CADA vez que Dewey McCabe se emborrachaba pensaba en Denise Sanders, de Recursos Humanos. Y cada vez que pensaba en Denise Sanders de Recursos Humanos se entristecía y enfurecía pensando que no quería salir con él. Cada vez que se entristecía y enfurecía experimentaba una necesidad irracional de venganza.
Aquella madrugada —habían dado ya las dos— estaba muy borracho, muy triste y furioso, y ardía en deseos de venganza. Por eso en el tambaleante camino de vuelta a Burrard Street, tras una sesión de siete horas de darle a la botella en el pub irlandés Doonins, de Nelson, decidió pasar por la oficina de Denise Sanders y defecar en su mesa.
El plan empezó a torcerse desde el principio. Llegó al bloque de hormigón de Deepwell Gas and Petroleum sin problemas. Pero cuando empujó las puertas giratorias encontró que estaban cerradas, algo que tenía que saber, ya que eran las dos. Aquello significaba que tendría que llamar a alguno de los guardias nocturnos para que lo dejara entrar. A pesar de que Dewey contaba con pase de seguridad, vio que el hombre lo miraba con recelo, lo que también podía haber supuesto, pues llevaba una cogorza de campeonato. Por un momento creyó haber salvado la situación haciendo comprender al guardia que necesitaba mandar urgentemente un correo electrónico, pero cuando este decidió acompañarlo hasta el ascensor, Dewey aceptó que en aquella ocasión específica sería imposible depositar un zurullo en el lugar de trabajo de Denise Sanders.
Como no quería quedar mal, decidió subir en el ascensor hasta la sexta planta, donde estaban las dependencias de la TIC, y con el guardia pegado a sus talones, entró en su despacho y puso en marcha el ordenador.
—Tiene que ser un mensaje muy urgente —dijo el guardia, un hombre que iba con un turbante y estaba más gordo que Dewey.
—Ajá —respondió este, nervioso por mantener la conversación bajo mínimos, consciente de que arrastraba una barbaridad las palabras.
Se hizo el silencio mientras arrancaba la máquina, la pantalla se puso azul y apareció en ella el mensaje de inicio de sesión. Escribió su nombre y contraseña —deweymingagansa69—, inquieto pensando en alguien a quien pudiera escribir. Por alguna razón, el sistema no aceptó su identificación. Pensó que había cometido algún error y lo probó de nuevo, con el mismo resultado.
—¿Algún problema, señor Dewey? —preguntó el guardia, tan cerca de él que le irritaba.
—Ningún problema —murmuró él en un tercer intento también fallido.
Reflexionó un momento y luego movió el asiento para poder inclinarse al máximo y tapar un poco la pantalla. Con un tecleo rápido escribió el nombre de usuario y la contraseña de Denise Sanders, que conocía porque él era una de las tres personas de la oficina que podían acceder a la administración del sistema y entraba cada día en su cuenta para comprobar si mandaba algún mensaje al capullo de Kevin Speznik. Entró enseguida.
Dewey se estaba despejando. Salió de la cuenta de Sanders e intentó de nuevo abrir la suya. Tampoco hubo suerte. Tecleó la identificación de Kevin Speznik, que también conocía, pero encontró la cuenta bloqueada, algo curioso, ya que Speznik era uno de los tres administradores.
—¿Puede retirarse un poco? —dijo, agitando una mano hacia el guardia, que olía a alguna especia y ya empezaba a ponerle de los nervios—. Aquí pasa algo y tendría que…
Se apartó un poco, rascándose la cabeza y observando la hilera de relojes de la pared opuesta, cada uno de los cuales mostraba la hora en una de las dieciséis oficinas que tenía la empresa en el mundo. Eran las 2.22 en San Diego, las 4.22 en Houston, las 5.22 en Nueva York. Demasiado pronto para que alguien estuviera trabajando. O demasiado tarde, según como se mirara. Pero en Londres, las 10.22. Eso estaba mejor. Hizo una pausa, cogió el teléfono, marcó y pidió a la centralita de Londres que le pasara con Rishi Taverner, de la TIC. Buzón de voz. ¡La madre que lo…!
—¿Algún problema, señor Dewey? —repitió el guardia, cuyo olor a especias seguía inalterable aunque hubiera retrocedido unos pasos. Dewey no respondió. Llamó a Frankfurt, donde también encontró un buzón de voz, y luego, siguiendo hacia el este, a Tel Aviv. El administrador del sistema había salido a comer.
—¿Ya no trabaja ni su puta madre aquí? —murmuró mientras consultaba la lista de extensiones para marcar el número de Delhi. Allí contactó con un tipo llamado Parvind, que hablaba como uno de esos personajes salidos de una película en blanco y negro y le dijo que tenían problemas con el administrador. Otras tres llamadas le revelaron historias similares en Kuala Lumpur, Hong Kong y Adelaida. A Dewey se le estaba empezando a aclarar la mente. Sacó el móvil, buscó en la lista de contactos el número que quería y marcó. Su jefe, Dale Springer. La línea fija de su casa. Once timbrazos antes de que respondiera.
—Sí.
Su voz era pastosa, medio apagada, como si viniera de debajo del agua.
—Soy Dewey, Dale. Me he quedado fuera.
—Hum… ¿Cómo?
—Que me he quedado fuera.
Se hizo un silencio marcado por la confusión.
—¿Y qué cojones puedo hacerle yo? —dijo al cabo de un momento Springer—. Pues se va a dormir a un banco del parque. Pero ¿esto qué es…?
—Fuera del sistema —respondió Dewey cortándole—. Estoy en la oficina y me he quedado fuera del sistema. Y Speznik también. Lo mismo que los administradores de las demás oficinas. Al parecer las cuentas normales funcionan, pero las de derechos de administradores, no.
Hubo otro silencio al que siguió el frufrú de unas sábanas que indicaba que alguien salía de la cama. Cuando Springer habló de nuevo lo hizo ya mucho más despierto.
—Diagnóstico.
Su jefe siempre utilizaba palabras sin sustancia como aquella. Se había pasado demasiadas horas viendo Star Trek.
—Diagnóstico —repitió Springer en voz más alta. Luego, antes de que Dewey tuviera tiempo de responder, añadió—: Hemos sufrido un ataque informático.
—Pues sí, eso parece.
—¡Joder!
Después de aquello, todo empezó a ir deprisa. Muy deprisa. Veinte minutos después, Springer estaba ya en la oficina —los botones del pijama le sobresalían de los vaqueros— seguido por un buen número de empleados de gestión, entre los que se encontraba Alan Cummins, director general de Deepwell. Dewey llevaba ocho años en la empresa y nunca se había encontrado ni a unos metros de él. De repente, lo tenía rozándole el hombro.
—Échelos —gruñó—. Échelos ahora mismo.
—No es tan fácil, señor Cummins —respondió Springer—. Al parecer han adquirido derechos exclusivos de administración del controlador de dominio.
—¿Y eso qué coño significa?
—Sintetizando, que son Dios —dijo Dewey, quien sorprendentemente se sentía superlúcido teniendo en cuenta lo machacado que había estado una hora antes—. Controlan todo el sistema. Pueden hacer lo que les dé la gana, ir a donde les dé la gana, mirar lo que les dé la gana.
—¿Cuentas? ¿Correos electrónicos?
—Todo.
—¿Mis mensajes?
Dewey asintió.
—¡Santo Dios!
—Seguro que se han hecho con el nombre de usuario de alguien y lo han utilizado para acceder a la base de datos SAM —explicó Springer con un tono de sabelotodo impresionado—. Ahora todo lo que tienen que hacer es copiarlo, ejecutar un programa de recuperación de contraseña…
A Alan Cummins se le había acelerado la respiración.
—Un ataque de diccionario, un algoritmo de tablas arco iris…
Cummins pegó un puñetazo en la mesa, que no aplastó el teclado de Dewey por cuestión de milímetros.
—¡Cállese! ¡Cállese y échelos!
—No puedo echarlos, señor Cummins —respondió Dewey, quien se lo estaba pasando bien, como si viera una película de ciencia ficción o algo así. Y tenía el papel del héroe. Bruce Willis. Mejor aún, Steven Seagal—. Controlan el sistema. Lo único que podemos hacer es cerrarlo todo.
—¡Pues hágalo! —gritó Cummins—. Si la brigada ambiental se hace con una pequeña fracción de… —Se interrumpió, cerrando y abriendo el puño.
—Para cerrar el sistema, señor Cummins, tiene que cerrar la sesión hasta el último empleado de cada una de las oficinas de todas las ciudades —dijo Springer—. En realidad, la empresa tiene que dejar de funcionar.
Cummins se tiraba de los pelos.
—Perderemos millones —gemía—. Millones.
Ya había un montón de personas en la oficina, todos apiñados alrededor de la mesa de Dewey, y entre ellos el aromático guardia de seguridad, que no se sabía por qué se había quedado allí y en aquellos momentos se encontraba detrás de Cummins, con la mano en el arma como una especie de pistolero de tres al cuarto. Todo el mundo guardaba silencio.
—¿Señor Cummins? —dijo Dewey.
Aquel seguía tirándose de los pelos.
—¿Señor Cummins?
Pasaron unos segundos y el director general de Deepwell Gas and Petroleum soltó un angustiado suspiro y dejó caer las manos.
—Hágalo —dijo—. Ciérrelo. Todo.
Dewey buscó el teléfono. La pantalla que tenía delante pasó de pronto del azul pálido al rojo intenso. Poco después apareció una lluvia de letras blancas que iban girando como hojas movidas por la brisa hasta que formaron cuatro palabras que llenaron toda la pantalla: BIENVENIDOS AL PROGRAMA NÉMESIS.
Dewey McCabe sonrió a su pesar. Pasara lo que pasara allí, superaba con creces lo de dejar un montón de mierda sobre la alfombrilla para el ratón de Denise Sanders.