LOS inspectores de la Kishle trabajaban en un local gris de la planta principal, situado frente al de Leah Shalev. Antes habían utilizado otro de la primera planta, pero con la reorganización de la comisaría los habían facturado hacia abajo, para fastidio de todos ellos.
Se accedía a la sección por medio de una puerta baja que se abría en la parte posterior del edificio; allí Ben Roi se detuvo para llamar de nuevo a Sarah. En esta ocasión, ella respondió. Seguía mosqueada con él por haberse escabullido del hospital, aunque no tanto como antes, por lo que consiguieron mantener una conversación mínimamente civilizada, que ya fue algo. En definitiva, todo iba sobre ruedas en relación con el bebé —Bubu, como le llamaban— y le habían programado otra visita al cabo de seis semanas. Ni se molestó en tomar nota de la fecha y de la hora: Sarah se lo recordaría al menos una vez a la semana hasta que llegara el día.
—Y haz el favor de no olvidarte de lo de mañana —le dijo.
Mañana era sábado, su día libre, y le había prometido ir a Rehavia, al piso de ella —el que había sido de los dos—, para arreglar la habitación del bebé.
—Claro que no lo olvidaré —respondió.
—No sé por qué, pero tus «claros» no me acaban de convencer.
Ben Roi soltó un bufido, consciente de que realmente era una calamidad, que siempre fallaba. Hubo un silencio y luego habló de nuevo Sarah, esta vez en un tono más suave, más íntimo.
—Hoy se está moviendo de lo lindo. Creo que Bubu está dando volteretas.
Ben Roi sonrió, apoyándose contra uno de los aparatos de aire acondicionado montado en la pared junto a la puerta de la sección de los inspectores.
—Se veían tan claras las facciones en la exploración… —dijo—. La nariz. Los ojos. Creo que será muy guapo. Y si es una niña, preciosa.
—Gracias a Dios, saldrá a su madre.
Se oyó una especie de gruñido de buen humor en el otro extremo de la línea. Por un momento, Arieh pensó que iba a decirle algo agradable. De haberlo hecho, él también le habría contestado en ese mismo tono. Hacía mucho que no hablaban así. Pero todo lo que le dijo fue que anduviera con cuidado y que no olvidara lo del sábado. Colgó, se quedó un momento mirando el móvil y soltó un suspiro. A pesar de que se hacía el duro —el típico sabrá, como le recordaba—, en realidad echaba de menos a Sarah. Y no tan solo porque llevaba un hijo suyo. A veces se preguntaba si no deberían intentarlo de nuevo. Durante un fugaz momento de arrebato se le ocurrió ir a comprar unas flores, coger el coche e ir a darle una sorpresa. Pero aquello duró un par de segundos. Luego, moviendo la cabeza como diciendo «No seas ridículo, joder», puso el móvil en la funda y entró en la oficina.
Hacer justicia a Bibi Kletzmann. Cuando Ben Roi llegó a su mesa y puso en marcha el ordenador, el fotógrafo ya había descargado imágenes de la mujer muerta en el sistema. Había muchísimas, tomadas desde ángulos distintos, un montón de la cara de la víctima. No podía decirse que fuera guapa, pero tampoco se trataba de un desfile de modelos. Escogió una y la copió en una carpeta aparte.
Tenía otros dos elementos relacionados con el caso en la mesa, pero estaban más cerca del teclado que de la pantalla. Uno era una nota de Dov Zisky, que le facilitaba su número de móvil: «En caso de que te haga falta». El otro, una bolsa de plástico con muestras, en la que encontró lo que llevaba la víctima en los bolsillos del pantalón. Dejó a un lado la nota de Zisky y se centró en el resguardo.
Habría sido interesante que se hubiera rellenado, pues, además de la fecha, el título y el autor de la publicación, se pedía a los lectores que pusieran también su nombre. Pero aquello estaba en blanco, de modo que no servía más que como pista. De todas formas, por algo había que empezar. Era la primera que le llegaba, y fue mirándola del derecho y del revés, recordando la voz de su tutor, el comandante Levi, como le solía ocurrir al iniciar cualquier investigación. «Llevar un caso, Arieh, es como crear una cadena», le decía. «Se empieza con un delito y un indicio, y a partir de aquí se van juntando los eslabones, uno detrás de otro, una pista tras otra, y la cadena se va haciendo cada vez más larga, hasta que por fin te lleva al autor de los hechos. Si creas una cadena, creas un buen caso».
El resguardo de la biblioteca era el primer eslabón de la cadena. Ben Roi se preguntó adonde lo llevaría.
—¿Alguien sabe de qué biblioteca es este resguardo? —preguntó, levantando el papel.
Había otros dos inspectores en el local: Yoni Zelba y Shimon Lutzisch, trabajando ambos en el caso del apuñalamiento del estudiante yeshiva. Lutzisch no había pisado una biblioteca en su vida. Zelba, por el contrario, era un ratón de biblioteca. Se acercó a él para ver el papel.
—La Biblioteca Nacional —dijo sin dudar un momento—. En Givat Ram.
Ben Roi asintió, recogió de nuevo el resguardo y consultó en internet el teléfono de la biblioteca. Cuando le hubieron pasado a alguien del servicio al lector, explicó la situación y redactó un mensaje adjuntándole el jpg de la mujer muerta, no sin antes advertir al hombre de que la imagen impresionaba. Dos minutos después le llegaba un nombre: Rivka Kleinberg. Judía israelí, por lo que parecía. Desde luego no era armenia. Ben Roi se lo apuntó. Segundo eslabón.
—Era periodista —dijo el bibliotecario, que se llamaba Asher Blum y parecía bastante afectado, algo que no sorprendía teniendo en cuenta el estado del cadáver—. Venía a menudo a la biblioteca. Creo que trabajaba en el Ha’aretz.
Aquel nombre no le sonaba, pero en realidad Ben Roi siempre había sido más del Yediot Ahronot. Tomó otra nota. Tercer eslabón.
—¿Algún detalle de contacto?
El bibliotecario pudo proporcionarle la dirección de correo, la electrónica, el número de teléfono fijo e incluso la fecha de nacimiento de Kleinberg: tenía cincuenta y siete años. No constaba ningún móvil —«Aunque tenía uno. Constantemente había que recordarle que no lo usara en la sala de lectura»— ni detalles familiares.
—¿Sabe usted cuándo se la vio por última vez? —preguntó Ben Roi.
—Estuvo aquí la semana pasada —dijo el hombre—. La vi arriba, en lectura general, en microfilmes. No sé si algún compañero la habrá visto más recientemente, puedo preguntarlo.
—Se lo agradezco —dijo Ben Roi. Anotó unos detalles y añadió—: ¿Alguna idea de lo que consultaba en lectores de microfilmes?
Al parecer, algo de los archivos de prensa de la biblioteca, si bien el hombre no podía decirle exactamente de qué se trataba. Una lástima. Se sabía que un detalle como aquel podía abrir rápidamente un caso. Ben Roi le dio su móvil por si se le ocurría algo más, le agradeció la información y colgó. Amos Namir estaba en el pasillo junto al dispensador de agua. Ben Roi anotó el nombre de la víctima y los detalles que acababa de conocer en un papel y llamó a Namir para pasárselo. Mientras este lo iba transmitiendo al resto del equipo, Ben Roi aprovechó para llamar a Natan Tirat, un periodista amigo suyo que trabajaba en el Ha’aretz. Los dos habían hecho juntos el servicio militar —en la brigada Golani— y habían mantenido el contacto; habían establecido un acuerdo recíproco por el que Ben Roi le pasaba algún trabajito y Tirat le avisaba cuando se enteraba de algo interesante bajo mano, lo que solía ocurrir como mínimo una vez por semana.
—No somos más que inspectores con una redacción trabajada —bromeaba siempre Tirat.
—Claro que la conozco —dijo cuando Ben Roi le habló de Rivka Kleinberg—. Trabajaba aquí. ¿Por qué lo preguntas?
Ben Roi dudó. Sabía que Leah Shalev y el comandante Gal necesitaban un poco de tiempo antes de que la prensa tuviera acceso al caso. Claro que la prensa accedería a él de todas formas, por lo que pensó que sería mejor ofrecer el primer bocado a alguien que como mínimo comprendiera las necesidades de una investigación policial. Puso a su amigo al corriente. Le explicó lo básico, para que se hiciera una idea.
—Estaba cantado, supongo —dijo Tirat cuando Ben Roi acabó—. Rivka no era lo que se dice una persona popular.
—¿A qué te refieres?
—Era una periodista de investigación seria. Y lo de seria lo digo de verdad. Sacó a la luz bastantes cosas que más de uno no quería ver publicadas. Se granjeó muchos enemigos. Enemigos con un gran poder.
Ben Roi se inclinó un poco, interesado.
—¿Algún nombre?
Tirat soltó una risa sarcástica.
—¿Por dónde quieres que empiece? ¿Recuerdas el escándalo de los sobornos de Meltzer?
¿Cómo iba a olvidarlo Ben Roi? Había acaparado los titulares unos años antes. Un grupo de la comisión de planificación del Parlamento se había embolsado unas mordidas que ascendían a millones de shékeles de un consorcio de empresas de la construcción apoyadas por Rusia. Según tenía entendido, los cabecillas seguían en la cárcel en Maasiyahu.
—¿Eso destapó?
—Pues sí. Y también el caso de la orden de tirar a matar de las Fuerzas de Defensa de Israel. Los vídeos de las violaciones de Hamas. El escándalo de la financiación del Likud. Lo del envenenamiento de comida infantil en… ¿Cuándo fue aquello?… 2003. Y la lista sigue. Palestinos, colonos, derechistas, izquierdistas, servicios de seguridad, políticos…, se dedicó a jorobar a todos los que pudo. Para ser sincero, me sorprende que durara tanto.
—¿Alguna amenaza de muerte específica?
Otra vez aquella sonrisa sarcástica.
—Solo un par al día. La centralita las registraba. Creo que el récord fue de veinte después de un artículo que publicó sobre algún intrépido tzadik en Mea Sharim.
Ben Roi tamborileaba con el boli en la mesa. Había pensado limitar el campo, pero por lo que Tirat le contaba le parecía que medio Israel y los Territorios tenían móvil.
—Dijiste que trabajó aquí.
—La echaron hace un par de años. O más bien tres.
—¿La razón?
—Pues era una pesadilla trabajar con ella, eso de entrada. Grosera. Discutidora. Los editores se llevaban unas broncas solemnes si le cambiaban una sola palabra del artículo, y cuando digo broncas me refiero a hablar a grito pelado. Lo que no tenía tanta importancia mientras el resultado fuera satisfactorio. Pero hacia el final…
—¿Dejó de serlo?
—Era más un caso de volverse algo… aficionada a la conspiración.
El clic de un mechero resonó en la línea, seguido por el sonido de una profunda inspiración: Tirat había encendido uno de sus cigarrillos, oportunamente llamados News.
—Aquí en el mundillo, a eso le llamamos cazasombras. Básicamente se trata de un periodista que empieza viendo complots y tapaderas en todas partes. Una historia nunca es una historia, siempre tiene que haber algo detrás. Alguna conspiración. Algo truculento. Por supuesto que algo de eso tiene que tener un buen periodista, y puedes creerme, Rivka era una profesional extraordinaria, al menos cuando era más joven. Ahora bien, mientras la mayoría tendemos a empezar con los hechos para ver adonde nos llevan, Rivka últimamente empezaba con la seguridad de que iba a sacar a la luz alguna intriga que produciría una gran conmoción y luego se dedicaba a buscar los hechos que sirvieran como base. Tuvo ideas rarísimas, redactó un par de reportajes que nos llevaron a pasar algún apuro en el plano legal. Me refiero a que todo el mundo sabe que Lieberman es un gilipollas de mucho cuidado, pero yo no lo veo al frente de un complot para volar el Haram al-Sharif.
Desde su experiencia con la extrema derecha israelí, Ben Roi no lo veía muy claro, pero se guardó la opinión.
—En fin, el poder en la sombra decidió que se había convertido en una carga y la pusieron de patitas en la calle. Me supo mal que tuviera que marcharse. A muchos nos apenó. Era capaz de trabajar duro, pero cuando estaba centrada en algo era como un maldito Exocet. Nadie llegaba al fondo de la cuestión como Rivka Kleinberg. No temía a nada. Alguien diría que era de un intrépido suicida.
Ben Roi siguió tomando notas.
—¿Adónde fue luego? —preguntó—. ¿A otro periódico?
—Nadie la habría contratado —respondió Tirat—. Al menos ninguno de los grandes periódicos nacionales. Un bagaje excesivo. Lo último que supe de ella es que trabajaba en una revista militante de Jaffa. Ya me entiendes… de una buena causa, de izquierdas, de poca tirada.
—¿Sabes el nombre?
—Un momento.
Se oyó un murmullo mientras Tirat preguntaba a su alrededor. Pasó un minuto antes de que siguiera:
—Se llama Matzpun ha-Am —dijo—. «Conciencia de la Nación». Lo que me hace pensar que la estimación de tirada que he hecho era algo optimista. La sede está en Rehov Olei Tziyon.
Pasó a Ben Roi una dirección, un teléfono y también el nombre del director de la revista: Mordechai Yaron.
—Y por si acaso te diré que estoy prácticamente seguro de que no tenía parientes cercanos. Sus padres se suicidaron. Con gas. Una jodida ironía del destino si tenemos en cuenta que eran supervivientes del Holocausto. Escribió un artículo sobre el tema. Tal vez por ello estaba tan traumatizada.
—¿Hermanos? ¿Pareja?
—No, que yo sepa. Me parece recordar que tenía un gato.
Ben Roi le pidió que pusiera la antena por si aparecía otra información. Luego decidió que tenía más que suficiente por el momento y dio por finalizada la llamada.
—Si sabes algo más, me das un toque —dijo.
—Y tú me lo das si avanzáis en algo.
Ben Roi le dio las gracias y colgó. Al cabo de un minuto volvía a tener a Tirat al teléfono.
—Una cosa que puede ser importante o no —dijo—. Poco después de que se fuera Rivka, recuerdo que hablé con el subdirector y me dijo que, de todas las amenazas de muerte que había recibido, al parecer solo dos la habían afectado de verdad. De esto hace unos años, o sea que es probable que no tenga ninguna relación, pero…
—Adelante —dijo Ben Roi.
—Una venía de los colonos de Hebrón. Había escrito un artículo sobre una brigada de vigilantes que mandaban estos y que solía patrullar de noche y disparar a las rodillas de los críos árabes. Consiguieron su dirección particular y empezaron a mandarle sobres acolchados con balas y carne podrida en su interior. Estamos hablando del país de Baruch Goldstein, de modo que uno se toma en serio estas cosas.
Ben Roi tomaba notas.
—¿Y la otra?
—Fue después del escándalo de Meltzer. Unos rusos cabreadísimos que habían desembolsado millones en sobornos con la esperanza de conseguir contratos de construcción que, gracias al artículo de Rivka, nunca llegaron a concretarse. Russkaya Mafiya, por lo que dijeron. Corrió la voz de que habían puesto precio a su cabeza. Aquello le metió el miedo en el cuerpo. De eso hace… vamos a ver… cuatro años… No sé por qué habrían esperado tanto. Como te decía, lo más seguro es que no exista relación alguna, pero he pensado que valía la pena comentártelo.
Colgó y dejó a Ben Roi mirando ensimismado el bloc de notas. La cadena se iba alargando. Y, por lo que veía, se hacía más compleja.