El desierto oriental, Egipto

EL pueblo de Bir Hashfa estaba situado a siete kilómetros al oeste de la propiedad de la familia copta, hacia el valle del Nilo, agrupado en la intersección de dos caminos: uno que seguía la dirección este-oeste, de las montañas al río, y el otro, más ancho, norte-sur, que discurría paralelo al Nilo y enlazaba las carreteras 29 y 212. Al acercarse al núcleo, Jalifa comprobó el móvil y pidió a Sariya que aparcara.

—Tengo un mensaje —dijo—. He de llamar a Zenab. Será un momento.

Salió del coche, empezó a andar por la gravilla y se detuvo a unos diez metros, junto a un bidón de petróleo oxidado. Marcó el número y, mientras esperaba la respuesta de su esposa, recogió un par de latas de Coca-Cola del suelo y las colocó encima del bidón. Sariya sonrió desde su asiento. Aquella acción era característica de su jefe. Era un hombre a quien le gustaba poner orden en las cosas, mantenerlas en su sitio, incluso en medio del desierto. Por eso era un inspector tan bueno. El mejor. Lo seguía siendo a pesar de todo lo ocurrido.

Cogió el paquete de caramelos de menta que tenía en el salpicadero, se puso uno en la boca y se apoyó en el asiento para contemplar cómo hablaba Jalifa. Se fijó en que durante aquellos meses había perdido peso. A diferencia de él, Sariya precisamente había ganado unos kilos desde que su suegra se había instalado a vivir con ellos y había tomado las riendas de la cocina. Jalifa, que incluso en sus mejores momentos era un tipo delgado, ahora se veía realmente flaco, con los pómulos más prominentes de lo normal y las mejillas profundamente hundidas. Sariya también detectó que sus ojos habían perdido algo de brillo: las bolsas se habían intensificado y oscurecido. Nunca lo iba a admitir, pero Sariya estaba preocupado por su jefe. Siempre lo había tenido en mucha estima.

Jalifa iba de un lado para otro, gesticulando como si cortara el aire en alguna frase del estilo: «Cálmate, no pasa nada». Sariya masticó el caramelo, se puso otro en la boca y al cabo de poco un tercero. Llevaba ya el cuarto cuando Jalifa colgó y volvió al coche.

—¿Algún problema? —preguntó.

Jalifa no respondió: se metió en el coche y encendió un cigarrillo del paquete que había encontrado volviendo de la casa del campesino. Sariya sabía que no tenía que insistir: si su jefe quería hablar, ya lo haría; si no, no lo haría. Puso el motor en marcha y siguió hacia el pueblo, a medio kilómetro de allí, más allá de una extensión de olivos y campos de maíz.

El núcleo tendría unas cuarenta casas, la mayoría hechas de adobe, si bien había algunos edificios más grandes, de ladrillo y de hormigón: símbolos de riqueza y estatus, significara lo que significara en aquel lugar.

Sariya llegó al centro de la población y paró el coche al lado de una mezquita encalada. Justo habían terminado los rezos del viernes y los hombres salían del edificio, se ponían los zapatos y entrecerraban los ojos ante el brillo del sol. Jalifa dijo sabah el-khir y preguntó dónde podía encontrar al jefe del pueblo. Se oyeron unos murmullos y las miradas no fueron del todo amistosas —en aquellos lugares apartados se solía tratar a los forasteros con cierto recelo, cuando no con clara hostilidad—, pero al fin, a regañadientes, les indicaron uno de los edificios más grandes de la aldea, situado en uno de los extremos.

—No son precisamente la alegría de la huerta —dijo Sariya al dirigirse hacia allí—. Tal vez tenga que mandar a mi suegra aquí. Podrían amargarse juntos.

—No faltes nunca al respeto a tus mayores, Mohamed.

—¿Ni a los gordos y mandones?

—Sobre todo a los gordos y mandones.

Jalifa lo miró con un punto de brillo en los ojos y luego volvió la vista hacia delante.

—Cuidado con la oca —dijo.

Sariya dio un volantazo para esquivar el ave, que se había situado en medio del camino y no parecía tener ganas de moverse. Y siguió poco a poco hacia el extremo de la aldea, donde aparcó delante de la casa que le habían indicado. Era un edificio de dos plantas con un enladrillado desigual y un acabado un poco chapucero. De las esquinas del tejado plano salían unas varillas metálicas que insinuaban la construcción de una nueva planta, que probablemente nunca se construiría. Habían enlucido la pared de delante y habían pintado en ella un mural lleno de color aunque con poca gracia —un coche, un avión, un camello, el cubo negro, la Kaaba de La Meca—, que indicaba que sus habitantes habían estado en el hajj. Otro símbolo de riqueza y estatus social.

Se notaba que las noticias habían volado porque un hombre arrugado y vestido con chilaba blanca e imma les esperaba frente a la puerta con un shuma en la mano. Con aquellas mejillas que llevaba días sin afeitar, los ojos pequeños y la nariz puntiaguda, tenía realmente el aire de una rata.

—Aquí no vienen muchos policías —dijo mientras Jalifa y Sariya salían del coche, mirándoles con dureza, rayando en la hostilidad, y con un acento tan marcado que incluso les costó entenderlo—. Aquí no viene ningún policía.

No se habían identificado, pero estaba claro que ya no hacía falta. Los egipcios, al igual que todos los súbditos de estados autoritarios, poseen un radar instintivo ante quienes tienen como tarea el mantenimiento del orden. Y aparte de un radar instintivo, también un desprecio instintivo.

—Nosotros no nos metemos con nadie —añadió el hombre entornando los ojos.

Por cuestión de formalidad, los dos inspectores mostraron sus credenciales. Hubo un silencio incómodo en el que el jefe se quedó allí plantado mirando alternativamente a Jalifa y a Sariya. Luego, con un ruidoso carraspeo y echando un escupitajo al suelo, les invitó a entrar y gritó a alguien que preparara un té.

El interior de la casa era fresco, estaba a oscuras, poco amueblado y tenía el suelo de cemento, cubierto con alfombras. Les llevó hacia un pasillo que desembocaba en una escalera, que a su vez conducía a la azotea de la casa, donde les envolvió de nuevo el calor de última hora de la mañana. Casi todo el espacio estaba ocupado por una extensión de dátiles que se secaban, pero en un extremo se veía un toldo, debajo del cual tenían una mesa y unas sillas. El anciano los llevó hacia allí. Ante ellos se extendía la aldea, rodeada de campos, de olivares y plantaciones de cítricos; Sariya pensó que no les había hecho subir por la vista sino porque el jefe no quería tener policías en casa. Se sentaron y Jalifa encendió un cigarrillo. No ofreció el paquete a su anfitrión.

—¿Pues? —preguntó el hombre, sin molestarse en preámbulos.

—Quería hablar con usted de la familia Attia —dijo Jalifa indicando vagamente con el cigarrillo la dirección este, hacia la casa de las colinas—. Supongo que los conoce.

El jefe resopló.

Meseehi-een —dijo—. Cristianos. Provocadores.

—¿En qué sentido?

El hombre se encogió de hombros dejando a un lado la pregunta.

—He oído que se les ha estropeado el agua —dijo—. Alá siempre castiga al kufr.

—Attia al parecer opina que quien le castiga es alguien que se encuentra algo más cerca de su casa.

—Attia puede pensar lo que le dé la puñetera gana. Cuando una fuente de agua estupenda de pronto se pudre sin razón aparente, sabemos que ahí está la mano de Dios. ¿De qué otra forma lo explicaría usted?

Jalifa aspiró el humo y se encorvó un poco.

—¿No le gustan los cristianos?

—A Dios no le gustan los cristianos. Así lo pone en el Sagrado Corán.

Jalifa iba a abrir la boca para intervenir, pero lo pensó mejor y dio otra calada.

—¿Cómo son sus relaciones con los Attia? —preguntó.

—No tenemos relaciones con los Attia, ellos se ocupan de lo suyo. Como hacemos nosotros con lo nuestro.

—Utilizan el agua potable de sus conducciones.

El jefe no respondió a esto. No era de extrañar, pues lo más probable era que hubieran llegado al acuerdo sin el conocimiento de la compañía de Aguas de Luxor, algo ilegal.

—¿Cuánto le pagan por ello? —preguntó Jalifa.

—Lo suficiente.

—Más de lo suficiente, me imagino.

El jefe se enfureció.

—Fueron ellos quienes acudieron a nosotros. Si no les gusta, que vayan a otra parte. Nosotros les hacemos un favor.

Jalifa no respondió, se limitó a dirigir una mirada fría a aquel hombre y a aspirar de nuevo el humo del Cleopatra. Apareció de pronto una joven con una bandeja en la que llevaba el té. Esperó junto a la escalera, cabizbaja, hasta que el jefe le indicó que se acercara, entonces dejó la bandeja sobre la mesa y se retiró enseguida. A pesar de que llevaba un pañuelo algo suelto delante del rostro, que mantenía inclinado, el morado del ojo izquierdo era inconfundible.

—¿Su hija? —preguntó Sariya.

—Esposa —respondió el jefe—. ¿Alguna otra pregunta? ¿Quieren saber la última vez que he ido a cagar?

Los inspectores intercambiaron una mirada; Jalifa hizo un movimiento casi imperceptible con la cabeza indicando a Sariya que no respondiera a la ofensa. Afuera, un camello empezó a resoplar.

—Al parecer, el primo de Attia también tuvo problemas con el agua —prosiguió Jalifa—. Hace unos meses.

—Eso me han dicho.

—¿Ustedes tienen problemas con el agua?

—Ni uno en los últimos cuarenta años.

—¿Y antes?

—Antes no existía esta aldea.

Jalifa se levantó con un gesto de asentimiento.

Cogió su té, se dirigió hacia el límite de la azotea y observó los campos. A unos cincuenta metros, el agua salía de un tubo que se metía en una gran cisterna de cemento, de la cual salía en una red de canales de riego. Aparte de los campos de maíz, los olivares, los naranjales y las extensiones de bersiim, se veían campos de molocchia, morerales, campos de melones, plantaciones de tabaco y algo parecido al guayabo; una isla verde en medio de un vasto océano amarillo.

—Han hecho un buen trabajo aquí —dijo.

—Eso creemos.

—Mucha agua.

El jefe murmuró algo inaudible.

—Attia me dijo que venía de las montañas.

—Eso dicen los expertos. Nosotros nos limitamos a utilizarla. Somos agricultores, no… —Frunció el entrecejo buscando la palabra.

—Geólogos —apuntó Sariya.

—Lo que sea —dijo el jefe—. El agua es buena y contamos con un suministro constante. Hay que bajar a mucha profundidad, pero ahí está. Es todo lo que nos interesa.

—¿Y no han tenido ningún problema? —preguntó Jalifa.

—Ninguno. Ya se lo he dicho.

Jalifa siguió contemplando el paisaje y tomándose el té.

—¿Y por qué cree usted que el agua de Attia se ha estropeado? —dijo luego, volviéndose.

—También se lo he dicho. Alá siempre castiga a los infieles. Esa es su voluntad.

—¿Y no cree que alguien del pueblo puede haber decidido echar una mano a la voluntad de Dios?

El jefe carraspeó, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un salivajo que fue a parar a la calle; replegó los labios y dejó al descubierto un par de hileras de dientes desiguales de color pardo, que recordaban el rastrojo.

—¿Por qué no deja de marear la perdiz de una vez y lo suelta? —dijo, volviéndose hacia Jalifa—. Nos acusa de envenenar el agua de ellos.

—¿Lo han hecho?

—No, no lo hemos hecho. Si quisiéramos echarlos, ¿por qué demonios les proporcionaríamos agua potable?

Era el mismo argumento que había esgrimido Jalifa en casa de Attia.

—Tal vez busquen aumentar el precio del suministro —apuntó, dando una última calada y lanzando luego la colilla en la misma dirección que había tomado la saliva del otro—. Sacar aún más dinero de ellos.

El jefe soltó un estentóreo bufido.

—¿O tal vez lo ha hecho alguien sin que usted lo sepa?

—Yo soy el jefe. Aquí nadie se tira un pedo sin que yo me entere. Lo que le haya pasado a esta gente no tiene nada que ver con nosotros. Ellos tienen su vida, nosotros la nuestra. No es nuestro problema. ¿Algo más?

En realidad no había más. Jalifa planteó otras preguntas, en opinión de Sariya más para demostrar al jefe que hablaban en serio que con la intención de sacarle algo de provecho. Según les explicó el hombre, el primo de Attia había tenido una disputa con uno del pueblo un par de años atrás a cuenta de la propiedad de unas palomas, pero la cuestión se había solucionado de forma satisfactoria para ambas partes. Por otro lado, el imán de la aldea procedía de Farshut, como los Attia, aunque por lo que sabía el jefe, nunca se habían cruzado sus caminos. Aquel era más o menos el resumen. Comoquiera que la conversación no llevaba a ninguna parte, los inspectores acabaron el té y concluyeron la conversación.

—No voy a perder de vista este asunto —dijo Jalifa en cuanto llegaron a la calle, volviéndose hacia el jefe y mirándolo muy fijamente—. Lo seguiré de cerca. Si los Attia tienen otro problema, el que sea, volveré.

—¡Bravo! —respondió el jefe.

Se metieron en el coche y Sariya puso el motor en marcha.

—Y por si le sirve de algo —dijo Jalifa bajando el cristal de la ventanilla—, el Sagrado Corán especifica que hay que respetar a todos los… ahl el-kitab, a los judíos y a los cristianos.

El jefe se encogió de hombros y escupió.

—Si necesitamos un nuevo imán, procuraré contactar con usted —le dijo.

Jalifa lo miró de arriba abajo, asintió dirigiéndose a su sargento y se alejaron de allí.

—¿Crees que dice la verdad? —preguntó Sariya cuando ya habían salido de la aldea e iban sorteando baches por el camino de vuelta a Luxor.

Jalifa hizo un gesto de indiferencia.

—Quién sabe. Para personas como esta, la mentira es una especie de estilo de vida, la mitad del tiempo ni saben cuándo dicen la verdad.

Sacó el paquete de tabaco, recapacitó, se lo metió de nuevo en el bolsillo y cogió los caramelos de menta del salpicadero.

—Lo que sí está claro es que es un sinvergüenza de lo más ladino. No ha soltado ni esta. Suponiendo que haya algo que soltar… —Cruzó los brazos y se apoyó en el respaldo, chupando el caramelo, absorto y contemplando el desolado paisaje—. Alguien le tiene ojeriza a esta gente —murmuró, hablando más para sí mismo que para su ayudante—. Alguien quiere echarlos de ahí.

Sariya no pudo evitar sonreír. Una familia de campesinos pobres con problemas de agua plantados en el quinto pino, un lugar tan apartado que ni siquiera está claro qué fuerzas del orden tienen jurisdicción sobre él. Cualquier otro inspector de Luxor habría puesto el expediente debajo del montón, o lo habría echado directamente a la papelera. Solo Jalifa se lo podía tomar tan en serio, dedicarle toda la reflexión y la atención que pondría en un caso importante. El mejor poli de Luxor. De todo Egipto. Y nadie podía sostener ante Mohamed Sariya lo contrario.

—¿Sabes lo que me apetecería? —dijo, pisando un poco el freno al acercarse a un profundo bache en el camino—. Un buen vaso de karkady helado.

Jalifa lo miró y luego apartó la vista.

—La bebida preferida de Ali —dijo.

Sariya no sabía muy bien qué responder a aquello, de modo que se centró en el camino, salvó el surco y aceleró de nuevo en dirección hacia poniente entre aquel paisaje agreste y rocoso.