Jerusalén

EN cuanto Schmelling hubo terminado el examen preliminar del cadáver, lo colocaron en una bolsa y lo metieron en una ambulancia Hashfela en dirección al Centro Nacional de Medicina Forense de Tel Aviv, Abu Kabir, como era conocido popularmente. Leah Shalev y Bibi Kletzmann regresaron a la comisaría. Ben Roi se quedó otros veinte minutos revisando la ropa y la bolsa de la mujer y luego también se retiró, dejando a los del equipo de investigación del caso que continuaran su minucioso examen de la capilla, tarea que probablemente les ocuparía el resto del día.

—¿Queréis que os pida unas cervezas? —les dijo al salir.

—Por el amor de Dios, ¡este es el lugar de los hechos!

Ben Roi sonrió. Aquel equipo se había ganado la fama por dos cosas: su dedicación obsesiva al detalle y la absoluta falta de algo que se acercara remotamente al sentido del humor.

—¿Blintzes? —dijo—. ¿Falafel?

—¡Piérdete!

Con una sonrisa irónica atravesó la catedral y salió al claustro, donde recogió y enfundó su Jericho. La lluvia había cesado, el cielo se estaba despejando y unas vetas azules iban abriéndose entre las nubes como canales entre el hielo del Ártico. Miró hacia arriba, inspirando el aire fresco. Luego echó una ojeada al reloj y volvió al despacho de las puertas de cristal de la entrada del barrio. Seguían allí los tres hombres con gorra de plato alrededor del monitor del circuito cerrado de televisión. También estaba Nava Schwartz, inclinado tras ellos. Ben Roi asomó la cabeza por la puerta.

—¿Qué tal las imágenes?

—Seguimos con ellas —respondió Schwartz—. Tienen más de treinta cámaras en todo el barrio, o sea que podemos tardar aún un par de horas más.

Ben Roi entró y observó la pantalla. Se mostraban una docena de imágenes en distintas partes del barrio: patios, callejones, escaleras, túneles: una ciudad dentro de otra ciudad, un mundo dentro de otro mundo. En una de las grabaciones se veía un grupo de jóvenes vestidos de negro que pasaban por una gran plaza empedrada. Desaparecieron y volvieron a aparecer en el pasaje abovedado de delante de la oficina. Ben Roi observó que salían por el portal, probablemente en dirección al seminario, que se encontraba más allá del Patriarcado Ortodoxo Armenio.

—¿Cuánta gente vive aquí? —preguntó en cuanto hubieron desaparecido.

—En el barrio propiamente dicho, entre trescientas y cuatrocientas personas —respondió uno de los de la gorra de plato: un hombre grueso con barba de unos días y los dedos manchados de nicotina—. Y unos cientos más en las calles de los alrededores.

—¿Y esta es la única forma de entrar y salir?

El hombre negó con la cabeza.

—Hay cinco puertas, aunque solo utilizamos dos. Una ahí abajo. —Señaló con la mano hacia la parte sudoeste—. Para los escolares. Está abierta entre las siete y las cuatro. Y esta.

—¿Qué cierra…?

—A las diez en punto. A partir de aquí, no puede entrar ni salir nadie hasta la mañana siguiente.

Ben Roi observó la maciza puerta de madera con incrustaciones de hierro y luego volvió la vista hacia la pantalla. En la entrada de la catedral, uno de los agentes uniformados hablaba con un sacerdote con túnica negra y capucha puntiaguda. Parecían discutir, el religioso tiraba de la cinta colocada por la policía, gesticulando. Sacerdotes, monjes, rabinos, imanes… todos les metían broncas. Aquella era una de las maravillas de ejercer como policía en la ciudad más santa del mundo.

—¿La catedral también cierra a las diez? —preguntó.

—En general solo está abierta para los servicios. Entre las seis y media y las siete y media por la mañana y entre las tres menos cuarto y las cuatro menos cuarto por la tarde.

—¿En general?

—En este último mes, Su Eminencia el arzobispo Petrossian ha dado órdenes de dejar las puertas abiertas hasta las nueve y media.

Ben Roi frunció el ceño.

—¿Por qué?

El hombre se encogió de hombros.

—Para que los fieles tengan más tiempo para rezar.

Lo dijo sin expresión, dejando claro que no aprobaba ni desaprobaba la orden del arzobispo.

Ben Roi fijó los ojos en la pantalla, donde otro religioso con capucha puntiaguda se juntaba a la discusión frente a la puerta de la catedral. Otros policías acudieron en apoyo de su compañero y el enfrentamiento parecía tener visos de acabar mal. Se preguntó si no tendría que volver atrás para ayudar a distender la situación, pero decidió que no necesitaba más quebraderos de cabeza. Pidió a Schwartz que pasara las imágenes a la Kishle en cuanto pudiera, salió del recinto y se fue hacia la comisaría, dejando que los agentes se ocuparan de todo como pudieran. Al fin y al cabo, para ello se les preparaba.

Ahora que había dejado de llover, el tráfico en la calle del Patriarcado Ortodoxo Armenio había bajado y pudo avanzar cien metros antes de que una furgoneta de la compañía de comunicaciones Bezeq le obligara a apartarse bruscamente y refugiarse en la puerta de la Taberna armenia, donde se había protegido antes de la lluvia. Ahora estaba abierta, pasó la furgoneta y volvió a la calzada, pero solo un instante, pues miró el reloj, se dio la vuelta y se metió en la Taberna. Leah Shalev había convocado una reunión del grupo a las once y cuarto, por lo que tenía media hora libre. ¿Por qué no aprovecharla?

Dentro del local, una escalera descendía hacia un restaurante abovedado situado por debajo del nivel de la calle. La decoración, al igual que la de la catedral, era algo recargada, con elaborados adornos: el suelo embaldosado, las paredes cubiertas de iconos y una serie de lámparas de bronce colgaban del techo. En unas vitrinas se acumulaban las joyas llenas de polvo —collares, brazaletes, pendientes—, un par de falsos colmillos de elefante, y junto a la escalera, una pequeña barra con estanterías repletas del típico surtido de Metaxa, Campari, Dubonnet y Jack Daniel’s, así como otras botellas de aire más exótico en forma de elefante, caballo y gato. Cuando llegó al pie de la escalera, de las puertas oscilantes de la cocina, sita en una de las esquinas del local, salía un joven con vaqueros y camiseta Tommy Hilfiger superceñida.

—¿Qué hay, Arieh? —le dijo.

Shalom, George.

Se estrecharon la mano y el otro lo acompañó a una mesa situada al lado del pasaplatos de la cocina.

—¿Café?

Ben Roi asintió y su amigo transmitió el pedido a cocina. Una mujer mayor —la madre de George— puso agua a hervir esbozando una sonrisa avinagrada. George se sentó a horcajadas en una silla frente a Ben Roi y encendió un Imperial, haciendo caso omiso del letrero de prohibición de fumar que estaba en la pared detrás de él. Aprovechaba el privilegio, ya que el local era propiedad de su familia.

Aquel establecimiento y George Aslanian habían llegado a ocupar un lugar especial en el corazón de Ben Roi. En una vida ya pasada, él y Galia habían comido allí en su primera cita. Desde entonces no había dejado de frecuentar aquel restaurante. Algunas veces iba tan solo a tomar un café armenio y una cerveza, y otras a comer algo: se le hacía la boca agua solo de pensar en la soujuk y en las kubbeh. Él y Sarah habían cenado muchas veces allí, aunque al principio le daba cosa por lo de las asociaciones. De todas formas, con el tiempo el malestar había desaparecido. Media Ciudad Vieja —media Jerusalén— le despertaba recuerdos de un tipo u otro y no podía vallar tantos sitios y considerarlos fuera de sus límites. En realidad, le parecía apropiado llevar a Sarah allí: al fin y al cabo, era la única mujer a la que había querido casi tanto como a Galia. Aparte de que la soujuk y las kubbeh provocaban adicción.

—¿Quieres comer algo? —le preguntó George.

Ben Roi solo había tomado un desayuno a todo correr y notaba que el estómago protestaba. Pero las salchichas iban a tardar un cuarto de hora y no tenía tiempo.

—No, solo un café —respondió—. ¿Te has enterado de lo que ha ocurrido? ¿En la catedral?

—No hay un armenio en Jerusalén que no esté al corriente —respondió George, dando una calada al cigarrillo—. Lo hemos sabido antes que la policía. Somos una comunidad muy cerrada.

—¿Alguna idea? —le preguntó Ben Roi.

—¿Del estilo de «Sé quién lo ha hecho»?

—Sería una gran ayuda.

George soltó una voluta de humo.

—Si supiera algo, te lo diría, Arieh. Ni un armenio de Jerusalén te ocultaría información si la tuviera. Mejor dicho, de todo Israel. Profanar nuestra catedral de esta forma… —Suspiró, moviendo la cabeza—. Estamos conmocionados. Todos.

Se oyeron pasos en la escalera y apareció un hombre corpulento que traía una caja llena de algo parecido a manojos de espinacas. George habló con él en armenio; el hombre dejó la caja al otro lado de la puerta basculante y se marchó.

—Conmocionados —repitió George en cuanto hubo desaparecido el hombre—. En 1967, durante la guerra, murió gente cuando cayó una bomba en el barrio, pero esto… Para todos los habitantes de esta comunidad, la catedral es un lugar sagrado. El centro de nuestro mundo. Es… —Se puso una mano en el pecho—. Es como si hubiera ocurrido en nuestra propia casa. Peor. Terrible.

A pesar de tener unos rasgos duros, algo lúgubres, George era por lo general un tipo despreocupado. Ben Roi nunca lo había visto así, tan afectado.

—Ando un poco perdido, George —le dijo—. Haredim, árabes… con estos tengo experiencia. Pero con la comunidad armenia… de hecho nunca he tenido contactos. Aparte de lo de hace un par de años.

El dueño del local pareció perplejo.

—Los estudiantes del seminario —le aclaró Ben Roi.

—Ah, sí. —George aspiró el humo del cigarrillo—. No puede decirse que se luciera mucho la policía de Israel.

Era exactamente la misma frase que había utilizado el arzobispo Petrossian. Probablemente había pasado a dominio público, pensó Ben Roi, y salía cada vez que alguien de la comunidad armenia hablaba de aquel caso concreto. Y no es que no tuviera justificación, pero en justicia era más culpa de los políticos que de la policía. Como ocurría siempre. Si se quitaran de en medio los políticos, seguro que todo funcionaría mucho mejor.

Lo que había ocurrido era que un par de seminaristas de Armenia se habían peleado con un grupo de adolescentes haredi del barrio judío. Durante unos meses algunos muchachos haredi habían estado escupiendo a sacerdotes y seminaristas armenios, y en aquella ocasión estos habían tomado represalias. En un mundo razonable se habría saldado la cuestión con una fuerte reprimenda y una patada en el culo. Pero la Ciudad Vieja no era un mundo razonable. Uno de los haredim acabó con la nariz rota. Los frummers, como tenían por costumbre, habían exigido sangre, y el ministro del Interior, como tenía por costumbre, había cedido. Resultado: habían detenido, encarcelado y luego deportado a los seminaristas. Una reacción exagerada, absurda, que, como era de esperar, creó animosidad entre los compañeros de los seminaristas armenios, sobre todo teniendo en cuenta que los haredim se habían ido de rositas.

Baum había sido el oficial al cargo de aquel caso que había augurado jaleo desde el principio. Ben Roi desempeñó un papel secundario, hizo algunos interrogatorios en un primer momento, pero aun así consideraba que aquella colaboración le había dejado marcado. Al igual que el Muro, los asentamientos, tantas cosas de aquel país, planes elaborados en despachos y sinagogas —y también en mezquitas e iglesias— convertían a veces el trabajo del policía en una jodienda. La mayor parte del tiempo.

—El café.

Frente a él apareció la anciana en el pasaplatos, con una taza y un platito en cada mano. George los recogió, los dejó sobre la mesa y vació un sobre de azúcar en su café. Ben Roi puso dos en el suyo.

—Como te decía, nunca he tenido mucho trato con vuestra comunidad —prosiguió Ben Roi, tomando un sorbo—. Me imagino que estarás al corriente de que la… —Hizo el gesto de estrangular pasándose un dedo alrededor del cuello—. Puede ser obra de un chiflado solitario, pero tenemos que plantearnos todas las opciones.

George removió el café y dio una calada al cigarrillo sin decir nada.

—¿Has oído que hubiera alguna… no sé… enemistad en vuestra comunidad? ¿Alguna rivalidad?

No hubo respuesta.

—¿Vendetta? —insistió Ben Roi—. ¿Algún problema entre sacerdotes, entre los que van con regularidad a la catedral? ¿Rencillas, agravios? ¿Algo… fuera de lo normal? —Intentaba arañar alguna información, buscaba pistas a tientas—. Básicamente algo que pudiera proporcionarnos una especie de orientación en el caso…

George levantó la taza, tomó un ruidoso sorbo de café y aplastó el cigarrillo en el poso oscuro que se había formado en el platito.

—Oye, Arieh —dijo—, aquí tenemos nuestras peleas como en cualquier comunidad. No nos falta alguna manzana podrida ni alborotadores. Nuestros sacerdotes tienen sus más y sus menos con los sacerdotes ortodoxos griegos, siempre hay uno al que le cae mal otro, el típico que estafa a no sé quién… son cosas que pasan, somos humanos. Pero te voy a decir una cosa —levantó la vista hacia Ben Roi— ningún armenio habría hecho algo así a otro armenio. Y mucho menos en nuestra catedral. Formamos una familia. Nos cuidamos entre nosotros, nos protegemos. Eso no podría ocurrir. Sea quien sea el que haya cometido el crimen, Arieh, puedo asegurarte que no es un armenio. Te lo garantizo.

Se volvió hacia su madre, quien lo secundó antes de asomar la cabeza a través del pasaplatos.

—Ningún armenio —dijo—, ningún armenio hace algo así.

La mujer miró a Ben Roi con el ceño fruncido para asegurarse de que lo había captado bien y luego volvió a su tarea en la cocina. Ben Roi acabó el café.

—Como mínimo esto nos limita el campo —dijo.

Se oyeron voces y media docena de personas bajaron la escalera. Eran turistas, gente mayor, estadounidenses o ingleses, a juzgar por las guías que llevaban. George les asignó mesa y les ofreció las cartas. De los altavoces surgió una música suave; Ben Roi no supo quién había puesto en marcha el aparato.

—¿No habrás oído nada sobre la identidad de la víctima? —preguntó cuando George volvió a su mesa—. ¿Algún chisme que circule por ahí?

George meneó la cabeza con gesto negativo.

—No es armenia, eso seguro. Al menos no es de Jerusalén. Aquí nos conocemos todos.

—¿De fuera de Jerusalén?

George hizo un gesto de indiferencia.

—Es posible.

Cogió otro cigarrillo, se lo puso en la boca, pero cambió de opinión y lo dejó sobre la mesa.

—Con quien tendrías que hablar es con el arzobispo Petrossian. Conoce a todo el mundo y lo sabe todo de nuestra comunidad. No solo de Jerusalén, de todo Israel.

—Ya le he visto —dijo Ben Roi—. En la catedral. Ha dicho que no sabía nada.

—Pues ahí tienes la respuesta. Petrossian tiene más información que el Patriarca y que el resto de arzobispos juntos. Más que toda la comunidad en peso. No ocurre nada en nuestro mundo de lo que él no esté al corriente.

Volvió la cabeza como para asegurarse de que nadie los escuchaba y luego se inclinó hacia delante.

—Lo llamamos el pulpo. Tiene tentáculos por todas partes. Si él no puede ayudarte… —Extendió los brazos en un gesto que quería decir «no podrá hacerlo nadie».

En el otro extremo del restaurante uno de los turistas dijo «Por favor», agitando una carta, lo que indicaba que ya habían decidido.

—Dispensa, Arieh. Tengo que atenderles.

—Tranquilo. Yo he de volver a la comisaría.

Ben Roi se levantó y sacó la cartera, pero George le indicó que se la guardara.

—Invita la casa.

—¿Me avisas si te enteras de algo?

—Claro. Y saluda a Sarah. Dile que esperamos que todo vaya bien con el… —Se dio unas palmaditas en el estómago y se fue a tomar nota a la mesa.

Ben Roi tomó la escalera para salir a la calle con una cierta sensación de desengaño por no haber conseguido más información, a la que se añadía otra más clara de culpabilidad al pensar que al parecer Sarah y el bebé estaban más en la mente de los demás que en la suya. Su hijo aún no había nacido y ya se sentía como el padre más calamitoso del mundo.

Más o menos a la mitad, justo antes de pasar por la entrada del barrio de San Jaime, la calle del Patriarcado Ortodoxo Armenio entra en un túnel. En la pared de este se abre una ventana de arco con los cristales enrejados, sucios, surcados por las filigranas de una hiedra mustia. Desde aquel punto estratégico, Su Eminencia el arzobispo Armen Petrossian había observado a Ben Roi entrar en la Taberna armenia. Veinte minutos después, cuando el inspector salió y tomó la calle en dirección a la comisaría David, el arzobispo seguía allí apostado.

Acariciándose la barba, Petrossian procuró no perder de vista la silueta corpulenta, que recordaba a un oso, mientras bajaba la calle y giraba para meterse en la plaza de Ornar Ibn al-Jattab. Hasta que no lo hubo perdido por completo de vista no se apartó de la ventana para dirigirse a la puerta principal del recinto. Saludó con un gesto de la cabeza a los de la gorra de plato que se encontraban en la conserjería e indicó a uno de ellos que lo acompañara. Siguieron unos metros por el pasaje abovedado que llevaba al recinto y se detuvieron junto a un tablón de anuncios de paño verde, fuera del alcance de los oídos de los de la conserjería y de los cinco policías israelíes de guardia fuera del portal. El arzobispo miró hacia un lado y otro y luego, inclinándose un poco, dijo algo al oído del hombre. Este asintió y tras palparse la chaqueta de cuero cruzó el portal para salir a la calle.

—Que Dios nos proteja —murmuró el arzobispo, llevándose la mano hacia los labios para besar el anillo de amatista que llevaba en el dedo—. Y que Dios me perdone.