nadie que tuviera más información que Demiana Barakat sobre la comunidad copta.
—¿Qué tal está Zenab? —preguntó ella.
—Bien —respondió Jalifa—. Mucho mejor. Está… —Vaciló un momento: no estaba muy seguro de qué podía añadir. No se le ocurrió nada, de forma que con un gesto cándido desvió la conversación—. ¿Alguna noticia sobre la iglesia?
—Sigue la lucha, pero ya no hay vuelta de hoja. La cuestión ya no es si se hará, sino cuándo.
De igual manera que la antigua vivienda de Jalifa, que la antigua comisaría, que tantos otros edificios, la iglesia de Santa María iba a derribarse para abrir espacio a la avenida de las Esfinges.
—Como mínimo este es un lugar seguro —dijo él.
—No por mucho tiempo. —Demiana cogió un papel—. Una carta de Gobernación. Nos reducen los recursos a la mitad. Que es lo mismo que decir que nos cierran las instalaciones. Saben dónde encontrar dinero para abrir un agujero de tres kilómetros en el suelo, pero para los niños desamparados…
Se quitó las gafas y se secó de nuevo los ojos.
—El muchacho que te ha traído hasta aquí, Helmi… lleva toda su vida con nosotros. Lo encontraron unos voluntarios cuando no era más que un bebé. Sus padres lo abandonaron en un vertedero. ¿Te imaginas? ¿Qué será de él? ¿Adónde puede ir? —La voz empezaba a fallarle—. Es un mundo tan cruel… —murmuró—. Terriblemente cruel. Claro que, a quién se lo cuento, ¿verdad, Yusuf?
—Por supuesto —respondió Jalifa.
Permanecieron un momento mirándose a los ojos. Luego, con un fuerte suspiro, Demiana dejó la carta y puso las manos encima de la mesa, con las palmas hacia abajo, con aire formal.
—En fin, no creo que hayas venido a oír mis penas. ¿Puedo hacer algo por ti?
Jalifa cambió de postura, incómodo. Después de lo que le había contado, no creía que fuera lo más adecuado pedirle ayuda, pues ya tenía bastante con lo suyo. La mujer comprendió lo que pensaba y sonrió.
—Vamos, Yusuf, hace mucho que nos conocemos. Suéltalo.
—No es tan importante —murmuró—. Puede…
—¡Yusuf!
—Vale, vale. Quería hacerte unas preguntas sobre la comunidad copta.
Juntó las manos sobre la mesa.
—Adelante.
—Tú que estás al tanto de todo, ¿has oído algo últimamente sobre actividades anticristianas? ¿Ataques, vandalismo?
—Siempre hay ataques contra los coptos. Lo sabes igual que yo. La semana pasada, por ejemplo, un tipo en Nag Hammadi…
—No en el Egipto Medio —dijo él, interrumpiéndola—. Por aquí. Por los alrededores de Luxor.
Demiana entrecerró los ojos.
—¿Por qué? ¿Ha ocurrido algo?
Jalifa le habló del campesino y del agua envenenada.
—También se estropeó el agua de su primo —dijo—. El hombre piensa que se lo hizo alguien de la aldea de al lado, pero el jefe de esta niega tener noticia de nada. Me preguntaba si era un problema localizado o parte de algo con más envergadura.
Ella se apoyó en el respaldo del asiento y empezó a jugar con el pequeño crucifijo de plata que llevaba colgado del cuello. En el techo, un viejo ventilador giraba, perezoso, incapaz de aliviar el calor de aquel lugar.
—No he oído nada —dijo ella después de una pausa—. Como sabes, en el norte hay mucha tensión, pero por aquí, gracias a Dios, las cosas siempre han estado bastante tranquilas. Estaba aquel jeque que predicaba por los pueblos, Ornar no sé cuántos…
—Abd el-Karim —respondió Jalifa.
—Exactamente. Siempre buscaba gresca, aunque creo recordar que sus sermones eran más antisemíticos que anticristianos. También hubo aquel incidente hace unos meses en que lanzaron al Nilo a un limpiabotas. Era copto, pero creo que el asunto tenía más que ver con dinero que con la religión.
Se calló y siguió tocándose la cruz. Afuera un niño había empezado a llorar, con sollozos convulsivos, roncos, algo que parecía zarandear todo el edificio.
—Realmente no se me ocurre nada —dijo por fin—. Somos una comunidad minoritaria que andamos con cuidado, sobre todo después del atentado de la iglesia de Alejandría y los disturbios de Imbaba. Pero por el momento no ha ocurrido nada comparable con lo que se ha vivido en lugares como Farshut. No se ha producido ningún tipo de violencia. Hay musulmanes que no quieren mezclarse con nosotros y gente de mi comunidad que no se mezcla con los musulmanes, pero en general todo el mundo va tirando a su aire. Un día alguien puede mirarte mal, eso es todo. Bueno, también está lo de la demolición de la iglesia. Pero claro, las mezquitas también van a derruirse, o sea que aquí no puede hablarse de intolerancia religiosa.
—Solo los cretinos que gobiernan esta ciudad —dijo Jalifa.
—Esa es otra.
Llamaron a la puerta. El joven con el que Jalifa había hablado antes asomó la cabeza y dijo a Demiana que en unos minutos llegarían los del banco Misr.
—Hemos pedido un préstamo —le explicó—. Dudo que nos lo concedan… Los demás ya lo han rechazado, pero hay que seguir probando. Lo siento, tendremos que dejarlo aquí, Yusuf.
Jalifa hizo un gesto indicando que no importaba.
—Tengo que volver a la comisaría —dijo.
Se levantaron y se fueron hacia la sala. Quien sollozaba era el pequeño sin brazos, a quien llevaban a uno de los sofás como si fuera un gran muñeco roto. Una niña, pensó Jalifa, aunque no podía asegurarlo. Demiana se acercó a la niña y la cogió en brazos. Inmediatamente, los sollozos se convirtieron en un gimoteo apagado. La acunó un poco y después la pasó al joven para acompañar a Jalifa hacia la entrada. El pequeño jorobado estaba otra vez en la moto, con aquella boca exageradamente grande manchada de chocolate. Al verlos, bajó y volvió a coger la mano de Jalifa.
—¿Te importaría preguntar por ahí? —dijo Jalifa acercándose a la puerta—. ¿Investigar si alguien ha oído algo?
—Claro que no. Te tendré al corriente.
Se detuvieron en el umbral. Afuera se había levantado un viento que movía remolinos de polvo y arenilla.
—Me ha alegrado verte, Demiana. Y siento lo de la subvención.
—No te preocupes por nosotros —respondió ella—. Saldremos adelante. El Señor se ocupará de ello.
Un tiempo atrás, Jalifa se lo habría creído. Ahora no lo veía tan claro. Su hogar no era lo único que se había hundido en aquellos últimos meses.
—Pondré correos electrónicos a unos cuantos —dijo—. Veremos qué se puede hacer.
—Gracias. Y, por favor, dile a Zenab que pensamos en ella. —Dudó un poco y luego dio un paso hacia él—. Yusuf, quiero que sepas…
Él levantó la mano para tranquilizarla. Se deshizo del agarre del niño, se puso en cuclillas y lo sujetó por los deformes hombros.
—¿Crees en la magia, Helmi?
No obtuvo respuesta.
—¿Te hago un poco?
El niño asintió con un movimiento casi imperceptible. Mirándolo de hito en hito, Jalifa sacó disimuladamente la barrita Mars que se había guardado en el bolsillo para comérsela cuando volviera a la comisaría y la colocó tras la abultada espalda del pequeño.
—¡Abracadabra! —murmuró simulando que la sacaba de detrás de la oreja de Helmi.
El niño rio, encantado. Su risa siguió a Jalifa hasta los peldaños que lo llevaron a la calle. Le pareció uno de los sonidos más tristes que había oído jamás.